Todo lo que se ha ido viendo (la
gracia, la obra de la salvación, etc.) sólo es posible y real si la liturgia no
es una construcción humana, una celebración emotiva que el grupo fabrica, un
símbolo para canalizar sus vivencias y compromisos.
Al
estar Cristo presente en la liturgia, ésta es acción de Cristo por su Espíritu
Santo y todo en la liturgia debe contribuir a que brille sólo el Señor, a que
sólo Cristo sea el centro de toda la liturgia, eliminando cualquier otro protagonismo
(del yo, del grupo, del sacerdote, del movimiento) que oscurezca la gloria de
Cristo en la liturgia.
La Iglesia puede continuar la
obra de la salvación porque Cristo está presente y actúa: “Para realizar una
obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la
acción litúrgica” (SC 7). La
Iglesia nada hace por sí misma, ni se da la vida a sí misma…
sino que todo lo recibe del Señor y actúa con el poder de Cristo porque Cristo
está presente en ella.
¿Cuáles
son estas presencias de Cristo, de qué modo se realizan?
1.
En el gran sacramento de la celebración eucarística, el Señor está realmente
presente:
“Está presente en el sacrificio de
la misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de
los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo
bajo las especies eucarísticas” (SC 7).
El
sacerdote ejerce el ministerio litúrgico no como líder o como delegado de la
comunidad, sino in persona Christi. Jesucristo actúa por medio de la persona
del sacerdote, su voz, sus manos, hasta el punto de poder decir: “Esto es mi
cuerpo”. Las vestiduras litúrgicas para la Misa, entre otras cosas, significan –y por eso
son obligatorias, incluida la casulla- cómo el sacerdote deja de ser él mismo
para que Cristo lo tome por completo y él sea sólo un icono del Señor. Ya no es
él mismo, sino Cristo por medio del sacerdote o del Obispo. Por eso los
acólitos le hacen inclinación al acercarse a él o al incensarle. Por eso,
cuanto más humilde y discreto, cuanto más fiel sea sin convertirse en protagonista
locuaz, más brillará el Señor por medio del sacerdote.
Sobre
todo, ¡y de qué manera única!, está presente en las especies eucarísticas: el
pan y el vino consagrados son verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo resucitado,
glorioso. Es una presencia real “por antonomasia”[1]. Esto
supera una pobre concepción que los valores sólo como símbolos, o el modo
desgarbado de celebrar ampliamente con moniciones y extensa homilía para luego
apresuradamente realizar el rito eucarístico, la consagración, fracción y
comunión; o el modo desenfadado de tratar el Cuerpo y la Sangre de Cristo o
distribuir la comunión. ¡Es Él mismo, es su Presencia real y sustancial! Poco
se insistirá ante la grandeza de este Misterio.
2.
Todos los sacramentos tienen por Autor a Cristo comunicando su gracia y
santificando. Los “humildes y preciosos sacramentos”[2] son
actuaciones salvadoras de Cristo bajo el velo de los ritos y oraciones, no
juegos simbólicos o creaciones artificiosos de éste o de aquél.
La
verdad de los sacramentos está garantizada por la presencia de Cristo: es el
Autor de los sacramentos y es Él mismo quien los realiza mediante el ministro.
Sacrosanctum Concilium lo afirma citando una conocida frase de S. Agustín:
“Está presente con su fuerza en los
sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza” (SC
7).
Siempre
es Cristo quien bautiza, quien unge con el Santo Crisma, quien absuelve de los
pecados, quien unge a los enfermos… y da eficacia al ministro, que sea santo o
sea pecador e indigno, en ese momento es instrumento de Cristo y actúa in
persona Christi. No están supeditados los sacramentos a la santidad del
ministro (o a su simpatía, o a su oratoria, o…) sino que son eficaces porque es
Cristo quien los realiza y está presente.
3.
La proclamación litúrgica de la
Palabra de Dios está lejos de ser un relato más, o una
instrucción moralizante, o una exposición intelectual. Estos fines se dan en la
catequesis, en una clase o en un retiro. Pero en la liturgia, las Sagradas
Escrituras se leen con la fuerza del Espíritu Santo, son eficaces y tocan a los
fieles en su corazón introduciéndolos en el Misterio y abriéndolos a la Revelación para que
respondan “Amén”, el asentimiento racional y cordial.
Para
tal fin, en la Iglesia
se proclaman las Escrituras en un lugar destacado y elevado (el ambón), con un
rito (se anuncia, hay una aclamación final, se inciensa el Evangelio y se
besa…) porque, por la vez de los lectores, Cristo sigue hablando a la Iglesia, su Esposa.
Es
ésta otra presencia más de Cristo en la liturgia:
“Está presente en su palabra, pues
cuando se lee en la Iglesia
la Sagrada Escritura, es Él quien habla” (SC 7).
4.
Una presencia de Cristo que menos se trata o se explica, la refiere SC 7:
cuando la Iglesia
se reúne y canta salmos, es decir, presencia de Cristo en la celebración del
Oficio divino, la Liturgia
de las Horas.
La
voz de los fieles cantando el Oficio divino es la voz de Cristo alabando y
glorificando al Padre. Cuando la
Iglesia celebra la Liturgia de las Horas –aunque sea una persona
sola- es Cristo quien canta y adora al Padre. Él está presente cuando la Iglesia canta salmos
porque, como predicaba san Agustín, “Cristo ora por nosotros, ora en nosotros y
es invocado por nosotros” (Enar. In Ps. 85,1).
La Liturgia de las Horas se
realiza con la presencia de Cristo y por la presencia de Cristo, que entabla un
diálogo esponsal con su Iglesia. ¿Obligación canónica? No. Precioso diálogo de
amor entre Cristo y su Iglesia cantando juntos los salmos:
“Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta
salmos, pues él mismo prometió: Donde dos o tres están reunidos en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos” (SC 7).
A
lo cual habría que extender también la presencia de Cristo a la asamblea
litúrgica, reunida en su nombre, pues el Señor se hace presente allí, en medio
de ella. No entendiendo asamblea en el sentido asambleario, como si la Iglesia se constituyese a
sí misma y se diera carta de identidad, sino comprendiendo que es el Señor
quien convoca a la Iglesia,
y cuando la Iglesia
está convocada en asamblea litúrgica, el Señor está en medio de ella. Ese es el
sentido de los saludos litúrgicos del sacerdote, recordando la presencia de
Cristo: “El Señor esté con vosotros”.
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