El
aceite y la unción son usados en toda la antigüedad en muchas culturas, con
carácter religioso o no, en particular en la cuenca mediterránea, donde el
olivo es muy abundante, árbol típico del paisaje mediterráneo; se adapta bien a
la tierra árida y sedienta, y su tronco retorcido y nudoso muestra su fuerza y
longevidad.
El
simbolismo del aceite, de alguna manera, se enraíza en su naturaleza. En el
mundo mediterráneo, el aceite ocupa un lugar esencial, tanto para la
alimentación como para el embellecimiento del cuerpo y para su luminosidad. “Las propiedades del aceite hacen de él en
la antigüedad un elemento fundamental sobre todo en ámbitos no religiosos: por
ejemplo en la medicina, donde protege, cura y alivia el dolor; en el deporte,
por cuanto tonifica el cuerpo y da fuerza a la musculatura; en la cosmética
utilizado para purificar la piel y para conferirle esplendor, o bien unidos a
las esencias como perfume”[1]. En ámbitos religiosos, las
características del óleo suscitan desde la antigüedad un simbolismo variado: es
signo de prosperidad, y se convierte también en signo de fiesta y bendición
divina.
El aceite en el Antiguo Testamento
El
uso del aceite es muy variado a lo largo de las Escrituras y expresa realidades
y situaciones distintas (abundancia, fiesta, castigo...) de Israel.
El
aceite evoca la abundancia y la prosperidad. Es el alimento esencial con el que
Dios, en el Antiguo Testamento, sacia a su pueblo fiel (Dt 11,14) y cuya
privación es signo de castigo (Mi 6,15; Ha 3,17); se enumera a menudo entre los
dones que hace Dios a su pueblo fiel; expresa la felicidad que conocerá la
comunidad de los elegidos en el mundo escatológico (Os 2,24).
El
aceite expresa también el alivio y la curación por las propiedades
lenitivas que aconsejan emplearlo como
remedio (Is 1,6; Jr 8,22; Mc 6, 13; Lc 10,34; St 5,14-15), porque es
considerado como una medicina capaz de devolver la salud o de aliviar los
dolores y dar fuerza por sus propiedades terapéuticas gracias a su capacidad de
penetrar y curar y ser un ungüento reparador; “era un procedimiento médico o paramédico del que se esperaba la
curación o, también, un cierto alivio.
Se curaban con óleo las llagas y las heridas”[2]. El aceite formaba
parte de la farmacopea de los antiguos. Los rabinos se preocuparon de
determinar los casos en los que se podía hacer una unción de aceite y vino en
sábado. Así, según el Talmud palestino se permitía a condición de que la
preparación se hubiese realizado la víspera[3].
Incluso es utilizado en la purificación del leproso según el ritual (Lv
14,15-18. 26-29).
El
aceite evoca la luz como combustible que se consume al iluminar (Ez 27,20; Mt
25,3-5) y es empleado en la cocina para preparar alimentos o condimentarlos (Ex
29,23; Lv 2,4) o para freír (1Cro 9,31; 1Cro 23,39; Lv 2,5). “Para condimentar las comidas se usaban el
aceite de oliva y la sal. El aceite se producía especialmente en Galilea, como
se deduce de la bendición de Aser (Dt 33,24)”[4].
Perfumado,
el óleo da suavidad, belleza, frescura; mantiene tersa la piel y la fortifica.
Mezclado con esencias perfumadas, el óleo es utilizado en las festividades,
símbolo de fiesta y alegría, de riqueza y felicidad (Prov 27,9; Sal 132,2; Is
61,3; Am 6,6). Pero privarse del aceite perfumado, unido al ayuno, va unido a
la tristeza o al duelo (Dn 10,3; 2S 12,20; Mi 6,15).
El
aceite es derramado para consagrar algo al Señor, dedicarlo en exclusiva a Él,
como memorial de su acción salvífica: por ejemplo, Jacob en Betel (Gn 28,18;
35,14) o Moisés en la Tienda del encuentro y el altar de los holocaustos (Ex
40,9-10).
Por
su utilización en los ritos consecratorios, el óleo simboliza la profundidad y
la plenitud de la consagración que hace pasar del mundo profano al mundo
sagrado. Así, la unción real expresa el poder de la elección divina (1S 10,1;
16,13; 2R 9,6; 1R 1,39)[5] y así queda coronado el rey
a la espera de los tiempos de la salvación en que el verdadero Rey será el
Mesías, el Ungido. También en la consagración del sacerdote se derrama el óleo.
Sumemos también la unción de los profetas (1R 19,16; Is 61,1). “El óleo es sustancia viscosa que se
impregna, así como la unción simboliza una transformación íntima y permanente
de la persona, una consagración y la transmisión de una fuerza sagrada. La
unción de reyes y sacerdotes no es propia sólo de Israel, sino también de otras
culturas religiosas del antiguo Oriente”[6].
En el Nuevo Testamento
En
cuanto al Mesías (que significa ungido), es aquél que ha recibido la plenitud
de la unción real. Jesús se califica a sí mismo de Mesías (cf. Lc 24,46), tal
como lo reconoce la comunidad apostólica (Hch 2,36; 10,38) y que, junto al
nombre de Jesús, se convertirá en el nombre propio del Señor. La unción es como
el vehículo del Espíritu de Dios, que reviste de la fuerza necesaria a las
personas que el Señor ha elegido para una misión. Siendo Jesús el Ungido por
excelencia, se señala así cómo por la unción del Espíritu Santo realiza la
misión de sacerdote, rey y profeta.
El
Nuevo Testamento habla también de manera simbólica de la unción del cristiano
para designar el don del Espíritu (2Co 1,21; 1Jn 2,20. 27[7]).
Cabe
recordar asimismo la utilización del aceite por los luchadores que se
embadurnaban de él para resbalar fácilmente entre las manos del contrincante, y
su empleo por los deportistas en los masajes. Da fuerza y agilidad a los
músculos antes y después de las luchas y actividades.
Pero
un uso nuevo, no estrictamente médico o terapéutico sino claramente espiritual
para la salvación de cuerpo y alma es la unción a los enfermos que hallamos en
Mc 6,7.13 y en St 5,14; no tiene solamente un fin médico; es también
salvífico.Es un poder mayor, no únicamente médico, el que consigna el evangelio
de Marcos: los apóstoles lo ejercen al expulsar los demonios y al ungir a los
enfermos (Mc 6,13). Según el contexto, Jesús les dio expresamente este poder
para ello (Mc 6,7). A diferencia de Jesús y siguiendo la costumbre de la época,
los Apóstoles deberán usar el óleo para la unción, y deberán ejercer no un
poder originario y personal, sino un poder derivado de Jesús.
La
carta del apóstol Santiago, entre los consejos a las distintas situaciones de
los miembros de la comunidad cristiana, prescribe qué hacer cuando uno está
enfermo, postrado, situaciones que se viven en la espera de la parusía del
Señor. Los presbíteros de la Iglesia, llamados por el enfermo, han de orar
sobre él (al estar acostado) y a esta palabra de fe corresponde el signo de la
unción. Se da una primacía de la oración sobre la acción de ungir[8] evitando una acción mágica o
supersticiosa: su virtud curativa se da en función de la oración de fe. Con
mucha naturalidad se recomienda esta acción sobre el enfermo (oración y
unción), lo cual hace suponer que se basa en una praxis vigente en las
comunidades de la región en que escribe el autor. Santiago recomienda un uso
bien establecido en las comunidades a las que escribe, sin inventar rito
alguno, ya que para estas comunidades judeocristianas el óleo bien podía
representar (hacer presente) la vida eterna.
El aceite en la liturgia cristiana
Era
una prolongación natural que el aceite, usado en la vida de Israel y mostrado
en la Escritura, se integrara en la liturgia cristiana como elemento creado
puesto al servicio del orden de la Gracia. Tan sólo una visión panorámica, sin
entrar en detalles, nos puede orientar en los distintos óleos y sus usos
litúrgicos.
Desde
el principio, y a tenor de lo prescrito por la epístola de Santiago, el óleo
era la materia central del sacramento de la Unción de enfermos. Una vez
bendecido, durante el primer milenio era habitual que los fieles mismos, a modo
de sacramental probablemente, se lo llevasen en caso de necesidad y se lo
aplicasen o lo degustasen y, en los casos más graves, fueran los sacerdotes
hasta el enfermo a rezar sobre él y ungirlo.
El
rito sacramental se va centrando, cada vez más, en la presencia del sacerdote
que reza, impone las manos al enfermo y lo unge con una fórmula sacramental. En
el rito romano, al vincularse la Unción con el perdón de los pecados y la
penitencia, se retrasa el momento de su realización hasta después del viático,
convirtiéndose en “Extremaunción”, ungiendo los miembros y sentidos del
enfermo-agonizante con sentido penitencial; así hasta la reforma litúrgica
emanada del Vaticano II en que el sujeto puede ser ungido cuando hay un peligro
grave para su vida (por enfermedad o una ancianidad que lo debilita), ungiendo
en la frente y en las manos y con una fórmula sacramental que invoca la gracia
del Espíritu Santo para que lo ayude, lo libre de sus pecados y le conceda la salvación.
