Huir de la envidia es el mejor método para no caer en ella, y, por tanto, llenarnos de una caridad sobrenatural, cuya fuente es Dios.
La envidia debe corregirse con la caridad y también con el discernimiento, el pensamiento frío, que valora lo de los demás y se alegra, sabiendo también reconocer lo propio y estar agradecido por los bienes que uno ya posee.
Desaparecerá la envidia si en vez de anhelar y desear los bienes pasajeros y mundanos que vemos en los demás, elevamos la mirada y solamente deseamos los bienes eternos, los que de verdad valen, porque todo lo demás es absolutamente efímero: dinero, gloria, fama, poder... ¡Cuántos lo tenían todo y han caído después! ¿Vamos a envidiar algo tan mudable, que pasa tan pronto?
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5 ¡Huyamos de tan intolerable mal! Es enseñanza de la serpiente, invención del
demonio, siembra del enemigo, garantía de castigo, obstáculo de piedad, camino
del infierno y privación del Reino. En efecto, los envidiosos son reconocidos
claramente por su propio rostro. Tienen los ojos secos y lánguidos, el rostro
sombrío, el ceño fruncido, su alma turbada por la pasión, puesto que no tiene
un juicio acertado de la verdad de las cosas. Para ellos no hay acción que daba
ser alabada por su virtud; ni la elocuencia, aunque esté adornada con
solemnidad y gracia, ni ninguna otra cosa de las que se alaban y admiran…
Son
terribles en hacer menos con sus desprecios lo que debe ser alabado, y en
denigrar la virtud a partir del vicio próximo a ella. Llaman osado al valiente
e insensible al prudente, cruel al justo, malicioso al sabio, y al magnánimo le
tachan de vulgar y al liberal de derrochador; al frugal, por el contrario, de
tacaño. En resumen, cualquier virtud tiene para ellos cambiado su nombre en el
del vicio opuesto…
¿Entonces?
¿Cómo podremos no padecer la enfermedad desde un principio, o cómo podremos
escapar de ella una vez contraída? Primero, si no tenemos por grande ni por
extraordinaria ninguna cosa humana: ni la abundancia de recursos, ni la gloria
pasajera, ni el vigor del cuerpo, puesto que no limitamos nuestro bien a las
cosas pasajeras, sino que estamos llamados a participar de los bienes eternos y
verdaderos. De modo que de ninguna manera ha de ser envidiable el rico por su
riqueza, ni el gobernante por el esplendor de su dignidad, ni el fuerte por el
vigor de su cuerpo, ni el sabio por su facilidad de palabra…
En resumen, si elevas
tu pensamiento sobre las cosas humanas y miras hacia lo verdaderamente noble y
loable, estarás lejos de considerar envidiables y deseables las cosas
perecederas y terrenas. Al que es así y no se impresiona por los honores
mundanos, difícilmente le sobrevendrá la envidia; pero si anhelas la gloria de
cualquier manera y pretendes sobresalir entre todos y por ello no soportas
estar en segundo plano (pues también esto es ocasión de envidia), cambia tu
ambición, como un torrente, hacia la adquisición de la virtud.
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