La reflexión de la Iglesia nunca dejó de
profundizar en el ser y en la misión de Jesucristo porque se jugaba ahí la
verdad, el sentido y el alcance de la propia redención. Los primeros concilios
–Nicea, Éfeso, Calcedonia, los de Constantinopla- fueron fijando con precisión
el contenido de la fe mediante la formulación de los dogmas, para señalar la
verdad sobre Cristo rechazando los errores. Lo definido en estos Concilios queda
reflejado en el Credo: “Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los
siglos... engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre...”. Sin
embargo, siguen dándose formas erróneas, reducciones cristológicas que se
extienden mucho pero no responden a la fe de la Iglesia; algunas de estas
reducciones han alcanzado gran difusión y han perturbado la fe sencilla de los
católicos.
a) Cristo sólo en
el pasado
Para algunos, Jesucristo es un personaje del pasado, de
una historia que aconteció y que rememoramos una y otra vez, hacemos memoria de
él, pero al igual que nos podemos acordar y acercar a cualquier personaje de la
historia. Lo miramos lejano, consideramos la santa Misa como un ejercicio de
memoria colectiva, y se olvida su santa resurrección, es decir, que realmente
está vivo y glorioso, que no es simple memoria la Misa, sino presencia real del
Señor, que de nuevo se hace presente, amable, cercano y salvador.
Nos hemos
fijado sólo en su vida terrena, en su dolor y pasión, vinculando la fe a la
devoción a una imagen concreta de Cristo, sin vivir una plena relación personal
de comunión y amistad con Jesucristo glorioso. Es significativo y triste, la
ausencia de una espiritualidad pascual y el modo irrelevante de vivir los
cincuenta días de Pascua, incluso la poca asistencia y participación en la
liturgia anual más solemne, la santa Vigilia pascual. Para muchos, que Cristo
haya resucitado no les significa nada, incluso les daría igual. Muchos
católicos piensan y viven como si Cristo hubiese quedado para siempre
enterrado; todo terminado en el Sábado Santo. La relación con Dios es difusa,
piensan y hablan de un Ser superior, Alguien más allá, pero no lo experimentan
como Padre de nuestro señor Jesucristo.
Ésta es la primera reducción
cristológica: Jesús un personaje del pasado que hoy no está ya vivo entre
nosotros. Ya no sabemos quién es.
b) Negación de la
divinidad
Una segunda reducción cristológica: Jesús no es Dios.
Cuesta reconocer y confesar la divinidad de Jesucristo cuando lo vemos hombre
igual que nosotros; nos cuesta como le costó a Tomás el Apóstol hasta llegar a
su confesión de fe: “Señor mío y Dios mío”. Jesucristo tiene que ver con
nosotros, y es importante para la existencia, sólo si es Dios y hombre.
“Donde sólo permanece el hombre, tampoco el hombre permanece. Lo que hace a Jesús relevante e insustituible para todos los tiempos es precisamente que era y es el Hijo, que en él Dios se hizo hombre. Dios no expulsa al hombre, sino que sólo él lo hace precioso e infinitamente relevante. Quitar de en medio a Dios no significa descubrir al hombre Jesús, sino disolver a éste por ideales de escasa consistencia que uno se ha creado. ¿Quién era Jesús?... No hay variación que pueda hacer vieja o irrelevante esta pregunta. Y sólo si Jesús era Dios, si en él Dios se hizo hombre, sólo entonces pasó realmente algo en él; sólo entonces se refutó la frase melancólicamente escéptica del predicador: nada nuevo bajo el sol. Sólo entonces se ha verificado algo nuevo: sólo si acepta que Jesús es el Hijo de Dios, ha habido historia. Ese ser constituye precisamente el asombroso acontecimiento del que todo depende” (Ratzinger, El Dios de Jesucristo, Salamanca 1980 (2ª), p. 82).
Influidos
por la teología protestante liberal de principios del siglo XX y por el
modernismo católico que rehuye todo lo que sea “sobrenatural” para reducirse a
un naturalismo que todo lo explica mediante categorías racionalistas (“si la
razón no lo puede explicar, es que es mentira, un mito”), hoy preferimos hablar
de Jesús sólo como hombre; se oculta o se niega su divinidad. Se le presenta
como un modelo, un ejemplo sublime y único, casi un mito, que sólo nos ofrece
un “mensaje”, nos llama a un “compromiso” con los pobres y marginados. Es la
entrada del moralismo, la ausencia de la gracia y de la redención y que si no
es Dios y hombre al mismo tiempo, no existe salvación para la humanidad. La
misma muerte en cruz pierde el carácter de sacrificio y expiación y se
convierte en mera expresión de solidaridad con los marginados.
“En la segunda mitad de nuestro siglo han confluido en estas reflexiones ideas de origen marxista: Cristo aparece entonces como un revolucionario del amor, que se opone al poder esclavizador de las instituciones y muere luchando contra ellas (particularmente contra el sacerdocio). Se convierte en abanderado en la lucha de liberación de los pobres para la edificación del “reino”, es decir de la nueva sociedad de hombres libres e iguales” (RATZINGER, J., La Iglesia, Madrid 1992, p. 67).
La fe
en Cristo deja de ser necesaria: el hombre aprende de ese hombre Jesús a ser
bueno con los demás –el buenismo-, solidario y comprometido; es bueno por naturaleza
como afirma el nuevo pelagianismo y se “salva” sólo actuando como buena persona,
se salva y justifica por sus propias obras: es inútil la redención y superflua
la gracia de Dios. El cristianismo ha perdido entonces su originalidad, su
belleza y su fuerza de salvación: se ha transformado en moralismo y en
ideología, en organización caritativa y social sin referencia a Cristo, en una
filosofía más, sin pretensión ni universal ni salvífica.
“Quien ve a Jesús sólo como un
adelantado de una religiosidad más libre, de una moral más elevada o de
estructuras políticas mejores, debe reducir forzosamente el seguimiento a la
aceptación de determinadas ideas programáticas. De este modo se termina por
atribuirle a Jesús las líneas de un programa que luego cada uno desarrolla por
su cuenta y cuya aplicación puede prestarse a ser considerada como un adherirse
a Jesús. Un tal seguimiento basado en el acuerdo de un programa es igualmente
arbitrario y estrecho, porque las circunstancias de antes son demasiado
diferentes de las actuales. Lo que no cree poder tomar así de Jesús no pasa de
unas cuentas buenas intenciones” (Ratzinger, Jesucristo hoy, en Id., todo lo
que el Cardenal Ratzinger dijo en España, Madrid 2005, p. 27).
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