La liturgia es una obra santa que busca la santificación
de los fieles, es decir, la participación de los fieles en la santidad de Dios,
Uno y Trino, y la obra que Dios realiza santificando a sus hijos mediante los
misterios de la liturgia ya que la divina liturgia es el medio de santificación
de Dios.
“En la celebración de los santos misterios, el acto esencial lo constituye la transformación de los dones ofrecidos que se convierten en el cuerpo y la sangre divinos; su objetivo es la santificación de los fieles, los cuales, por medio de tales misterios, reciben el perdón de sus pecados, la herencia del reino de los cielos y todo cuanto esto lleva implícito"”(I, 1).
Comulgar con la Ofrenda
consagrada requiere pureza de vida y costumbres y la misma liturgia es llamada
“santificación”:
“sin embargo él exige necesariamente de nosotros las disposiciones que nos hacen aptos para recibirlas y guardarlas, y los que no tienen tales disposiciones no les es dado participar de la santificación” (I, 2).
Los
fieles son santificados por la liturgia mediante el complejo de antífonas,
lecturas, oraciones, realidades sacramentales:
“Es esto, en verdad, lo que pueden llevar a acabo en nosotros las oraciones, las salmodias, así como todos los gestos sagrados y las fórmulas que contiene la liturgia. Esto nos santifica y nos dispone, bien sea para recibir, bien sea para guardar la santificación y conservarla en nosotros” (I, 4).
¿Cómo
llega la santificación a los fieles? En primer lugar “consiste en el provecho
que sacamos de estas oraciones, de estas salmodias y de estas lecturas” (I, 5),
es decir, tiene un fin, más que instructivo, espiritual, esto es, eficaz
sacramentalmente. Las oraciones “nos orientan hacia Dios y nos procuran el
perdón de nuestros pecados”; las salmodias hacen “que Dios nos sea propicio y
atraen sobre nosotros la acción de la misericordia que es su consecuencia”; las
lecturas “inspiran en nuestras almas el temor del Señor y encienden nuestro
amor hacia él” (I, 5). La segunda forma de la santificación es que “en estas
fórmulas y estos ritos, veamos la representación de Cristo, de las obras que él
realizó y de los sufrimientos que padeció por nosotros” (I, 6).
La
liturgia es santificación porque allí se produce la admirable conversión del
pan y el vino en lo más santo, el Cuerpo y la Sangre del Señor, y porque la liturgia santifica
a quienes participan en ella:
“Llenos, entonces,
de estos pensamientos y teniendo muy activa la memoria, participamos de
los pensamientos y teniendo muy activa la memoria, participamos de los divinos
misterios, añadiendo así santificación a la santificación, la que proviene del
rito y la que proviene de la contemplación, “transformados de claridad en
claridad” (2Co 3,18), es decir, desde la claridad más tenue a la más grande de
todas” (I, 14).
Se ora
para que la santificación se realice en el propio sacerdote que oficia y en los
fieles, y esta petición de santificación consiste en el perdón de los pecados.
“Después de haber pedido para todos las gracias convenientes, el sacerdote ora también por él mismo y pide ser santificado por los dones sagrados. ¿En qué consiste esta santificación? En el perdón de los pecados. Porque es éste principalmente el efecto de estos dones. Prueba de ello se encuentra en las palabras que el Señor dijo a sus Apóstoles al mostrarles el pan: “Esto es mi cuerpo que será partido a favor vuestro para el perdón de los pecados”” (XXXIV, 1-2). Esta santificación es posible por la actuación directa del Espíritu Santo, el Santificador, al que la teología oriental es tan sensible: “El Espíritu Santo concede el perdón de sus pecados a los que comulgan con estos dones sagrados. Que esta gracia, dice el sacerdote, en lo que a mí concierne, no se vea apartada de estos dones a causa de mis pecados. Sabemos que la gracia actúa de dos maneras sobre los dones sagrados: en primer lugar, consagrándolos y, en segundo lugar, santificándonos a nosotros por medio de ellos” (XXXIV, 4).
La divina
liturgia antes de la comunión realiza un rito en que confluyen estas dos
realidades de santificación; se trata del “ Ta Agia tois agiois”, “Sancta
sanctis”, común a todas las liturgias orientales y a nuestro rito hispano-mozárabe.
Primero, siguiendo el método de comentario espiritual que él se ha trazado,
Nicolás Cabásilas describe el rito:
“Cuando está ya para acercarse él mismo a la (santa) mesa y de convocar en ella a los demás, el sacerdote, sabiendo muy bien que la comunión con los santos misterios no está permitida indiferentemente a todos, no invita a ella a todo el mundo. Toma el pan de vida y, mostrándolo al pueblo, invita a comulgar a quienes se encuentran preparados para participar de él dignamente: “Lo Santo a los santos”, proclama” (XXXVI, 1).
De aquí deduce:
“Como si dijera: He aquí ante vuestros ojos el Pan de vida. Venid, pues, a recibirlo, pero no todos, sino aquellos que son dignos de él. Porque las cosas santas sólo están permitidas a los santos. El sacerdote da aquí el nombre de santos no sólo a las almas de perfecta virtud, sino también a todos aquellos que se esfuerzan por alcanzar esta perfección y que todavía no la han logrado. A éstos, nada les impide, al participar de los santos misterios, ser santificados y, desde este punto de vista, ser santos. Es en este sentido que la Iglesia entera es llamada santa y que el santo Apóstol, escribiendo a todo el pueblo cristiano, se expresa así: “Hermanos santos y partícipes de una vocación celestial” (Hb 3,1). Los fieles, en efecto, llamados “santos” a causa de la cosa “santa” de la que participan y de Aquel con cuyo cuerpo y sangre comulgan” (XXXVI, 1).
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