Sólo
el espíritu maligno puede proferir amenazas y agravios a la Iglesia; su boca
perversa insulta y denosta a la Iglesia constantemente, con ferocidad, movido
por la rabia de ver que no puede aniquilarla, por mucho daño que le haga. Con
tal odio a la Iglesia, se hace incapaz de ver lo bueno y hermoso de la Iglesia,
le es contrario, y sólo puede atacar los pecados de los hijos de la Iglesia,
que exagera y hace bien visibles. Pero esto es acción del diablo en su batalla.
Ni
mucho menos los santos actúan así, ni recelan de la Iglesia, ni la atacan, ni
la ridiculizan, ni hablan mal de ella desconfiando de todo lo que la Iglesia
hace o dice. El amor a la Iglesia es nota común de los santos, un amor que
siempre crece al descubrir nuevas realidades de Iglesia, al palpar su vida
evangelizadora, al percibir la belleza de su misterio y las almas, ocultas y
sencillas, que viven santificándose. ¡Cuántos hoy, dándoselas de profetas y
hombres libres, pseudo-teólogos, no hacen sino atacar a la Iglesia! Ponen así
en evidencia qué espíritu los mueve y cuán lejos están de la santidad aunque
ellos se crean profetas de vanguardia.
La
Iglesia es santa. ¡Qué realidad tan consoladora! La Iglesia es santa por su
naturaleza, y en ella, sus hijos están llamados a plasmar esa santidad en sus
vidas.
“Bellísima
expresión porque es como resumen de las cuatro causas esenciales de las que la
Iglesia toma su vida trascendente: por la causa eficiente la Iglesia es
apostólica; por la causa formal la Iglesia se define una; por la causa material
es católica, y por la causa final debemos llamar santa a la Iglesia.
Esto,
conceptualmente, está bien. Pero cuando se habla, como lo hacemos hoy con
vosotros, de santidad de la Iglesia, surge en muchos espíritus reflexivos una
objeción desconcertante, y es ésta: ¿No es exagerado reconocer de hecho la
santidad de la Iglesia cuando muchos, más aún, cuando todos sus miembros que
viven en el tiempo, en la tierra, se llaman, o mejor aún, se deben llamar
pecadores?, ¿y cuando la santidad de los rarísimos fieles declarados “santos”
por la Iglesia, están ya fuera de este mundo, están en el paraíso, han hecho
milagros, y su canonización, es decir, el reconocimiento oficial de su
santidad, exige un examen, una comprobación tan difícil y larga por parte de
las autoridades competentes de la misma Iglesia?
La
objeción comporta muchas, pero fáciles respuestas. Y la primera es ésta. Llamar
santa a la Iglesia quiere decir, ante todo, que tiene una relación esencial con
Cristo mediador entre Dios y los hombres y causa meritoria de su salvación; y
esta mediación está, como ministerio, en las manos de la Iglesia, que es santa
porque es santificante, no por virtud propia, mas en virtud de la fe y de la
gracia, de las que ella es dispensadora y maestra.
En
segundo lugar, debemos llamar santa a la Iglesia porque todos sus miembros han
sido santificados por el bautismo y luego por los demás sacramentos y, más
todavía, por el Espíritu Santo que es como la respiración divina que ella, la
Iglesia, ofrece continuamente a sus hijos, instruyéndolos en la fe y
exhortándolos a una conducta conforme a la ley divina y natural, es decir, a
esa justicia que, prescindiendo de los signos prodigiosos y carismáticos
donados a algunos fieles, debe marcar y calificar la vida de cada uno de los
cristianos a quienes en el lenguaje primitivo de la Iglesia se les llamaba
santos.
Y,
en fin, reconoceremos con entusiasmo este título extraordinario de santa a la
Iglesia porque, más que referirse a cada uno de sus miembros, caracteriza su
función en el tiempo, que es la de santificar, y establece la meta hacia la que
está dirigida la fatigosa peregrinación en el tiempo, meta que es precisamente
la santidad de los fieles, admitidos por la misericordia divina a su santísima
posesión final.
Y
recordemos que cada uno de nosotros está llamado a esa honradez de vida, a esa
religiosidad de espíritu que se puede llamar santidad de vida y que, en
resumidas cuentas, como nos enseña la teología de Santo Tomás, reclama de
nosotros pureza de costumbres y firmeza de voluntad” (Pablo VI, Audiencia
general, 17-agosto-1977).
Los
santos, en sus vidas, atisbaron bien el misterio de la Iglesia. Captaron el
tesoro de santidad que albergaba la Iglesia y la amaron, la amaron tiernamente
y con la entrega de su propia vida. Y aunque sabían de las debilidades y
pecados de los hijos de la Iglesia, y ellos mismos experimentaban esa fragilidad,
amaron no obstante a la Iglesia, y su forma de amar se tradujo en una
convencimiento: ser santo para bien de la Iglesia, ser santo para no provocar
mancha ni arruga en la Esposa de Cristo, ser santo para no desgarrar con más
pecados la túnica inconsútil de Cristo, su Iglesia. Porque la amaron, quisieron
ser santos. Porque la amaron, trabajaron por la Iglesia. Porque la amaron,
fueron obedientes y se dejaron modelar por la Iglesia.
¡Qué
distinto del falso profeta, del teólogo moderno de vanguardia, lleno de
resentimiento y crítica a la Iglesia! ¡Qué distinto de aquellos que miran a la
Iglesia y la valoran con los ojos de la carne, con la mentalidad del mundo! Los
santos, está claro, actúan de otro modo.
Sí padre, qué triste oìr de boca del Papa que la Iglesia es santa y pecadora...
ResponderEliminarCuando en una entradica como esta queda claro que la Iglesia sñolo es Santa.
Abrazos fraternos.