Sabiendo entonces reconocer qué es la ira, cómo brota y los males que acarrea, habremos de dominar en nosotros tal impulso ciego.
Por si no bastaran los argumentos que S. Basilio ha ido ofreciendo, acudamos al ejemplo mismo de nuestro Señor y de los santos: cómo dominaron la ira, aun cuando estaban siendo escarnecidos, maltratados, injuriados.
Pero la respuesta ante tantos ataques fue la humildad, la mansedumbre, y no la respuesta airada, ni la palabra hiriente ni el gesto ofensivo.
n.
7. Entonces, ¿de qué modo no ha de alcanzar la pasión lo que no debe? ¿Cómo? Si
aprendes la humildad que el Señor dispuso de palabra y demostró con sus obras,
bien cuando dijo: El que quiera ser el
primero entre vosotros, sea el último de todos, o bien cuando soporta
benigna y tranquilamente a quien lo hiere. El Creador y Señor del cielo y de la
tierra, el que es adorado por toda criatura racional y sensible, el que sostiene todo con su palabra poderosa,
no envió al impío vivo al infierno, abriendo bajo él la tierra, sino que le
advirtió y le enseñó: Si he hablado mal,
da testimonio de ello, pero si bien ¿por qué me hieres?. Ciertamente, si te
habitúas a ser el último de todos conforme al mandato del Señor, ¿cuándo te
enfadarás, como si ultrajasen tu dignidad? Cuando un niño pequeño te insulta,
sus insultos te causan risa, y cuando un demente te dice palabras injuriosas,
lo consideras más digno de piedad que de odio.
No
son las palabras las que suscitan los disgustos, sino la soberbia contra el que
nos insulta y la apreciación que cada uno tiene de sí mismo. De manera que, si
suprimes de tu mente estas dos cosas, las injurias serán un ruido hueco que
suena en vano. Cesa en tu ira y abandona
la cólera, para que evites experimentar la ira que se revela desde el cielo sobre toda la impiedad e injusticia de los
hombres. Si pudieras arrancar la amarga raíz de la cólera con prudente
razonamiento, extirparías con ese comienzo muchos males, pues también son
brotes de ese vicio la falsedad, la sospecha, la desconfianza, la malicia, la
traición, el cinismo y todo el enjambre de males parecidos.
Por
consiguiente, no nos atraigamos un mal tan grande: enfermedad del alma,
oscuridad de la razón, alejamiento de Dios, desconocimiento de la amistad,
causa de guerra, colmo de calamidades, malvado demonio engendrado en nuestras
propias almas y que, como desvergonzado huésped, se apodera de nuestro interior
y cierra el paso al Espíritu Santo, pues, dondequiera que las enemistades,
riñas, enfados, intrigas y contiendas produzcan ruidosas confusiones en el
alma, allí no descansa el Espíritu de mansedumbre.
Obedeciendo
el consejo de san Pablo, apartemos de
nosotros toda ira, cólera, gritos y cualquier mal, y seamos amables y
entrañables unos con otros, aguardando la feliz esperanza prometida a los
mansos: Dichosos los mansos porque ellos
heredarán la tierra, en Cristo Jesús, nuestro Señor, para quien es la
gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén".
(S. Basilio, Contra los iracundos, n. 7).
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