La vida contemplativa en la Iglesia merece un lugar de honor y el reconocimiento afectuoso del pueblo cristiano. Y es que su función, invisible, riega la tierra de Dios con fuentes de agua viva. Desde la clausura del monasterio, alientan la vida de la Iglesia.
Es un vivir expropiados, saliendo de sí para salir al encuentro de
Cristo, viviendo del amor de la
Iglesia, siendo fragancia que todo lo envuelve, todo lo
penetra, llenando la casa de Dios del buen olor de Cristo. El nivel de
exigencia, lo que la Iglesia
espera, es mucho y elevado, pero, siendo fieles a la gracia de Dios, es posible
realizarlo:
Los institutos que se ordenan
íntegramente a la contemplación, de suerte que sus miembros vacan sólo a Dios
en soledad y silencio, en asidua oración y generosa penitencia, mantienen
siempre un puesto eminente en el Cuerpo místico de Cristo, en el que no todos
los miembros desempeñan la misma función, por mucho que urja la necesidad del
apostolado activo. Ofrecen, en efecto, a Dios un eximio sacrificio de alabanza,
ilustran al pueblo de Dios con ubérrimos frutos de santidad, lo mueven con su
ejemplo y lo dilatan con misteriosa
fecundidad apostólica (PC 7).
Señala Von Balthasar, a cuya
teología constantemente acudimos como a una fuente saludable, algunas claves de esta vida escondida:
“exclusividad del estado en Dios y apertura al mundo son, como la madre [Virgen María] pone de manifiesto, conceptos complementarios. Ora esa apertura se presente como un envío visible como el de los apóstoles o de los miembros de órdenes religiosas activas, ora se presente en la inundación invisiblemente eficaz de la contemplación, la ley sigue siendo la misma en ambos casos. A veces, como en el caso de Santa Teresita del Niño Jesús, la interior fuerza de irradiación de la contemplación puede llegar a hacerse visible en el mundo, hasta el punto que ella fue proclamada patrona de las misiones; pero, en la mayoría de los casos, esa fuerza permanece oculta o, a lo sumo, los creyentes llegan a intuirla sólo en pequeñas dosis. La unidad en el envío de la madre entre este estar exclusivo en Dios y fertilidad de ese estar para el mundo es para toda la Iglesia garantía de que una fertilidad del apostolado interior y externo nunca se debe buscar en una “aproximación al espíritu de este mundo” (Rm 12,2) sino tan sólo en el radicalismo del estar en Dios. Todos los métodos de maniatar al mundo a fin de ganarlo para Cristo permanecen subordinados a este primer principio”[1].
¡Qué claro lo tenía Santa Teresa
para sus conventos! ¡Abarcaba el mundo entero, preocupada y palpitando su
corazón por el bien de la
Iglesia, por la fecundidad de la vida de la Iglesia! Unos pocos textos
de esta insigne Doctora de la
Iglesia servirán para comprender su eclesialidad:
Tras la visita de un
fraile franciscano, misionero en la recién descubierta América, Teresa de Jesús
descubre la universalidad de su oración y el beneficio pleno de la ofrenda de
su vida -y de sus monjas-, descubre lo específico de un apostolado
contemplativo, el carisma y la misión de la vida en clausura que abarca a todo
el mundo, a toda la Iglesia,
a todas las almas: “eran los deseos grandes de ser parte para que algún alma se
llegase más a Dios”[5].
Su interés como educadora y maestra de sus monjas queda ya marcado como carisma
para sus hijas: “siempre procuraba con las hermanas... se aficionasen al bien
de las almas”[6].
Todo esto, tan teresiano, es extensible a toda vida contemplativa, a todo monasterio y convento en la ciudad secular. Viven apostólicamente porque se han expropiado de sí y se han dado por completo al Señor por la Iglesia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario