Las palabras del Evangelio se cumplen siempre –¡Dios es Fiel!- y de un modo u otro, más tarde o más temprano, vemos cómo se realizan. Y nos sorprende Dios, siempre nos sorprende.
Cristo, a aquellos a los que invitaba a seguir, les anunciaba: “Os aseguro que todo aquel que haya dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras por mí y por la Buena Noticia, recibirá en el tiempo presente cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, aunque junto con persecuciones, y en el mundo futuro la vida eterna” (Mc 10,29-30). Esta promesa sigue vigente, es palpable.
He estado unos días en mi antigua parroquia, donde fui tremendamente feliz, en la que se hizo, gracias al equipo sacerdotal, una tarea grande en lo material y en lo espiritual –pero lógicamente requiere tiempo para que se consolide: catequesis de adultos, retiros parroquiales, retiros de padres, vigilias de oración, canto de Vísperas dominicales, etc...-, y tampoco faltaron las “persecuciones” de quienes creen que ya lo conocen todo, lo saben todo, con el “siempre se ha hecho así” (anteponen sus costumbres al mandamiento de Dios) y vivían en una versión moderna del “clericalismo” pero en su versión seglar.
Cuando he estado allí, el Señor ha puesto por delante casas, hermanos, familia; un hogar y una familia que recibe, la mesa puesta, la experiencia común de vida cristiana compartida, los momentos de comunión con unos y otros y entre todos, y los pequeños momentos en que visité el Sagrario de la parroquia, donde tantas horas estuve, y la Santa Misa en la parroquia donde se recibe el afecto sincero y cortés a un tiempo, con la conciencia de pertenecer únicamente a Jesucristo y a su Iglesia, no a éste o aquél sacerdote, pero con gratitud a quien ejerció el ministerio con ellos y para ellos La fe genera un sentido de pertenencia a la Iglesia y suscita la familiaridad, es decir, el ser y vivir como familia con unos lazos, los de la fe, que cuántas y cuántas veces son superiores a los lazos de la carne y de la sangre. ¡Qué a gusto se está así, entre ellos! Podían compartir la fe y el afecto personas de distinta formación, edad, espiritualidad, vocación y apostolado, porque nacía una Compañía de la Presencia de Cristo. ¡Y esto es hermoso, vale la pena disfrutarlo! Es una amistad que surge del reconocimiento de Cristo, y no de grupos cerrados, de afectividades inmaduras en torno a un líder, o de dependencias extrañas; era libertad de espíritu, era amistad diáfana, era Cristo en el centro de todo.
¡Qué buenos días he pasado! ¡Qué hermosa es la Iglesia que potencia lo humano, acrecienta la amistad, refuerza los vínculos con el Señor y entre nosotros!
Gracias por los días que he pasado con vosotros. Sed siempre fieles a Cristo, amad a la Iglesia, acrecentad vuestra vocación a la santidad... ¡ah!, y sed fermentos en el mundo.
Cristo, a aquellos a los que invitaba a seguir, les anunciaba: “Os aseguro que todo aquel que haya dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras por mí y por la Buena Noticia, recibirá en el tiempo presente cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, aunque junto con persecuciones, y en el mundo futuro la vida eterna” (Mc 10,29-30). Esta promesa sigue vigente, es palpable.
He estado unos días en mi antigua parroquia, donde fui tremendamente feliz, en la que se hizo, gracias al equipo sacerdotal, una tarea grande en lo material y en lo espiritual –pero lógicamente requiere tiempo para que se consolide: catequesis de adultos, retiros parroquiales, retiros de padres, vigilias de oración, canto de Vísperas dominicales, etc...-, y tampoco faltaron las “persecuciones” de quienes creen que ya lo conocen todo, lo saben todo, con el “siempre se ha hecho así” (anteponen sus costumbres al mandamiento de Dios) y vivían en una versión moderna del “clericalismo” pero en su versión seglar.
Cuando he estado allí, el Señor ha puesto por delante casas, hermanos, familia; un hogar y una familia que recibe, la mesa puesta, la experiencia común de vida cristiana compartida, los momentos de comunión con unos y otros y entre todos, y los pequeños momentos en que visité el Sagrario de la parroquia, donde tantas horas estuve, y la Santa Misa en la parroquia donde se recibe el afecto sincero y cortés a un tiempo, con la conciencia de pertenecer únicamente a Jesucristo y a su Iglesia, no a éste o aquél sacerdote, pero con gratitud a quien ejerció el ministerio con ellos y para ellos La fe genera un sentido de pertenencia a la Iglesia y suscita la familiaridad, es decir, el ser y vivir como familia con unos lazos, los de la fe, que cuántas y cuántas veces son superiores a los lazos de la carne y de la sangre. ¡Qué a gusto se está así, entre ellos! Podían compartir la fe y el afecto personas de distinta formación, edad, espiritualidad, vocación y apostolado, porque nacía una Compañía de la Presencia de Cristo. ¡Y esto es hermoso, vale la pena disfrutarlo! Es una amistad que surge del reconocimiento de Cristo, y no de grupos cerrados, de afectividades inmaduras en torno a un líder, o de dependencias extrañas; era libertad de espíritu, era amistad diáfana, era Cristo en el centro de todo.
¡Qué buenos días he pasado! ¡Qué hermosa es la Iglesia que potencia lo humano, acrecienta la amistad, refuerza los vínculos con el Señor y entre nosotros!
Gracias por los días que he pasado con vosotros. Sed siempre fieles a Cristo, amad a la Iglesia, acrecentad vuestra vocación a la santidad... ¡ah!, y sed fermentos en el mundo.
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