3. La comprensión del fenómeno de
la liturgia se acrecienta cuando se considera cómo la obra de la salvación de
Cristo (SC 5) se actualiza y la liturgia es canal de esa salvación de Cristo.
Es la liturgia un momento más, momento último, de la historia de la salvación
(cf. SC 5-6). Se realiza “la obra de la salvación” (SC 6) por medio de los
sacramentos y de la vida litúrgica de la Iglesia.
4.
Pero, para esta “obra tan grande” (SC 7), realmente excepcional, la liturgia
tiene por Autor a Cristo, Sumo y eterno Sacerdote, que se hace presente, de
distintos modos, en la sagrada liturgia. Esta presencia de Cristo, multiforme,
rompe el horizontalismo en la liturgia, el estar encerrados en el “yo”, en la
“asamblea” o “grupo”, marcando cómo la liturgia no es algo que la fabriquen los
hombres y ellos se autocelebren y recuerden sus compromisos éticos o sociales,
estimulándose unos a otros… sino que la presencia de Cristo remite a la
verticalidad de la liturgia reconociendo que es un don que se nos da y que la
liturgia la realiza Jesucristo haciéndose presente (y el sacerdote es
instrumento, no acaparando la liturgia que no es suya ni mucho menos). Había,
pues, que sacar las consecuencias de lo que significa la presencia de Cristo en
la sagrada liturgia.
La
liturgia recibe una definición teológica en esta constitución Sacrosanctum
Concilium. Es “el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo” (SC 7) por el cual
sigue glorificando al Padre y santificando a los redimidos. Esta obra se
realiza con “signos sensibles” (SC 7) que significan y realizan a un tiempo –no
son meros símbolos ni construcciones artificiosas de los hombres ni
celebraciones que hacen reconocer lo que estaba implícito o anónimo en nosotros
(autoconciencia, al estilo de Karl Rahner)-, realizan a un tiempo, decíamos,
“la santificación del hombre” (SC 7). Con todo esto se realiza el culto público
íntegro uniéndose Jesucristo a su Cuerpo que es la Iglesia. Por eso la liturgia es
obra del Cristo total, Cabeza y miembros. Tal es su importancia, que merece
ponerse de relieve, al ser una “acción sagrada” (SC 7) y recibe gran honor
porque su eficacia “con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala
ninguna otra acción de la
Iglesia” (SC 7).
Así
pues, ni la liturgia es secundaria, ni es opcional, ni es simple fiesta o
encuentro humano, ni brota del “nosotros” o del grupo. El Vaticano II, con sus
textos, señala lo contrario, marca una dirección opuesta, a lo que generalmente
se afirma de la liturgia y al mal uso –e incluso abuso- de los libros
litúrgicos, tan extendido por doquier.
5.
La perspectiva escatológica engrandece más aún, si cabe, el misterio de la
liturgia. Trascendiendo el espacio y el tiempo, por la comunión de los santos,
la liturgia terrena se celebra en unión a la liturgia celestial, refleja la
liturgia del cielo –en su belleza, unción y adoración- y el cielo se une a la
tierra en toda acción litúrgica: “En la liturgia terrena pregustamos y tomamos
parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de
Jerusalén…” (SC 8).
Vivida
y celebrada así, la liturgia ordena nuestros pasos hacia la patria del cielo,
nos resitúa como peregrinos, acrecienta la esperanza sobrenatural, aguardamos
la plenitud de la vida eterna que ya se ha iniciado, mientras esperamos la Parusía, la segunda venida
de Cristo en gloria y majestad acompañado de sus santos.
Este
punto de la enseñanza conciliar aleja de todo inmanentismo, supera la reducción
del Reino de Dios al mero progreso temporal de la sociedad humana, limita lo
profano y secular que se ha introducido en la liturgia. Es un correctivo a una
liturgia únicamente terrenal, social, que alienta sólo el compromiso en las
tareas seculares, al modo de un mitin enardecedor de las masas. Nada de esto
tiene cabida.
6.
Es verdad que “la sagrada liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia” (SC 9) porque
antes debe darse la evangelización, la predicación misionera, y también la
catequesis transmisora de la fe católica. A ello hay que sumar la actividad
caritativa y las obras de misericordia, tanto comunitarias, como personales. Todas
estas realidades forman parte de la vida y misión de la Iglesia y todas son
necesarias. Pero no agotando la liturgia toda la actividad de la Iglesia, sin embargo “la
liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo
tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” (SC 10).
“Fuente
y cumbre”: todo va desembocando en la liturgia, todo –la evangelización, la
catequesis, la caridad- conduce a la liturgia… y de la liturgia, bien vivida e
interiorizada, como de una fuente, surge el impulso apostólico y evangelizador,
sostiene la caridad, ablanda el corazón endurecido para vivir las obras de
misericordia corporales y espirituales.
7.
Como la liturgia no es un rito mágico, automático, sino la acogida del don
santificador de Dios, los fieles todos (¡ministros incluidos!) deberán vivir la
liturgia con unas disposiciones personales claras y concretas, con una
preparación interior para que la liturgia sea fructuosa y la participación sea
plena, interior, consciente.
Tales
actitudes interiores “para asegurar esta plena eficacia” (SC 11) son: la recta
disposición de ánimo, el poner en consonancia el alma con la voz, el colaborar
con la gracia divina. Así todos los fieles participarán, como dice una oración
privada, “digna, atenta y devotamente”.
8.
Tampoco la liturgia agota toda la vida espiritual. No ha pasado de moda la
oración personal ni las devociones particulares ni los ejercicios piadosos,
sino que son complemento y extensión de la vida litúrgica. La primacía la tiene
la liturgia, fuente y cumbre, oración de toda la Iglesia, pero no excluye
sino que alienta el espíritu adorante y contemplativo de la oración personal y
también de los ejercicios piadosos.
