“Cuando vine a vosotros
no fui con el prestigio de la palabra... no quise saber entre vosotros cosa
alguna sino a Jesucristo y éste, crucificado” (1Co 2,1-2).
“No tengáis
miedo de aceptar este resto: ¡ser mujeres y hombres santos! No olvidéis que los
frutos del apostolado dependen de la profundidad de la vida espiritual, de la
intensidad de la oración, de una formación constante y de una adhesión sincera
a las directrices de la
Iglesia. A vosotros repito hoy... que si sois lo que debéis
ser –es decir, si vivís el cristianismo sin componendas- podéis incendiar el
mundo” (JUAN PABLO II, Homilía con ocasión del Congreso
Mundial del laicado, 26-noviembre-2000).
“La invitación de Cristo nos estimula a remar mar
adentro, a cultivar sueños ambiciosos de santidad personal y fecundidad
apostólica. El apostolado siempre es el desbordamiento de la vida interior” (JUAN
PABLO II, Discurso a un Congreso del Opus Dei sobre la Novo Millennio ineunte,
17-marzo-2001).
“Id también vosotros a mi viña”. Es una
llamada y una invitación. Nadie se queda entonces excluido. Todos por el
Bautismo estamos llamados a trabajar en la viña del Señor que es la Iglesia. “Id también vosotros a mi viña”. El Señor llama y sigue llamando.
Salió por la
mañana, al amanecer, luego a media mañana, más tarde al mediodía, finalmente al
atardecer. En distintas horas, en distintos momentos de la vida, puede el Señor
estar llamando para incorporarnos a ese trabajo de la viña. A unos los llama en
la niñez y pueden ser momentos providenciales la educación cristiana recibida
en la familia, o el momento de la catequesis para la primera comunión, o la educación escolar en un colegio verdaderamente católico. A otros
los llama a media mañana, en la juventud, cuando se ve que la vida no responde
a tanta expectativa como uno se plantea y que la respuesta está en Cristo, o
puede ser el testimonio de otra persona, de otro joven, o unas catequesis, o un
momento fuerte de la vida parroquial. A otros, y son muchos, los llama al
mediodía, en la madurez de la vida, personas que han dejado la Iglesia hace tiempo y que
cuando pasan los años vuelven, por mayor experiencia y conscientes de su propia
limitación; con mayor camino recorrido, pero también sintiendo lo poco que
somos. Finalmente el Señor llama al atardecer, personas ya en la ancianidad,
que descubren al Señor, humanamente tarde, pero para el Señor no es tarde y son
invitados a participar de ese trabajo en la viña del Señor. Nadie queda
excluido. En cualquier momento de la vida puede el Señor llamar.
Igualmente
llama el Señor a trabajar en la viña en los distintos estados de vida
cristiana. Llama en el sacerdocio, llaman en la vida consagrada, sea en el
monasterio, en el hospital, en la escuela, en el asilo o en unas misiones. Llama
el Señor a los matrimonios a trabajar en la Iglesia. Llama al
Señor a todos los fieles laicos. Todos por la dignidad del Bautismo estáis
llamados a trabajar por la
Iglesia, por la venida del Reino de Dios, cada cual según su
edad, su estado de vida y sus posibilidades, pero nadie está excluido, todos
están incluidos por el bautismo.
Aquí
se plantearía la reflexión seria, radical, profunda, sincera, de plantearse en
el corazón: ¿qué estás haciendo por la Iglesia? ¿Qué estás trabajando tú por el Reino de
Dios? ¿Cuál es tu aportación? Es evidente que no basta, ni mucho menos, venir a
Misa un domingo, llegar tarde por costumbre o estar charlando o entretenido
durante la Misa:
eso es comer indignamente el Cuerpo y la Sangre del Señor, porque toman las cosas del Señor sin interés. Eso no es
suficiente.
Fijémonos
en los matrimonios. Éstos, por el sacramento recibido, son un signo del amor de
Cristo por la Iglesia.
Cada hogar, cada familia, ha de ser una pequeña Iglesia
doméstica, donde se vive según el Evangelio, donde los miembros de la familia,
comenzando por el mismo matrimonio, se traten según el Evangelio, con
educación, con delicadeza, con cariño, con respeto; donde el otro sea más importante
que uno mismo, y los hijos, que nacen fruto del amor y la entrega mutua,
aprenderán a vivir el evangelio con el testimonio de un matrimonio cristiano
que viven según su vocación matrimonial. En la familia se edifica la Iglesia y se construye el
Reino de Dios. Es necesaria la valentía
y la audacia para vivir y confesar la fe católica siendo una familia católica.
Es en la familia donde se educa en la fe a los hijos.
Todo el mundo bautiza a
sus hijos, pero no extraen las consecuencias del compromiso de educar en la fe
que realizan en el rito bautismal: es algo muy serio. Si se bautiza a un hijo,
es para educarlo y acompañarlo en la fe, enseñándoles desde pequeño quién es
Dios, quién es Cristo, quién es la Virgen. Enseñarles
a rezar rezando con ellos, trayéndolos a la Iglesia, enseñándoles cuando van creciendo a
vivir como cristianos, viendo el testimonio de sus padres. “Id también vosotros a mi viña”. Los abuelos tienen un papel
importantísimo, pues son los que pasan mucho tiempo con los niños mientras los
padres trabajan. Los abuelos edifican la Iglesia transmitiendo la fe a sus nietos. “Id también vosotros a mi viña”.
Consideremos
también la misión y vocación de los enfermos. Están llamados en el atardecer a
colaborar con la Iglesia,
ofreciendo sus dolores, su incapacidad, su limitación, su soledad o su
ancianidad, pidiendo por las vocaciones, o por la parroquia, o por las
misiones. Forma parte de su tarea y es una vocación de ofrenda, intercesión y
reparación, viviendo en oración, sabiendo que el Señor fortalece la enfermedad,
y sintiéndose miembros de la
Iglesia darán testimonio profundo de su fe y vocación a quien
se acerque a consolarlo, que quedará edificado.
Todos
estamos llamados a trabajar en la viña del Señor. El premio, el salario, tanto para
el que trabaja desde el amanecer como para el que se incorpora al final de la
jornada, es el mismo, el denario de la vida eterna, a la que estamos llamados.
Lo importante, según la segunda lectura, es “que
llevéis una vida digna conforme al Evangelio de Jesucristo”, o lo que es lo
mismo, ser santos; ser santos para trabajar en la Iglesia, para trabajar en
la viña del Señor, para construir el Reino de Dios.
Cuando conocemos la vida de los santos, descubrimos en ellos anhelos de apostolado, que siempre vivieron cada cual según sus circunstancias y su propia vocación: jamás estuvieron parados, inertes, pasivos; siempre fueron apóstoles audaces, aprovechando el momento presente de su vida, las circunstancias en las que el Señor los situó.
Imitemos el apostolado de los santos y ejerzamos un apostolado santo.
Nos ha enseñado la Iglesia que el sufrimiento es un momento muy especial para el apostolado gracias a la oración y al ofrecimiento del dolor
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