Si hemos visto el silencio de la
oración, del Sagrario, del conocimiento de Dios y de la contemplación, una
breve alusión es necesaria al silencio en la filosofía de Edith Stein. El
camino de la interioridad está hecho de silencio y sin él estamos perdidos. La misma
búsqueda filosófica busca y necesita el silencio.
La
interioridad requiere silencio y adentrarse en el propio ser para conocerse y
conocer a Dios. Es el silencio de la reflexión, del propio conocimiento y del
acceso a la verdad:
“El alma debe primero llegar a la
posesión de su esencia, y su vida es el camino que la conduce hasta allí. Por
eso la “configuración” es aquí posible y necesaria. Pero para que esta
configuración sea una configuración libre
y no un evento involuntario como la configuración del alma animal por el
proceso de su desarrollo natural, es necesario que el alma pueda poseer un
conocimiento sobre sí misma y que pueda tomar posición frente a sí misma. El
alma debe “llegar hasta sí misma” en dos sentidos: conocerse ella misma y llegar
a ser lo que ella debe ser” (Ser finito, ser eterno, OC III, 1019).
Es
más:
“El yo personal se encuentra
enteramente como en casa en lo más interior del alma. Si vive en esa interioridad, dispone de la fuerza completa del alma
y puede utilizarla libremente. Además está entonces lo más cerca posible del
sentido de todo lo que le sucede, y está abierto a las exigencias que se le
presentan, muy bien preparado para medir su significado y su trascendencia.
Pero pocos hombres viven tan “recogidos”. En la mayor parte de ellos el yo se
sitúa más bien en la superficie, ciertamente sólo ocasionalmente es “sacudido”
por “acontecimientos importantes” y llevado a la profundidad, entonces trata de
responder al acontecimiento con un comportamiento conveniente, pero después de
un tiempo más o menos largo vuelve de nuevo a la superficie” (Ser finito, ser
eterno, OC III, 1028).
La
interioridad, para Edith Stein, es lo más espiritual del hombre. Y la persona
se hace más espiritual cuanto más vive en lo profundo de su ser.
Tanto
en santa Teresa Benedicta como en los grandes filósofos cristianos, la
interioridad es un concepto riquísimo por el que se accede a la verdad del
espíritu humano, encontrándose consigo mismo y con Dios, centrándose y huyendo
de la dispersión.
Si
el hombre se encuentra perdido, si experimenta el vacío, el absurdo y el
sin-sentido, es porque ha dejado que se anule su interioridad. Vive fuera de
sí, prescinde de su propio ser. Es un hombre que se conoce sólo muy
superficialmente, que conoce lo exterior, y tiene miedo al silencio y la
soledad porque siente pánico de encontrarse consigo mismo, con la verdad de su
ser personal:
“La causa de esa ceguera y de la
incapacidad para llegar a lo profundo del alma no reside simplemente en
determinados principios metafísicos, sino en una inconsciente angustia de
encontrarse con Dios. Por otra parte, ahí está el hecho de que nadie ha
penetrado tanto en lo hondo del alma, como el hombre que con ardiente corazón
ha abarcado el mundo, y que por la fuerte mano de Dios ha sido liberado de
todas las ataduras e introducido dentro de sí en lo más íntimo de su
interioridad” (El Castillo interior, OC V, 104).
Edith,
al estudiar las profundidades del espíritu humano llega a la conclusión primero
de la necesidad del silencio-interioridad y, avanzando más, de que sólo hay
propiamente un camino para la plena posesión y conocimiento de la interioridad
humana, y es el camino de la oración. En el centro de la interioridad radica la
perfección, felicidad y realización de la persona, en su libertad, al
encontrarse con Dios:
““El yo personal se encuentra
enteramente como en casa en lo más interior del alma. Si vive en esa interioridad, dispone de la fuerza completa del alma
y puede utilizarla libremente. Además está entonces lo más cerca posible del
sentido de todo lo que le sucede, y está abierto a las exigencias que se le
presentan, muy bien preparado para medir su significado y su trascendencia.
Pero pocos hombres viven tan “recogidos”…
Lo que penetra del exterior a menudo
es tal que puede ser “despachado” más o menos bien a partir de un lugar situado
en la superficie o a partir de un lugar que no está situado muy profundamente.
No es necesaria la última profundidad para comprender esto más o menos, y no es
tampoco indispensable responder a ello utilizando toda la fuerza.
Pero el que vive recogido en la
profundidad ve igualmente las “cosas pequeñas” dentro de los grandes complejos;
es el único que puede apreciar de una manera justa su paso –medido según las
últimas reglas- y regular su comportamiento de manera adecuada” (Ser finito,
ser eterno, OC III, 1028-1029).
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