Tras
el bautismo un óleo diferente, el de acción de gracias, era administrado por
los presbíteros y a continuación el Obispo crismaba a los neófitos[9]. En los ritos de la
iniciación cristiana, el óleo comunicaba el don del Espíritu Santo. Abundan los
testimonios en este sentido. No tardó mucho en unificarse esta doble unción
post-bautismal, quedando reservada la Crismación al Obispo para la comunicación
del Don del Espíritu, en la misma celebración bautismal o diferida en el
tiempo. Cuando se generalizó casi exclusivamente en Occidente el bautismo de
infantes, éstos eran ungidos con Crisma a la espera de que el Obispo confirmase
esta unción inicial, otorgándoles el Don del Espíritu Santo; en Oriente, sin
embargo, el párvulo es crismado por el sacerdote en el bautismo y recibe
también la Eucaristía.
En
el rito romano, a partir de los siglos XIII-XIV, se confiere una unción con el
crisma en la cabeza del párvulo recién bautizado, y se difiere el sacramento de
la Confirmación a un momento posterior (uso de razón, juventud...) a la espera
de que sea el Obispo quien lo celebre. Con la unción con el santo Crisma, la
configuración del cristiano con Cristo es plena mediante el Espíritu Santo, y
es constituido por el Bautismo en sacerdote, profeta y rey, consagrado a Dios.
El sentido de consagración que tiene el santo Crisma llevó a incluirlo, no como materia sacramental, en el sacramento del Orden para los obispos y presbíteros en el rito romano, aquellos ungidos en la cabeza, éstos en las manos. Fueron ritos añadidos en la Edad Media.
Llegó
un momento, por influencia hispano-mozárabe, en que el rey era y también ungido; rito que “pasó a Francia y de allí a la liturgia
romana, que amplió notablemente el rito con la entrega de la espada, del cetro,
del pomum o globo de oro, símbolo del
mundo, y la imposición de la corona real o imperial...”[10].
El
altar y los paramentos de un nuevo templo recibieron, con las influencias
franco-germánicas, la unción con el crisma, cuando antes, en la tradición
romana, se consideraba suficiente la Oblación eucarística. Se recogía así un
rito expresivo, muy visual, de la tradición bíblica para el altar cristiano y
la basílica: queda consagrado a Dios. Pero poco a poco se va complicando su
realización ritual. Se da, además, un paralelismo evidente entre la iniciación
sacramental del cristiano (baño, unción, vestidura, cirio, comunión
eucarística) y la dedicación de la iglesia (aspersión, unción, vestición del
altar, iluminación del templo, celebración eucarística).
Uso
hermoso y significativo es verter el Crisma durante la plegaria de bendición
del agua bautismal. En el rito hispano-mozárabe, después de exorcizar las
aguas, se derrama el óleo; “las aguas
bautismales son santificadoras porque están santificadas por la presencia del
Espíritu Santo. Por eso, Ildefonso ve en esta mezcla del óleo con las aguas la
presencia del Espíritu Santo”[11].
Los ritos orientales, por su parte, incorporaron la infusión del myron durante
la plegaria de bendición del agua bautismal.
Esta
infusión del óleo en las aguas bautismales es conocida en el rito romano y va
adquiriendo mayor desarrollo. Con el OR XI (n. 94) y el XXIV se prescribe la
infusión del santo crisma por influencia de la Galia y España como un signo
visible del descenso del Espíritu sobre las aguas. No tardó mucho en ampliarse
el rito: en el Ordo XXX B la infusión se realiza con el crisma mezclado con
óleo de los catecúmenos y así se realiza, en muchas diócesis, durante la Edad
Media, variando sólo las fórmulas o la forma ritual (con la mano, con una
pequeña varilla metálica, con una espátula). La infusión del crisma y el óleo
de los catecúmenos en la bendición del agua bautismal, duró en el rito romano,
hasta el Misal romano de 1970 que simplificó los ritos durante esta plegaria[12]. Esto hace que el rito
romano en la actualidad sea uno de los pocos cuya bendición del agua bautismal
no emplea el signo de la infusión del santo crisma.
