sábado, 22 de abril de 2023

El rostro glorioso del Señor



El rostro del Señor es un concepto metafórico, que se mueve dentro de la poesía, para expresar la presencia consoladora del Señor y su majestad; es un sinónimo del teologúmeno gloria de Yahvé.

Esta expresión solamente la podremos encontrar en las Escrituras dentro de un contexto de oración, de ahí que la hallemos preferentemente en los salmos. Vamos a analizar esta expresión agrupándola en los diversos campos de significación que puede tener.



 Designa el rostro del Señor la presencia del Dios que es cercano a su pueblo y que lleva a los hombres a una comunión con Él. El orante pide, pues, contemplar el rostro del Señor, es decir, experimentar su presencia entrando en comunión con Dios clemente y misericordioso, por eso clama: "oigo en mi corazón: 'buscad mi rostro'. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro" (Sal 26,8-9); comunión que produce gozo ("le llenas de alegría delante de tu rostro" Sal 20,7) y esperanza ("al despertar contemplaré tu rostro y me saciaré de tu semblante" Sal 16,15). 

Es lógico que el creyente esté constantemente a la búsqueda de esta comunión de vida con Yahvé, y que el pueblo que quiere ser fiel a la ley ore diciendo: "Ahora, Señor, te seguimos de corazón, te respetamos y buscamos tu rostro" (Dan 3,41).

 
Puede significar también una presencia salvadora de Dios, es decir, la gloria del Dios que actúa para liberar a su pueblo. "No apartes, Señor, tu rostro de mí, pues prefiero morir a pasar tanta aflicción" (Tb 3,6) es la oración del que sabe que apartado del rostro del Señor no puede vivir, porque él ha experimentado que el rostro de Yahvé es salvador: "no por su espada conquistaron la tierra, ni su brazo les dio la victoria, sino tu diestra y tu brazo y la luz de tu rostro porque tú los amabas" (Sal 43,4). Y sólo porque ha experimentado esto, el creyente hallará en el rostro del Señor su fuerza ("como agua tu corazón derrama ante el rostro del Señor, alza tus manos hacia él" Lm 2,19).

 Finalmente, el rostro del Señor designa su poder, su majestad, su potencia salvadora. El pueblo de Israel ora al Señor para que manifieste su poder y los salve del enemigo, del destierro, de las desgracias... Desde la queja más radical ("¿hasta cuándo me ocultarás tu rostro?" Sal 12,2) a la súplica ferviente y esperanzada ("Oh Dios, restáuranos, ¡que brille tu rostro y nos salve!" Sal 79,4), pasando por los sentimientos de justicia y venganza ("¡sean juzgados los gentiles delante de tu rostro" Sal 9,20), el pueblo elegido sabe en la fe que el Señor manifestará su poder, su gloria, que hará brillar sobre ellos la luz de su rostro (cfr. Sal 4,7).

Esta súplica ha sido escuchada en Cristo Jesús, que es el verdadero rostro del Señor; Él nos muestra al Padre ya que "el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado" (Jn 12,45), por eso no tenemos otro acceso más pleno a Dios que Jesucristo, el único Camino, porque conocer a Jesucristo es conocer al Padre (cfr. Jn 8,19b).

Cobra nuevo sentido (sensus plenior) el pasaje de Ex 33,18, donde Moisés pide ver la gloria del Señor y sólo puede ver la espalda, no el rostro del Señor, cuando Felipe le dice a Jesús: "'Señor, muéstranos al Padre'... El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,8.9). Jesús es la encarnación plena del rostro misericordioso del Señor.

Podemos comprender cómo en la Transfiguración para mostrar la gloria (divinidad, poder, santidad) de Jesús, se le "mudó el rostro" (Lc 9,29), reflejando la luz del Señor, manifestando (teofánicamente) quién es Jesús de Nazaret:

Cristo, nuestro Señor, manifestó su gloria a unos testigos predilectos, y les dio a conocer en su cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad[1].

    
Pablo da un paso decisivo, aplicando este concepto al cristiano. En efecto, nosotros también, por la configuración con Cristo, reflejamos en nuestro rostro la gloria de Dios al mundo entero: "todos nosotros, que con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor" (2Cor 3,18), porque tenemos en nuestro interior el don del Espíritu que reproduce en nosotros "la imagen de su Hijo" (Rm 8,29). 

El cristiano participa de la santidad de Dios por el Bautismo ya que este sacramento lo convierte en Templo vivo del Dios Altísimo. Así vamos manifestando la gloria del Señor.




    [1] P de la Fiesta de la Transfiguración del Señor, 6 de agosto.

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