viernes, 10 de diciembre de 2021

Sentir con la Iglesia (¡¡Creo en la Iglesia!!)



Llegamos al final a dos actitudes vitales, dos disposiciones cordiales e íntimas para el católico, tanto más necesarias hoy cuanto más se ataca, se discute, se está distante de la Iglesia; y las dos disposiciones espirituales y profundas serán el amor a la Iglesia y renovar la confianza en la Iglesia.

            Sí, ¡amar la Iglesia tal cual es, como el Señor la quiso!



            “No le tengáis miedo; amadla. Os decimos con san Agustín: Amate hanc Ecclesiam, estote in tali Ecclesia, estote talis Ecclesia (Serm. 138). Y percibid la relación única personal y vital que esta misteriosa institución, a la que podemos llamar sin duda sacramento de salvación (cf. LG 48), tiene con cada uno de nosotros, como intermediaria obligada y decisiva en el problema central e inevitable de nuestro destino, el problema religioso. Porque son siempre verdaderas y urgentes las palabras de Cipriano: “Para que cada uno pueda tener a Dios como Padre, debe tener primero a la Iglesia como madre” (De cath. unit., c. 6)” (PABLO VI, Discurso al Congreso Internacional de Derecho canónico organizado por la Universidad Civil de Roma, 19-enero-1970).


            Sí, también, y al mismo tiempo, una renovada confianza en la santa Iglesia y no la desconfianza reinante de su doctrina, enseñanza, vida, liturgia, magisterio. 


“La Iglesia no es un fenómeno histórico y social cualquiera que se pueda modificar a capricho. Es un hecho espiritual y religioso: una fe lo engendra, una autoridad lo dirige, un Espíritu lo vivifica. La Iglesia merece nuestra confianza, nuestra fidelidad, nuestro servicio, nuestro amor” (PABLO VI, Audiencia general, 22-octubre-1969). 


¡Confianza en la Iglesia, Madre y maestra, Esposa de Cristo!


            “Y nosotros, nosotros, ¿somos cristianos de verdad?, ¿qué relaciones de fe y de gracia nos unen a esta bendita y presagiosa Iglesia de Dios?,  ¿somos cristianos de verdad?, ¿somos católicos?, ¿sólo de nombre o en la realidad de nuestra vida?, ¿la Iglesia es, realmente, nuestra Madre, nuestra Maestra?, ¿es, realmente, nuestra nave para la gran travesía sobre el mar tempestuoso del mundo presente, nuestra confianza? Hermanos, sea éste un momento decisivo para nuestra vida. Renovemos aquí... nuestro compromiso humilde, fuerte y fiel; sí, ¡seremos fieles! Su Iglesia será nuestra sabiduría, nuestra concordia, nuestra palestra de caridad. ¡Qué gozo para toda nuestra vida!” (PABLO VI, Audiencia general, 22-junio-1977).



            ¡Confiad en la Iglesia! Merece nuestra confianza porque ella muestra su credibilidad.


            “Debemos tener confianza en la Iglesia; sí, en esta Iglesia de Cristo, fundada realmente por Él sobre la piedra y, en sus apariencias históricas, semejante a la barca de Simón Pedro, ajetreada por la tempestad. Confianza en la Iglesia tal como es. Esto no es inmovilismo, sino realismo y fidelidad. La Iglesia nos da pruebas de vitalidad; se manifiesta en ella un carisma de indefectible supervivencia y da pruebas de esa vitalidad hasta la evidencia. Nos da también pruebas de autenticidad: su coherente fidelidad en la doctrina, en la línea moral, en las instituciones fundamentales, en el desarrollo histórico, unida la tensión constante por reformarse, por renovarse, por santificarse, nos ofrece una seguridad confortante. La Iglesia es al mismo tiempo fuerte y dinámica. Nos da pruebas de ser actual; su presencia en nuestro tiempo lo dice, más aún, deja transparentar una solicitud sumamente vigilante por interpretar los signos de los tiempos, por aceptar las experiencias del progreso, por hablar el lenguaje de los hombres de hoy, por socorrer las necesidades antiguas y nuevas de la humanidad. Cree, espera, ama. Cristo está con ella. La Iglesia está viva, es verdadera. Merece nuestra confianza. Hoy como ayer, hoy más que ayer” (PABLO VI, Audiencia general, 22-octubre-1969).


            Aunque puedan darse en el entramado humano de la Iglesia decepciones, momentos de oscuridad o incomprensión, nada justifica el abandono de la Iglesia o la distancia afectiva. Ni es argumento de razón, porque atenta contra la lógica y la verdad, decirse católico pero no practicante, decir que se es pero no se está: el individualismo siempre reñido con la Comunión, el subjetivismo siempre enfrentado con la Verdad (que es objetiva). La tentación fácil en muchos casos y en circunstancias inextricables es el abandono, la deserción, pero estaríamos disminuyendo el número de los miembros del Cuerpo de Cristo, cercenando el hermoso Cuerpo de Cristo.


            “¡No te separes de la Iglesia! Ningún poder tiene su fuerza. Tu esperanza es la Iglesia. Tu salud es la Iglesia. Tu refugio es la Iglesia. Ella es más alta que el cielo y más dilatada que la tierra. Ella nunca envejece: su vigor es eterno” (S. Juan Crisóstomo, Hom. de capto Eutropio, c. 6).




Esta adhesión a la santa Iglesia es un fruto de madurez en la vida cristiana, donde se llega a descubrir la grandeza, belleza y santidad de la Iglesia y uno se siente felizmente miembro de la Iglesia, hijo suyo. Ama la Iglesia, ama la vida de la Iglesia, hace suya la Iglesia con corazón grande y nada sabe de desapego o desafecto a la Iglesia, ni de crítica corrosiva, ni de contestación ni disidencia. Santa Teresa de Jesús, maestra de oración, con una vida espiritual desarrollada, centrada en Dios, se siente Iglesia siempre y en todo, y sus últimas palabras, síntesis de toda su vida, son expresión de su amor a la Iglesia: “Ya es tiempo de caminar... Al fin, Señor, muero hija de la Iglesia”.
  
Como es asimismo elocuente que al final del proceso de los Ejercicios espirituales, san Ignacio ofrezca como síntesis concreta de un proceso de maduración y encuentro con Dios, las “Reglas para sentir con la Iglesia”, “para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener”: y es que no hay evangelio, cristianismo, fe en Jesús, si no hay Iglesia, si no se da una clara y firme conciencia eclesial, una pertenencia real, activa, entregada a la Iglesia. 


[El hombre de Iglesia] “procura pensar siempre no sólo “con la Iglesia” sino también, como decía el autor de los Ejercicios espirituales, “en la Iglesia”, lo cual implica a la vez una fidelidad más profunda, una participación más espontánea: la conducta de un verdadero hijo de la casa. En todo se deja ilustrar, guiar y modelar, no por la costumbre o por la conveniencia, sino por la verdad del dogma” (De Lubac, Meditación..., p. 198).

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