4. Recomienda S. Juan de Ávila: “hacer
todas las cosas con perfección, henchidos del fuego del amor de Dios”. Se
puede entender así la devoción en toda oración, bien personal, bien litúrgica,
bien comunitaria.
Hacer las cosas con perfección es vivir la oración lo mejor
posible y, si estamos orando vocalmente (oraciones, rosario, salmos) que “la
mente concuerde con nuestra voz” (S. Benito, Regula, cap. 19), estar
atentos a aquello que rezamos, saber lo que decimos. Jamás es oración recitar
apresurado y mecánico sin saber apenas ni lo que decimos: es saborear aquello que oramos.
“Henchidos del fuego del amor de Dios”: poner fuego en la oración, poner el corazón en lo que oramos,
rompiendo el hielo de nuestra indiferencia, de nuestras resistencias a la
acción de Dios. “Fuego del amor de Dios”, orar amando a Dios, saber y sentir
que estamos en presencia de Dios, que Él nos ama y nos está dando su amor y que
al rezar nosotros estamos amando a Dios. En el amor hay entrega: aquí está la
devoción, el corazón que arde en el amor de Dios, poner el corazón en lo que se
ora, en lo que se recita, en la oración, en la Misa en la que participo...
Celebrar y orar con devoción; participar en la liturgia con devoción,
en los sacramentos, leer el evangelio todos los días con devoción, el rosario
con devoción... Esto es, “hacer todas las cosas con perfección, henchidos del
fuego de amor de Dios”. Lejos, pues, la rutina, frialdad, distracción,
recitación mecánica, el cumplimiento.
5. Los maestros
espirituales señalan siempre la devoción
como virtud necesaria para la oración. Devoción es sensibilidad y gusto en el servicio de Dios, sea en la oración, sea
en la celebración litúrgica, sea en la liturgia de nuestra vida.
“No es otra cosa devoción –dice fray Luis de Granada- sino un refresco del cielo y un soplo y aliento del Espíritu Santo, el cual rompe por todas estas dificultades, sacude esta pesadumbre, cura este disgusto de nuestra voluntad, y pone sabor en lo desabrido, y así nos hace prontos y ligeros para todo lo bueno” (Ibíd.).
De
este modo la devoción alienta y pone fuego en la oración acrecentando las
virtudes y toda la vida cristiana. La devoción inflama el corazón en deseos de
amar a Dios, de servirle, de tratarle en la oración, de adorarle. Devoción y
unción para estar ante el Señor, “porque
el sitio que pisas es sagrado” (Ex 3).
Ahora bien, la devoción que es un poner el corazón en el fuego del
Amor de Dios, no significa que nuestra oración sea fértil y fecunda siempre, de
tal modo que siempre salgamos en paz, con consuelos del Señor, luces o mociones
del espíritu. A veces la oración es un desierto, donde se está pero, aunque el
Señor nos visite, no experimentamos nada, parece que salimos igual que entramos
y que hemos perdido el tiempo. Es la gran tentación del orante: medir la calidad de la oración por los consuelos
o gustos sensibles.
La sequedad, el llamado “silencio de Dios”, pone a prueba la fe y la
perseverancia. A la oración vamos a estar con Dios y Dios está con nosotros,
aunque no lo veamos, ni lo experimentemos, aunque tengamos sensación de vacío. Se
trata de poner el corazón por encima de los beneficios de la oración misma: “no
está el amor de Dios en tener gustos y ternura” (V 11,13) dice
Santa Teresa. Dios obra siempre en el alma aunque muchas veces no toque nuestra
sensibilidad y no lo notemos. Pero está ahí.
La perseverancia es virtud
fundamental: Dios se manifestará cuando sea conveniente y provechoso para el
alma. Muchos ratos de oración los tendremos que pasar en la oscuridad de la fe,
porque es ahí donde Dios forja el alma y ve la calidad de la fe del que ora.
San Juan de Ávila avisa que “si faltare ternura de devoción”, habrá que pensar
que “no se miden nuestros servicios sino por el amor” (Audi Filia, c. 26).
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