"Aun cuando se lave todos los días en todos sus miembros, Israel nunca está limpio. Sus manos están siempre sucias, indudablemente; manchadas para siempre con la sangre de los profetas y con la del mismo Señor. Por eso, con la conciencia de la culpa heredada de los padres, no se atreve tampoco a levantar sus manos al Señor, para que no deje oír su voz algún Isaías (cf. Is 1,15) ni se horrorice Cristo.
Nosotros, en cambio, no solamente elevamos nuestras manos, sino aun las extendemos;
de esa manera adoptamos la figura del Señor paciente
y, cuando oramos, confesamos a Cristo (Crucificado)...
Los que un día las lavamos conjuntamente con todo nuestro cuerpo en Cristo (es decir, en el bautismo), tenemos nuestras manos limpias.
Nosotros, los cristianos, siempre dirigimos nuestras oraciones al cielo, hacia arriba, con las manos extendidas, porque son inocentes; con la cabeza descubierta, porque no tenemos de qué avergonzarnos; además, sin monitor, porque oramos de corazón...
Ofrezco al Señor un sacrificio pingüe y excelente, el que Él mismo nos ordenó: la oración que brota de una carne pura, de un alma inocente, del Santo Espíritu...
Mientras nos abrimos a Dios, ya pueden hundirse las uñas en nuestros cuerpos, ya pueden suspendernos en una cruz, aplicarnos fuego, cortarnos el cuello con la espada, ya pueden embestirnos las bestias -la actitud del cristiano orante está dispuesta a todos los suplicios"
(Tertuliano, De oratione 14 y 14; Apolog. 30).
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