Cada
elemento tiene su lugar y su momento, ni son rivales ni hay que desechar uno en
favor del otro (cf. SC 12-13). La oración personal, la meditación diaria, así
como el rosario, o el ángelus, o el vía crucis (u otras devociones) se integran
en la vida cristiana dando hondura a lo que se vive en la liturgia; y la
liturgia pide luego el contacto íntimo, reposado, del fiel con el Señor.
9.
Se podría decir que “participación” es casi una categoría teológica de la
liturgia, un principio inspirador que recorre la constitución Sacrosanctum
Concilium buscando la mejor vivencia del Misterio, insertándose en la vida
litúrgica, empapándose de la espiritualidad litúrgica, tomando parte en la
acción común de la liturgia. Para ello están “las aclamaciones del pueblo, las
respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos y también las acciones o
gestos y posturas corporales” así como guardar “a su debido tiempo, un silencio
sagrado” (SC 30).
La
participación en la liturgia es un hecho espiritual, que implica a todos, sin
reducirlo a la intervención directa, y tan abusiva en ocasiones, de fieles en
el presbiterio desempeñando algún servicio litúrgico (aunque sea leer una
petición con tal de hacer algo). Nada en la Sacrosanctum
Concilium avala ese falso concepto de participación activa
como si fuese intervención directa haciendo algo. Insistamos: la participación
es un hecho espiritual, tomando parte en la acción común litúrgica.
Se
pretende superar la pasividad de todos durante la liturgia, o considerarla como
una devoción personal más a la que se asiste en silencio completo todo el
tiempo, o una ceremonia de obligada asistencia que no toca el corazón.
Sacrosanctum Concilium afirma: “que los cristianos no asistan a este misterio
de fe como extraños y mudos espectadores” (SC 48).
Explicando
este principio, Benedicto XVI decía:
“Tras la Primer Guerra Mundial, había
ido creciendo precisamente en Europa Central y Occidental el movimiento
litúrgico, un redescubrimiento de la riqueza y profundidad de la liturgia, que
hasta entonces estaba casi encerrada en el Misal Romano del sacerdote, mientras
que el pueblo rezaba con sus propios libros de oraciones, compuestos según el
corazón de la gente; se trataba de este modo de traducir el alto contenido, el
lenguaje elevado de la liturgia clásica, en palabras más emotivas, más
cercanas, al corazón del pueblo. Pero eran como dos liturgias paralelas: el
sacerdote con los monaguillos, que celebraba la Misa según el Misal, y al mismo tiempo los
laicos, que rezaban en la Misa
con sus libros de oración, sabiendo básicamente lo que se hacía en el altar.
Pero ahora se había redescubierto precisamente la belleza, la profundidad, la
riqueza histórica, humana y espiritual del Misal, y la necesidad de que no
fuera sólo un representante del pueblo, un pequeño monaguillos, el que dijera:
“Et cum spiritu tuo”…, sino que hubiera realmente un diálogo entre el sacerdote
y el pueblo; que la liturgia del altar y la liturgia de la gente fuera realmente
una única litúrgica, una participación activa; que la riqueza llegara al
pueblo. Y así la liturgia se ha redescubierto, se ha renovado”[1].
10.
Era necesario acercarse a la Sacrosanctum
Concilium y detenerse en los grandes principios teológicos de
la naturaleza de la sagrada liturgia. Las sorpresas se pueden suceder una tras
otra cuando realmente se lee este Concilio en su doctrina litúrgica y no
coincide con lo que se suele decir que el Concilio dijo.
Ahora
bien, esta bella exposición de principios teológicos, esta consideración
teológica de la liturgia, ¿se ha extendido, se ha divulgado, se ha plasmado en
la vida parroquial? ¿Se ha estudiado, se ha enseñado en catequesis, cursos,
retiros?
La
crisis de la liturgia no es sino reflejo de la amplísima secularización. La
adopción de categorías extrañas a la liturgia la ha desvirtuado: categorías
seculares, festivas, sociales, democraticistas, etc… La sacralidad se ha
difuminado, la solemnidad se ha arrinconado, el silencio ha desaparecido. Pero
ni mucho menos eso corresponde a la verdad de la liturgia ni a lo que la
constitución Sacrosanctum Concilium dictó.
Urge,
pues, por el bien pastoral, por una verdadera pastoral, ahondar en la teología
de la liturgia, explicarla y catequizar, celebrar mejor con absoluta fidelidad
a los libros litúrgicos, desterrar los malos usos y los abusos (grandes o
mínimos) que se han generado, fomentar una nueva mentalidad, incrementar la
educación litúrgica de clero y fieles, beber de la espiritualidad litúrgica más
genuina.
Éste
ha sido el intento y el deseo al ofrecer las grandes líneas teológicas de la
constitución Sacrosanctum Concilium, como Juan Pablo II invitaba: “Los
principios directivos de la
Constitución, que sirvieron de base a la reforma, son
fundamentales para conducir a los fieles a una celebración activa de los
misterios, «fuente primaria y necesaria del espíritu verdaderamente cristiano».
Dado que la mayor parte de los libros litúrgicos han sido publicados,
traducidos y puestos en uso, es necesario mantener constantemente presentes
estos principios y profundizarlos”[2].
[1] Benedicto XVI, Disc. en el
encuentro con los párrocos y el clero de Roma, 14-febrero-2013.
[2] Juan Pablo II, Carta ap.
Vicesimus Quintus Annus, n. 5.
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