Uno de los siete pecados capitales, y suele ser habitual caer en él, es la ira, con explosiones de cólera. Es un pecado muy irracional, pues nubla la mente y se deja llevar por la pasión.
En
efecto, a los que anhelan la venganza les hierve la sangre en derredor del
corazón, como excitada e inflamada por la fuerza del fuego. Cuando sale al
exterior, muestra al colérico en una forma distinta a la acostumbrada y
conocida por todos, mudada como una máscara teatral. Se desconoce su mirada
propia y habitual, y su expresión extraviada despide fuego; afila sus dientes
como los jabalíes cuando embisten; su rostro se encuentra lívido y enrojecido;
la masa de su cuerpo se hincha; sus venas estallan, se altera su espíritu por
la tempestad interior; su voz es áspera y tensa, y sus palabras inconexas y
proferidas al azar, pronunciadas sin lógica, sin orden, sin acierto. Cuando se
encienden hasta el colmo de su exasperación, lo mismo que una llama con
abundancia de combustible, entonces se ven espectáculos que ni con palabras se
pueden contar, ni en realidad se pueden soportar.
Levanta
las manos contra el amigo, y golpea todas las partes de su cuerpo, le da
despiadadamente
puntapiés en las partes más delicadas y en su locura se
convierte todo él en un arma. Y, si de parte del opositor se encuentra con el
mismo mal que le hace frente, otra cólera y locura semejante, entonces
atacándose el uno al otro, hacen y padecen mutuamente cuanto es lógico que
padezcan los que se enfrentan con semejante espíritu. Los que han peleado
portan como premios de la ira la mutilación de sus miembros y, muchas veces,
incluso la muerte. Uno comienza llegando indebidamente a las manos, el otro se
defiende, devuelve y no cede. Su cuerpo es lastimado por las heridas, pero la
cólera lo hace insensible al dolor, pues no tienen tiempo de percibir el daño
sufrido, ya que toda su mente está puesta en vengarse del ofensor".
(S. Basilio Magno, Contra los iracundos, n. 2).
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