Finalmente,
un tercer óleo, llamado algunas veces “óleo de exorcismo” y comúnmente ahora
“óleo de los catecúmenos” –en Oriente, óleo de alegría-, destinado a las
unciones de aquellos que se preparan a la Iniciación cristiana. Es ésta una
unción de combatiente; fortifica al catecúmeno para la lucha suprema contra las
potencias del mal, disponiéndolo a la renuncia a Satanás, a la profesión de fe
cristiana y a sumergirse en las aguas bautismales. Antes de bendecir el agua
bautismal, los catecúmenos reciben una unción pre-bautismal.
Aceite empleado
hoy en la liturgia santa
Tres
óleos o aceites distintos son los empleados en la liturgia. El santo crisma es
aceite puro de oliva mezclado con bálsamo y esencias aromáticas, para ser un
perfume penetrante, de buen olor. El óleo de los catecúmenos y el óleo para la
unción de enfermos son de aceite de oliva o también pueden ser de otro aceite
vegetal.
Son
el elemento fundamental para las unciones sagradas de distintos ritos y
sacramentos. Se guardan en frascos cerrados y en un lugar digno. Normalmente se
empapa un algodón de este aceite y se moja los dedos en él. Para ganar en
expresividad es preferible usar los óleos durante la celebración en tarros de
cristal, dignos, que se vea que es aceite, no algo mágico.
El
aceite para la unción de los enfermos lo puede bendecir el sacerdote si no
tiene a mano el óleo bendecido por el obispo: en este caso se bendice óleo
suficiente para ungir al enfermo en la frente y en las manos y lo que sobre se
empapa en un algodón y luego se quema.
Los
aceites consagrados se cambian cada año. En la Misa crismal, cercana la Pascua,
se bendicen los óleos por el obispo para que los ungidos con Él gocen de la
vida nueva de Cristo. Además se guardan con honor y reverencia, según la
costumbre cristiana, en el baptisterio y, si no, en un lugar digno de la
sacristía.
[1] F. TRUDU, Le unzioni, RPL 2009 (5), n. 276, p. 34.
[2] N. PEDERZINI, L´Unzionedegliinfermi..., p. 12; cf. R.
ZANCHETTA, Malattia. Salute. Salvezza. Il
rito come terapia,EdizioniMessaggero, Padova 2004, p. 215.
[3] Cf. E. COTHENET, La guérisoncomme signe du Royaume et
l´onction des malades (Jc 5,13-16), en AA.VV., La maladie et la mort du chrétiendans la liturgie. Conférences
Saint-SergeXXIesemained´étudesliturgiques, Paris-1974,
CLV-EdizioniLiturgiche, Roma 1975, p. 113.
[4] A. SACCHI, Comida, en NDTB, p. 297.
[5] Cf. A. KNIAZEFF, Les ritesd´intronisationroyale et impériale,
en AA.VV., Les bénédictions et les
sacramentauxdans la liturgie. Conférences
Saint-SergeXXXIVeSemained´EtudesLiturgiques, Paris 1987, CLV-EdizioniLiturgiche,
Roma1988, pp. 129-130.
[6]
F. TRUDU, Le unzioni..., p. 35.
[7] Cf. I. DE LA POTTERIE, L´Onction du chrétienpar la foi,RevueBiblique
49 (1959), pp. 12-69.
[8] J. FEINER, Enfermedad y sacramento..., p. 476.
[9] Cf. M. GARRIDO BOÑANO, Curso de liturgia romana, BAC, Madrid
1961, p. 385. En la Traditio, “después de haber sido bautizado un catecúmeno,
un sacerdote le unge con óleo que ha sido santificado. Una vez que ha entrado
en la iglesia el neófito, el obispo le impone las manos y recita una invocación
para impetrar sobre el neófito la gracia, y luego le unge la cabeza con óleo
santificado y el da el beso de la paz”, ib., p. 388.
[10] M. GARRIDO BOÑANO, Curso de liturgia romana..., p. 428.
[11] J. M. HORMAECHE BASAURI, La pastoral de la iniciación cristiana...,
p. 111.
[12] Cf. J. GIBERT, Los formularios de la bendición del agua en
el “Ordo baptismiparvulorum” y en el “ordo initationischristianaeadultorum”,
en EL 1974, pp. 308-309; R. AMIET, La
Veilléepascaledansl´Église latine – I. Le riteromain, Du Cerf, Paris 1999,
pp. 343-347; J. PASCHER, El año
litúrgico, BAC, Madrid 1965, p. 184; H. A. P. SCHMIDT, Hebdomada sancta, Vol. II, Herder, Romae-FriburgiBrisg.-Barcinone
1957, pp. 860-861.
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