Toda
la vida cristiana es un continuo caminar, progresando, hasta desarrollar toda
la gracia del bautismo, es decir, vivir la perfección cristiana que es la
santidad. Peregrinos y caminantes, viatores, así somos cristianos, hasta la
meta de la santidad
Desde
toda la eternidad, antes de la creación del mundo, Dios nos ha elegido y
predestinado para ser santos e irreprochables ante Él por el amor, para que
alcanzáramos la bienaventuranza divina por el camino de las bienaventuranzas,
llegando así a gozar de Dios mismo. Los bienaventurados del cielo ya gozan de
Dios y se gozan en el ser de Dios, alabándole por siempre, recibiendo su Amor
en plenitud y sin medida.
En
el bautismo, se recibe la gracia que nos hace ser capaces de ser amados por
Dios como hijos suyos muy queridos, ya que reproduce en nuestras almas la
belleza espiritual de Dios, la imagen de su Hijo. Se recibe de manera incoada y
luego se va desarrollando a lo largo de la vida, correspondiendo a la gracia.
Este don precioso, hecho en el bautismo, nos capacita para ir conociendo y
amando a Dios. Éste es el misterio de su elección sobre nosotros, éste su
designio salvador.
Siendo
así las cosas, lo recibido sacramentalmente debe desplegarse y hacerse don
vivido. “Para alcanzar la madurez del amor [la santidad] –que lo habilitará para
poder gozar eternamente de Dios-, el hombre debe, antes, vivir entre los
hombres. Es en medio de sus hermanos donde debe ejercitarse en la lucha humana
[la santidad es combate], para liberarse cada vez más de las tendencias que
ahogarían en su interior la luz de Dios” (Pinell, J. M., Año litúrgico y vida cristiana, Barcelona 2003, 5).
En
este misterio de elección, la santidad, con su lucha espiritual, su
crecimiento, su desarrollo de la gracia, convierte al santo en un privilegiado
e importante testigo del Amor de Dios en la historia, testigo del Amor entre
los hombres.
“En
gran parte, nuestra vida es hija de quienes vivieron muchos años antes que
nosotros. Y sabemos que también nuestra vida condiciona, en parte, la de
quienes vendrán después. Aquello que más unifica esta gran corriente fluvial de
vidas humanas, que es la historia, es la mirada de Dios que la cuida
atentamente; la sabiduría con la que prevé un hecho como causa de otro hecho
que lo seguirá.
Incluso
antes de que el género humano existiera, Dios ya cuidaba providencialmente del
mismo; y, estableciendo el orden querido a la creación material, preparaba el
cuerpo del hombre, al que infundiría su espíritu no debía ya morir jamás.
Desde
la creación del hombre, Dios ya contempló en él a su pueblo: la caída de Adán
constituyó una ruina colectiva.
Comenzaba
una historia, tejida de intervención de Dios y del hombre. Y Dios inició al
hombre en el arte de amar. Le demostró que la fidelidad, que sabe superar todas
las dificultades que provienen de otro, constituye la forma más pura del amor.
Y que el amor, desde esta perspectiva, el amor denso y puro, puede llegar a
vencer todas las resistencias. Dios es paciente, es firme, es fuerte, porque es
amor.
Será
una larga historia, en la que cada día se pondrá de manifiesto lo mismo: que el
hombre es débil y que Dios es fuerte. Pero cada día lo pondrá de manifiesto a
una nueva conciencia.
Pondrá
de manifiesto que resistirse al amor es una locura; y quien se empeñe en
hacerlo no será capaz de contradecir a Dios definitivamente, a no ser por una
trágica contradicción de sí mismo.
Dios
es amor y es maestro de amor para quien quiera aprender a amar” (Id., 7).
Los
santos fueron luminosos y claros testigos de este Amor, primero porque lo
recibieron en sus vidas y su Amor lo fue todo; segundo, porque Dios les fue
enseñando a amar, con caridad sobrenatural, de un modo distinto a los amores
terrenos teñidos de egoísmo y así amaron y difundieron el Amor de Dios. Fueron
elegidos y predestinados por el Amor de Dios para amar con ese mismo Amor. Así
dieron testimonio constante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario