San Isidoro considera la liturgia como una
manifestación más de la
Tradición misma de la Iglesia y al presentar la liturgia lo hará
entroncándola con sus raíces más puras y teológicas. Nada, como tal, es
“invento”, “creatividad” o “ingenio” de los hombres, sino que se sigue algo que
es recibido porque así se ha transmitido. Incluso las nuevas disposiciones
canónicas que se pudieran dar y se dieron (como en el IV Concilio de Toledo)
vienen a explicitar la
Tradición recibida. La liturgia es, pues, un hecho y acto de
Tradición.
Sabiendo
esto, asimilando la comprensión del misterio litúrgico del gran Isidoro,
veremos lógicamente el razonamiento que va a emplear a lo largo de toda la obra
y que presenta en la
Introducción a los dos libros:
“Descubrimos que todo cuanto se celebra en los Oficios eclesiásticos fue estatuido, en por parte por la autoridad de las Sagradas Escrituras, en parte por tradición apostólica o por costumbre de la Iglesia Universal. Acudiendo a los orígenes, señalaremos, como ya hemos dicho, los autores de los que traen origen”.
San
Isidoro recurre a la
Sagrada Escritura donde ve las prescripciones en materia
litúrgica, las exhortaciones apostólicas, los ejemplos del Señor mismo. Pero,
asimismo, recurre al Antiguo Testamento para ilustrar la realidad de la
liturgia cristiana, en cierto sentido, realizando una lectura tipológica de las
Escrituras o descubriendo en ellas la prefiguración de lo que la Iglesia de Dios realiza en
el culto divino hoy.
El
título de cristianos viene de Cristo, tal como tuvo su origen en Antioquía,
según los Hechos de los Apóstoles (I, 1[1]).
La Iglesia
construye verdaderos templos, “la fe de nuestros tiempos consagró, en el
universo mundo, altares a Cristo” (I, 2), cumpliendo en la realidad lo mismo
que hizo Moisés levantando un tabernáculo al Señor, o Salomón construyendo un
templo.
Atendiendo
a los cantos y lecturas de la liturgia, san Isidoro presenta su origen bíblico.
El canto de los coros proviene de los coros de cantores de Moisés cuando
atravesó el Mar Rojo (I, 3); el cántico “es voz humana; salmo, si se acompaña
con el salterio"”(I, 4) y afirma que fue Moisés quien inventó los cánticos
después de cruzar el Mar Rojo, y recuerda a Débora con su ministerio de
cantora.
Más claro aún el uso de los salmos en la liturgia siguiendo los salmos
de David, “el príncipe de los cantores y el tesoro de los salmos”, aunque en la Iglesia se “utiliza el
salterio davídico con melodías de suaves cantinelas, para que más fácilmente el
espíritu se incline a la compunción” (I, 5).
Los himnos que canta la Iglesia siguen la
tradición que en la
Escritura se ve: además de David “los tres jóvenes, arrojados
al horno de fuego, invocando a todas las criaturas, entonaron un himno al
Creador de todo lo existente” (I, 6), así como los profetas, el mismo Señor y
los Apóstoles.
Es legítimo el uso de las oraciones litúrgicas como composiciones
de la Iglesia
para la liturgia, pues “fue el mismo Cristo quien compuso oraciones y
estableció que con ellas rogásemos al Padre” por lo que “de tal hecho aprendió la Iglesia a suplicar a Dios
mediante oraciones contra las enfermedades del alma, y a formular oraciones a
la manera de cómo las había redactado Cristo” (I, 8).
Incluso detalles rituales,
como la monición diaconal ordenando silencio (“Silentium facite!”), encuentran
apoyo bíblico: la atención que María prestaba a las palabras del Señor mientras
Marta trabajaba es la misma atención que ahora se debe prestar a las lecturas
en la liturgia, cuando dice: “por eso el diácono, con sonora voz, impone
silencio, para que, ya se cante, ya se proclame la lectura, se mantenga entre
todos la uniformidad, y así, lo que para todos se predica, de igual manera,
todos lo escuchen” (I, 10).
Los
Laudes, o canto del aleluya, es señalado por su origen hebreo y cita en su
apoyo a Ap 29,6, cual canto que resuena en el cielo, y es constante en la
liturgia –exceptuando “los días de ayuno y Cuaresma” “porque está escrito:
Constantemente permanece su alabanza en mis labios (Sal 33,9)” (I, 13) y apunta
a la alabanza escatológica citando el salmo 83,5.
Los ofertorios o cantos al
presentar la ofrenda encuentran su origen en el libro del Eclesiástico (50,
16-18) al inmolar las víctimas (I, 14). Así, también, las bendiciones en la Misa, pues el sacerdote
bendice al pueblo “por la antigua bendición de Moisés, en la cual se manda
bendecir al pueblo bajo el misterio de la triple invocación” citando Nm 6,
23-26” (I, 17).
El
Oficio divino o Liturgia de las Horas es presentada por distintos pasajes
bíblicos. Se reza Tercia, Sexta y nona como “los tres jóvenes ofrecieron
súplicas (Dan 6,13)” y porque en Tercia bajó el Espíritu en Pentecostés, en
Sexta “sufrió Cristo la Pasión
y hasta la de Nota sufrió los tormentos del patíbulo” (I, 19). Las Vísperas se cantan “porque era costumbre
de los antiguos ofrecer a esta hora los sacrificios y perfumar el altar con
aromas e incienso (Ex 29,41)” y brilla el Véspero, “nombre de la estrella
llamada Vespertina, que aparece a la puesta del sol, de ella habla el profeta:
Y hace que salga el Véspero sobre los hijos de los hombres (Job 38,32)” (I,
20). Las completas se cantan a imitación de David que “no subió al lecho de su
descanso” (Sal 131, 3-5) en I, 21. Las Vigilias encuentran su raíz bíblica,
según el autor, en Is 26,9, en el Salmo 118,62 (“me levantaba a media noche
para alabarte por la justicia de tus sentencias”), y por ser la noche el
momento en que pasó por Egipto el ángel exterminador (Ex 12,29-30), a lo que
hay que sumar las múltiples recomendaciones y prescripciones del Señor y del
Nuevo Testamento (I, 22). Idéntico procedimiento para explicar los Maitines,
con citas del salmo 62 y el salmo 118,148.
Los
fieles cristianos en la liturgia se reúnen para la alabanza divina dedicándose
a Dios y ofreciendo el sacrificio a lo largo del año litúrgico: “únicamente nos
dediquemos al culto divino [en el Día del Señor], honrando tal día con honor y
reverencia por la esperanza que tenemos de que en ese día tendrá lugar nuestra
resurrección” (I, 24).
Las fiestas cristianas son celebraciones de los misterios salvadores de Cristo por
nosotros. Éstos se despliegan a lo largo de todo el año y son conmemorados por la Iglesia. Cada fiesta
litúrgica es presentada por el autor con base bíblica en el Nuevo Testamento
fundamentalmente y como es lógico: Natividad del Señor, Epifanía (incluyendo
los tria miracula: adoración de los magos, bautismo en el Jordán, bodas de
Caná), Día de las Palmas, Cena del Señor, Parasceve –Viernes Santo-, Sábado de
Pascua, santo día de Pascua –que hallamos “en representación, cuando el pueblo
de Dios en Egipto sacrificó el cordero y celebró la Pascua (Ex 12)”, que era
figura que “en toda su total verdad se realiza en Cristo que, como cordero fue
llevado al sacrificio” (Is 53,7)” (I, 32)-, Ascensión del Señor y Pentecostés
–día que comenzó “cuando la voz de Dios se oyó, venida del cielo en el monte
Sinaí y fue dada la Ley
a Moisés (Ex 20)” (I, 34)-, así como las fiestas de los mártires y las encenias
o dedicación de las iglesias.
Baste
la fundamentación bíblica de estas realidades para mostrar el método de
explicación de san Isidoro para las realidades materiales, celebrativas,
orantes y temporales de la liturgia.
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