La
grandeza de la liturgia consiste en que no es un “hacer” humano, a medida del
hombre, algo que los hombres se diesen a sí mismos como una seña de identidad
cristiana, o un modo de inculcar valores y recordar unos compromisos; no es un
“hacer” humano, sino una actuación divina.
Ya
el Concilio Vaticano II recuerda que “la liturgia es una acción sagrada por
excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la
iguala ninguna otra acción de la
Iglesia” (SC 7), por lo que nadie puede ampararse en el
Concilio Vaticano II para desacralizar la liturgia o secularizarla o
banalizarla. En la liturgia, la
Iglesia halla su fuente y su culmen.
Lo
más santo que posee la Iglesia
es el sacramento de la
Eucaristía, por ser actualización del sacrificio de Cristo,
Memorial de su Pascua, presencia real y sustancial del mismo Señor. Es el
Santísimo Sacramento, es la mayor acción sagrada de la Iglesia. Una clara conciencia
de fe lleva a adorar el Sacramento y a dignificar, con amor, la celebración
eucarística.
El
reconocimiento creyente de la santidad de este Sacramento conduce a cuidar y
potenciar su sacralidad, ya que “el carácter de ‘sacrum’ de la Eucaristía, esto es, de
acción santa y sagrada. Santa y sagrada, porque en ella está continuamente
presente y actúa Cristo, el ‘Santo’ de Dios, ‘ungido por el Espíritu Santo’,
‘consagrado por el Padre’, para dar libremente y recobrar su vida, ‘Sumo
Sacerdote de la Nueva Alianza’.
Es él, en efecto, quien representado por el sacerdote, hace su ingreso en el
santuario y anuncia su evangelio. Es Él ‘el oferente y el ofrecido, el
consagrante y el consagrado’. Acción santa y sagrada, porque es constitutiva de
las especies sagradas, del ‘Sancta sanctis’, es decir, de las ‘cosas santas
–Cristo el Santo- dadas a los santos’, como cantan todas las liturgias de
Oriente en el momento en que se alza el pan eucarístico para invitar a los
fieles a la Cena
del Señor” (Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 8), a lo que habría que
añadir también la liturgia hispano-mozárabe, tan oriental, que proclama ese
“Sancta sanctis”.
Todos
los ritos y familias litúrgicas de Oriente y de Occidente, reconociendo ese
“sacrum”, esa sacralidad de la
Eucaristía, han cuidado el desarrollo de la liturgia, con solemnidad,
con veneración, con signos exteriores, y con disposiciones internas de fe,
humildad, alabanza.
Nada
se improvisa ni se vulgariza; nada se descuida ni se celebra de manera
informal; nada se altera ni se añade: las distintas familias litúrgicas orientales
y occidentales poseen una conciencia clarísima de la santidad de la liturgia,
la reciben como un tesoro y lo preservan.
El
carácter sagrado de la liturgia le viene de Cristo mismo y no es un añadido que
los hombres se hayan atrevido a colocar. La misma Cena pascual –ya lo dijimos-,
la Última Cena de Cristo, fue una liturgia y no una simple comida de amigos. La Iglesia sigue así
fielmente el ejemplo del Señor: “El ‘Sacrum’ de la Misa no es por tanto una
‘sacralización’, es decir, una añadidura del hombre a la acción de Cristo en el
cenáculo, ya que la Cena
del Jueves Santo fue un rito sagrado, liturgia primaria y constitutiva” (Juan
Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 8).
Sin
embargo, lo que se padece como una epidemia extendida, es una continua
alteración de la liturgia, una desacralización, fruto de una mentalidad
secularizada; “hay que reconocer y deplorar algunas desviaciones, de mayor o
menor gravedad, en la aplicación de la misma [reforma litúrgica]. Se constatan,
a veces, omisiones o añadiduras ilícitas, ritos inventados fuera de las normas
establecidas, gestos o cantos que no favorecen la fe o el sentido de lo
sagrado…” (Juan Pablo II, Carta Vicesimus Quintus Annus, 13).
Hay
también infidelidades cotidianas: alteración de los textos litúrgicos con
glosas o paráfrasis; omisión de la casulla o incluso de todas las vestiduras
litúrgicas; supresión de los signos de reverencia y adoración (inclinaciones,
genuflexión, ponerse de rodillas en la consagración); lo poco decoroso de la
ornamentación (carteles y pósters en el altar y presbiterio, flores que
dificultan el paso o visión…); la proliferación de moniciones y su extensión
como mini-homilías; la añadidura de un rito de acción de gracias tras la
comunión con un discurso de alguien; la falta de reverencia y precipitación durante
la plegaria eucaristía o el modo de distribuir la sagrada comunión…
La
desacralización deforma la liturgia y la priva de su belleza innata, aquella
belleza que refleja la santidad y la gloria de Dios. Es una liturgia fea, poco
significante, excesivamente vulgar y populista. ¿Eso puede ser camino glorificar
a Dios? ¿Ese es camino para conducir a los fieles al encuentro con el Misterio
del Dios Amor, del Dios Salvador? “La nueva paganización está provocando la
nueva evangelización, pero suavizar el evangelio para atraer a la gente es un
camino equivocado, pues la peor deformación de la Liturgia es la que
procede de la filosofía, y sabemos que la mentalidad del hombre secularizado se
apoya siempre en las realidades que él puede controlar” (Rodríguez, P., La sagrada liturgia, 300).
La
belleza sagrada de la liturgia glorifica a Dios -¡qué distinto de lo vulgar, de
lo informal, de lo descuidado o improvisado!- y la belleza sagrada de la
liturgia, con su fulgor, toca al hombre en su ser más íntimo y lo conduce a
Dios. Una liturgia bella, hermosa, afecta al hombre en todas las fibras de su
ser y lo involucra en la liturgia, por lo que es camino de evangelización para
los hombres de hoy. “En este sentido, es urgente recuperar la atractiva verdad
del Evangelio y la belleza sagrada en el modo de celebrar el culto” (Id., 301).
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