7. La oración predilecta y más
amada, entregada por Cristo, es el Padrenuestro. Es el “compendio de todo el
evangelio” (Tertuliano, De orat., 6). Toda oración para ser cristiana deberá
concordar con el Padrenuestro porque sólo así se orará en el Espíritu, como
conviene:
“Porque todas las demás palabras que podamos decir, bien sea antes de
la oración, para excitar nuestro amor y para adquirir conciencia clara de lo
que vamos a pedir, bien sea en la misma oración, para acrecentar su intensidad,
no dicen otra cosa que lo que ya se contiene en la oración dominical, si
hacemos la oración de modo conveniente. Y quien en la oración dice algo que no
puede referirse a esta oración evangélica, si no ora ilícitamente, por lo menos
hay que decir que ora de una manera carnal. Aunque no sé hasta qué punto puede
llamarse lícita una tal oración, pues a los renacidos en el Espíritu solamente
les conviene orar con una oración espiritual” (S. Agustín, Ep. a Proba, 130,12,22).
Con la oración
dominical, confesamos admirados que Dios, por el bautismo, nos ha hecho hijos
suyos, dándonos el espíritu de adopción y pudiendo llamar a Dios Padre y
compartir la heredad del Hijo único y amado:
“Sólo en Cristo, en efecto, podemos dialogar con Dios Padre como hijos,
de lo contrario no es posible, pero en comunión con el Hijo podemos incluso
decir nosotros como dijo él: ‘Abbá’, padre, papá. En comunión con Cristo
podemos conocer a Dios como verdadero Padre. Por esto, la oración cristiana
consiste en mirar constantemente y de manera siempre nueva a Cristo, hablar con
él, estar en silencio con él, escucharlo, obrar y sufrir con él. El cristiano
redescubre su verdadera identidad en Cristo, ‘primogénito de toda criatura’, en
quien residen todas las cosas. Al identificarme con él, al ser una sola cosa
con él, redescubro mi identidad personal, la de hijo auténtico que mira a Dios
como un Padre lleno de amor” (Benedicto XVI, Audiencia general,
3-octubre-2012).
Es importante,
o sugerente, entender que en la oración, especialmente la oración litúrgica,
aunque sea personal, ni es privada ni está aislada de los demás; es
profundamente personal e interiorizada pero supera el “propio yo” para entrar
en un “yo” más grande: ¡la
Iglesia!, “el nosotros”. Así también somos educados para orar
eclesialmente y alcanzar un alma eclesial. Las catequéticas palabras del
siempre claro y luminoso Benedicto XVI ahondan en este aspecto:
“Mirando el modelo que nos enseñó Jesús, el Padrenuestro, vemos que la
primera palabra es ‘Padre’ y la segunda es ‘nuestro’. La respuesta, por lo
tanto, es clara: aprendo a rezar, alimento mi oración, dirigiéndome a Dios como
Padre y orando con otros, orando con la Iglesia, aceptando el don de sus palabras, que
poco a poco llegan a ser para mí familiares y ricas de sentido. El diálogo que
Dios establece en la oración con cada uno de nosotros, y nosotros con él,
incluye siempre un ‘con’; no se puede rezar a Dios de modo individualista. En
la oración litúrgica, sobre todo en la Eucaristía, y -formados por la liturgia- en toda
oración, no hablamos solo como personas individuales, sino que entramos en el
‘nosotros’ de la Iglesia
que ora. Debemos transformar nuestro ‘yo’ entrando en este ‘nosotros’”
(Benedicto XVI, Audiencia general, 3-octubre-2012).
Es la oración
de la unidad y la concordia, que nunca se reza en singular aunque uno esté
solo, sino siempre en plural, como miembro de la Iglesia y en nombre de
todos. Son las conocidas palabras de S. Cipriano las que destacan claramente
este punto:
“Ante todo, el Doctor de la paz y Maestro de la unidad no quiso que
hiciéramos una oración individual y privada, de modo que cada cual rogara sólo
por sí mismo. No decimos: «Padre mío, que estás en los cielos», ni: «El pan mío
dámelo hoy», ni pedimos el perdón de las ofensas sólo para cada uno de
nosotros, ni pedimos para cada uno en particular que no caigamos en la
tentación y que nos libre del mal. Nuestra oración es pública y común, y cuando
oramos lo hacemos no por uno solo, sino por todo el pueblo, ya que todo el
pueblo somos como uno solo. El Dios de la paz y el Maestro de la concordia, que
nos enseñó la unidad, quiso que orásemos cada uno por todos, del mismo modo que
Él incluyó a todos los hombres en su persona” (De dom. orat., 8).
8. El
Padrenuestro comienza con una invocación (“Padre nuestro que estás en el
cielo”) y prosigue con siete peticiones.
Tras invocar a
Dios como Padre, las tres primeras peticiones nos llevan hasta Él: ¡tu nombre,
tu reino, tu voluntad! Hermosa explicación presenta el Catecismo:
“Lo propio del
amor es pensar primeramente en Aquel que amamos. En cada una de estas tres
peticiones, nosotros no nos nombramos, sino que lo que nos mueve es el deseo
ardiente, el ansia del Hijo amado por la Gloria de su Padre: Santificado sea… venga… hágase…; estas tres súplicas han sido
escuchadas en el Sacrificio de Cristo Salvador, pero ahora están orientadas, en
la esperanza, hacia su cumplimiento final mientras Dios no sea todavía todo en
todos” (CAT 2804).
Después cuatro
peticiones referidas a nuestra condición actual frágil y necesitada: danos…
perdónanos… no nos dejes… líbranos…:
“La cuarta y quinta peticiones se refieren a nuestra vida como tal, sea
para alimentarla, sea para sanarla del pecado; las dos últimas se refieren a
nuestro combate por la victoria de la
Vida, el combate mismo de la oración” (CAT 2805).
No hay comentarios:
Publicar un comentario