“Todo lo que es noble, justo, puro, amable,
laudable, todo lo que es virtud o mérito tenedlo en cuenta” (Flp 4,8).
“Hasta que lleguemos... al hombre
perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud” (Ef 4,13).
“[Los
santos] son modelos de la humanidad renovada por el amor divino... Los santos
nos muestran el camino del Reino de los cielos, la senda del evangelio acogida
de forma radical, mientras sostienen al mismo tiempo nuestra serena certeza de
que toda realidad cristiana halla en Cristo su perfección y de que, gracias a
Él, el universo quedará entregado a Dios Padre plenamente renovado y
reconciliado en el amor” (JUAN
PABLO II, Homilía en la canonización de varios beatos, 21-11-1999).
“El
verdadero progreso tiende hacia Cristo, hacia aquella plena unión con Él, la
santidad, que es también perfección humana” (JUAN PABLO II, Discurso al Congreso Internacional
UNIV’2000, 17-abril-2000).
“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”
Esta
es la pregunta que todo hombre debe responder al mismo Cristo. ¿Quién es Cristo
para cada uno de nosotros, o acaso, solamente, conocemos a Cristo, de oídas, de
lejos, por lo que nos han contado, pero no hemos querido tener trato con Él?
¿Hemos omitido nuestra experiencia personal del propio Cristo, sustrayéndonos a su influjo, para quedarnos con algo memorizado pero integrado ni experimentado?
“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”
En
la respuesta a esa pregunta va el sentido y la orientación de nuestra vida, no
sólo de la vida cristiana, sino de toda vida humana. Hemos sido creados por el
Señor para el Señor, creados por Amor; y creados por Dios en la persona de
Cristo para ser imagen de Cristo, o, lo que es lo mismo, para vivir en
santidad. La plenitud, el culmen, la perfección, de toda vida humana es la Persona de Jesucristo.
No
es que seamos primero personas, donde vamos según nuestros criterios, o
haciendo las cosas desde el punto de vista ético solamente, “ser buenas
personas” y eso sería suficiente, y ser cristiano como un añadido, primero ser
persona, luego ser cristiano, que consistirá según ese planteamiento, en
realizar tres prácticas de piedad y poco más, sino que la verdadera personalidad
desarrollada es la persona del cristiano que responde a Cristo: “Tú eres el Hijo de Dios”; la verdadera
persona es quien se deja llenar por ese amor de Cristo y le entrega su vida.
No
es un añadido el ser cristiano, es la revelación plena, porque Cristo “revela
el hombre al hombre”, dice el Concilio Vaticano II (GS 22; Redemptor hominis, 10).
Así los santos, que son nuestros hermanos, los mejores hijos de la Iglesia, son los mejores
frutos de la humanidad, por su entrega a Dios y por su entrega a los demás, por
su mística de unión con Cristo.
Los santos son personajes, tipos humanos que
diría la psicología, plenamente desarrollados. Por tanto, mirar a un santo, no es encontrar
a alguien que fue buena persona primero y que luego lo cubrió con un barniz
cristiano, y que daba igual si ese barniz era cristiano de otra religión.
Nos
encontramos a un hombre que se ha desarrollado como hombre en plenitud,
precisamente por ser cristiano. “Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?”
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