Ni
mucho menos hay que entender la moral en los santos como la postura pelagiana,
completamente moralista, de un obrar autónomo, capaz por sí mismo, de
comprometerse, de hacer… de ser justo, solidario y ecológico (que es lo que se
lleva hoy). El modo pelagiano lo cifra todo en el esfuerzo personal, en el
compromiso, en tomar conciencia, en cambiar el mundo… uno solo, por sus propios
recursos. Si esto fuera así, los santos se habrían hecho a sí mismos con la
fuerza de su naturaleza, de su capacidad psicológica y espiritual, con sus
compromisos éticos.
En
los santos, el proceso es distinto. La ley de Dios la llevaron grabada en sus
corazones por el Espíritu Santo, y obraron el bien y la verdad conforme a esa
ley escrita y con el auxilio constante de la gracia. ¡La perspectiva es bien
distinta! Por eso su moralidad, que es interior, es más exigente aún, más
delicada para en nada ofender a Dios, evitando pecar.
Veamos,
de manera amplia, este aspecto de la santidad. La vida moral es seguir a Cristo
y ser y actuar como Cristo. Por eso los santos son buenos, hay bondad en ellos,
porque viven junto a Cristo, fuente de la bondad moral.
La
condición de todo creyente es seguir a Cristo; por ello seguir a Cristo es el
fundamento esencial de la moral cristiana. De esta forma, el camino hacia el
amor perfecto consiste en el seguimiento de Jesús, que es la santidad.
Por
otra parte, la ley moral constituye la ley propia del hombre. Cristo es el
criterio fundamental de la verdad, porque Él es la verdad. No olvidemos que
Cristo dijo esto en un momento central de su vida, en el corazón de la
realización del misterio pascual, trámite por el cual el Padre dará al hombre
su amor que es el Espíritu Santo. Cristo, siendo Señor de la Iglesia –y la
Iglesia ofreciendo esta verdad que es Cristo- permite al hombre adherirse a
esta verdad, en la cual se realiza la plenitud de la libertad, siendo ésta un
sí al amor de Dios. Así, la Iglesia es la instancia por excelencia de la
verdadera libertad. La moral es algo maravilloso que se descubre viendo a
Cristo, el hombre más perfecto, el hombre que seduce y atrae y genera un nuevo
estilo de vivir, de obrar. Es lo que experimentaron los santos.
La
moral cristiana no se entiende sin Jesucristo; seguir a Cristo es el fundamento
de la moral cristiana. Dice la encíclica Veritatis splendor: “Seguir a Cristo
no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más
profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a Él, que se hizo
servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz” (VS 21). Y sigue
diciendo: “La caridad, según las exigencias del radicalismo evangélico, puede llevar
al creyente al testimonio supremo del martirio. Siguiendo el ejemplo de Jesús
que muere en la cruz, escribe san Pablo a los cristianos de Éfeso: “sed, pues,
imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo nos amó
y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma” (VS 89). El
martirio (y la santidad diaria) se halla en el núcleo de toda fe cristológica.
A través del martirio o de la santidad escondida de cada día se da testimonio
de la verdad, ya sea en circunstancias ordinarias o extraordinarias. El
martirio constituye la base para una moral del máximum, de la entrega siempre
inédita.
Vistas
las cosas así, no es el esfuerzo titánico por cumplir los mil y un preceptos de
la Ley de los fariseos de ayer, o por conquistar unos “valores”, morales y
cívicos para unos o simplemente materiales para otros, de unos u otros fariseos
de hoy, lo que llena y cumple la vida, sino el único que ha podido decir con
verdad: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida”. Cumplir no es la palabra
clave de la moral, sino seguir. No basta cumplir. A la larga eso agota y seca
el corazón. Es preciso lo único necesario, encontrar esa mirada de Cristo que,
por el contrario, llena de plenitud y de gozo verdaderos. Lo encontraron los
santos, y su vida muestra la belleza de la verdadera moral cristiana.
Es
muy distinto a los cánones que ofrece una moral exterior, de cumplimiento y de
mínimos, una moral encorsetada de preceptos sin amor y sin verdad, midiendo
siempre hasta dónde llegar sin que sea pecado, o creyendo que el pecado es
simplemente límite humano, que podría o no ser pecado si otro lo dictaminase
(el espíritu del nominalismo).
Clamó
con fuerza contra esa falsa moral el poeta Charles Péguy:
“Las
personas honestas no se dejan mojar por la gracia. Es una cuestión de física
molecular y globular. Lo que se define moral es un estrato que hace que el
hombre sea impermeable a la gracia. De lo que se sigue que la gracia actúa en
los criminales más grandes y levanta a los pecadores más miserables. Porque
comienza penetrando en ellos, pudiendo penetrar en ellos. Y de esto se deduce
que los seres que más queremos se han cubierto por desgracia de moral, la
gracia no los puede erosionar, son impenetrables… Por eso nada es más contrario
a lo que se define (con un nombre algo vergonzoso) religión como lo que se
define moral. La moral recubre al hombre contra la gracia” (Péguy, Note
conjointe sur M. Descartes).
Vemos
así cómo la moral de los santos es otra, incluso más elevada y exigente, nacida
del seguimiento de Cristo, el encuentro con la verdad y la fuerza de la gracia,
que los conduce a vivir como Cristo, dándose sin límites, hasta la entrega
absoluta.
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