La palabra de Pablo VI, en un
discurso hermoso, bien construido, elegante, resume todos los aspectos del
silencio:
“Somos muy poco dueños de nuestras
acciones, y cuanto más atareados estamos en las ocupaciones ordinarias, tanto
más nos vemos obligados a vivir fuera de nosotros mismos, dominados por la
presión de los deberes que hemos introducido en nuestro interior y que nos
fuerzan a vivir de un modo impersonal, nada libre y a veces nada bueno…
Muchas veces, esta necesidad de
concentración se patentiza precisamente en los momentos mejores del contacto
del ánimo con la revelación que el cuadro de la naturaleza hace de sí mismo,
obligando al espectador a acoger el impulso de superar la visión del propio
panorama y a ascender, por las vías del pensamiento –que se hace contemplativo
y casi estático-, hasta la advertencia del misterio reflejado en las cosas y
que parece palpitar en ellas. (Recordemos la visión de San Agustín, la cual, en
cierto modo, le es concedida a todo espíritu capaz de contemplar).
Este acto de concentración, para
quien posee la suerte de tener fe, lleva fácilmente a la oración interior, a
escuchar una voz, no del todo desconocida para cada uno de nosotros los
cristianos, aunque casi siempre reprimida y ofuscada; no es una voz imperante,
sino una voz que llama: “Ven y sígueme”. Es decir, se trata del pronunciamiento
de una exigencia, que puede tener diferentes grados y, más todavía, diversos
modos de ser seguida; pero, de todas formas, es una voz que parece trazar, en
el tiempo de nuestra vida, un camino recto y audaz: el de una auténtica vida
cristiana” (Pablo VI, Aud. General, 12-julio-1978).
Ya
un primer análisis nos ha mostrado, por así decir, el valor antropológico del
silencio para una experiencia constitutiva del ser personal:
·
forma parte de la interioridad necesaria, la
dimensión espiritual de la persona
·
favorece el silencio la comunicación personal,
la relación con el otro
·
es el ambiente propicio para reflexionar y
comprender la realidad, lo creado, el mundo
·
permite que aflore la voz de la conciencia que
reconoce la Verdad
·
regenera el psiquismo completo por una Presencia
que se descubre y tonifica a la persona, serenándola
·
logra que la persona esté a la escucha del
Maestro interior, el Espíritu Santo.
En
resumidas cuentas, con expresión paulina, se puede decir que el silencio, así
considerado, edifica, construye nuestro hombre interior y, por tanto, hay que
educar en el silencio y cultivarlo incesantemente: “Habría que reforzar de
nuevo la capacidad para escuchar tales advertencias y la voluntad para dejar
que la verdad nos purifique. Yo añadiría: habría que reforzar de nuevo la
capacidad mística de la mente humana. La capacidad para retirarse a sí mismo,
una mayor apertura interior, una disciplina que se sustrae a los sonidos y a
las impertinencias: todo ello debe convertirse nuevamente para nosotros en
metas prioritarias. En Pablo encontramos una exhortación para que el hombre
interior se fortalezca (Ef 3,16). Seamos sinceros: existe actualmente una
hipertrofia del hombre exterior y una inquietante debilitación de su vigor
interior”[1].
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