El silencio es connatural a la
adoración, porque la adoración se queda sin palabras, le estorban incluso,
contemplando al Señor. La adoración es mirada silenciosa llena de amor, y
conviene esta adoración tanto en la santa liturgia como en nuestra oración
privada:
“La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura
ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho y la
omnipotencia del Salvador que nos libra del mal. Es la acción de humillar el
espíritu ante el “Rey de la gloria” y el silencio respetuoso en presencia de
Dios “siempre mayor”. La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable
nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas” (CAT 2628).
La
misma experiencia de la contemplación amorosa está llena de silencio,
traspasada e inundada de un silencio sonoro; y si lo es en la oración
contemplativa, también es adecuado, conveniente y necesario para la liturgia,
que es contemplativa igualmente:
“La contemplación es silencio, este “símbolo del mundo
venidero” (S. Isaac de Nínive) o “amor silencioso” (S. Juan de la Cruz). Las palabras en la
oración contemplativa no son discursos, sino ramillas que alimentan el fuego
del amor. En este silencio, insoportable para el hombre “exterior”, el Padre
nos da a conocer a su Verbo encarnado, sufriente, muerto y resucitado, y el
Espíritu filial nos hace partícipes de la oración de Jesús” (CAT 2717).
La
oración, para ser tal, debe darse en el silencio; sólo así es posible
conversar, dialogar con el Señor, hablando y sobre todo escuchándole: “El
silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros
mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en
nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón,
y anime nuestra vida. Por lo tanto, la primera dirección es: volver a aprender
el silencio, la apertura a la escucha, que nos abre al otro, a la Palabra de Dios”
(Benedicto XVI, Aud. General, 7-marzo-2012).
Y
también: “Es importante también hoy para nosotros… saber guardar silencio en
nosotros para escuchar la voz de Dios, buscar, por así decir, un “locutorio”
donde Dios hable con nosotros: aprender la Palabra de Dios en la oración y en la meditación
es la senda de la vida” (Benedicto XVI, Aud. General, 9-septiembre-2009).
Con
el silencio interiorizamos en la oración; por ejemplo, y sobre todo, lo vivido
en la liturgia, lo oído en sus plegarias, lo rezado en sus oraciones, lo
proclamado en sus textos y lecturas, sus ritos, etc., necesitan un “después de
la celebración”, que repose la experiencia litúrgica asimilándola
personalmente. A ello nos invita el beato Pablo VI, de manera que la mistagogia
de la liturgia se elabore reposando en silencio lo celebrado:
“[En Pascua] son tantas las voces
que han agitado y conmovido nuestros espíritus, que será algo sabio volver a
escuchar sus ecos interiores, meditar su significado, volver a gozar sus santas
emociones. No se trata ahora de aquel silencio que apaga las voces escuchadas y
cae en la inercia y en el sueño; sino más bien del silencio en el cual el
espíritu, sustraído al estímulo de los sonidos exteriores, se escucha a sí
mismo, recuerda las voces y las impresiones que han entrado en su conciencia,
las medita, las rumia, las absorbe, las consigna a la memoria y a la voluntad;
y esto para conducirnos a considerar el silencio místico, que es ya coloquio
con Dios y ya muda respuesta al coloquio con el inefable lenguaje del Espíritu
Santo, cuando él mismo, el Espíritu, intérprete de la palabra de Cristo,
convertido en maestro del corazón, expresa en nosotros, y por nosotros a Dios
un modo de orar inexpresable” (Pablo VI, Aud. General, 2-abril-1975).
Con
estas perspectivas del contenido espiritual del silencio, lo podemos considerar
más específicamente en la liturgia. Hay distintos tipos de silencio según sea
el rito, y, por tanto, con diferente misión y acento: “…a fin de que los
asistentes, en respuesta al momento particular en que aquél se coloca, entren
nuevamente en sí mismos o bien reflexionen brevemente sobre todo lo que han
oído, o alaben y rueguen al Señor en la intimidad de su propio espíritu” (Carta
Eucharistiae participationem, 18).
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