3. Otra virtud que gira en torno a
la fortaleza para acometer cosas grandes y santas es, además de la
magnanimidad, la virtud de la magnificencia.
Es ésta la virtud que busca llegar al fin obrando el bien aunque sean grandes
los gastos que ocasiona.
Es desprendimiento del dinero y de los bienes
económicos que se utilizan –atesorando
tesoros en el cielo- para hacer el bien o ayudar a una causa buena.
Es generosidad, que entrega sus bienes sin
retener porque confía en el Señor y el corazón no se queda atado al dinero. ¡Ay
de aquél que está atado al dinero, que le cuesta soltarlo, que nunca da nada o
si da es muy poco comparado con lo que puede!
Hay
una pasión adversa y enemiga de la magnificencia y de la generosidad, es el
excesivo amor al dinero, que, aunque pueda dar más, siempre da muy poco, unas
monedas para acallar la conciencia, o implica a más gente para dar menos, o
simplemente no da nunca nada a nadie. Este excesivo amor impide obrar el bien,
ni hace nada por los demás.
Este excesivo amor al dinero puede engendrar la
avaricia, que es un terrible vicio que ciega el alma porque por avaricia se
puede estar buscando siempre tener más y más, y también por avaricia, se tenga
mucho o poco, nunca desprenderse de nada. A esta avaricia le da igual si uno es
rico o pobres; ciega el alma de quien tiene mucho como de quien tiene poco; el
problema es el corazón.
S. Juan de la Cruz habla así de esta
pasión:
“De no hacer caso de poner su corazón en la ley de Dios por causa de los bienes temporales, viene el alejarse mucho de Dios el alma del avaro... La avaricia es servidumbre de los ídolos” (S3, 19,8).
La avaricia es cruelmente cegadora,
porque nunca está satisfecha y todo lo ambiciona, y así predicaba S. Bernardo:
“la fuerza misma de la ambición le impulsa a preferir lo que no posee por encima
de lo que tiene y despreciar lo que posee en aras de lo que no tiene” (Trat. Sobre el amor de Dios, 19). La avaricia es un camino de ansiedad, desesperante. Sólo la caridad
teologal y la gracia, junto con la ascesis, podrán corregir esa pasión en el
alma humana.
La avaricia es distinta de la virtud
del ahorro, que es una medida de prudencia; de nuevo el problema va a ser el
corazón, no el mero hecho de ahorrar más o menos.
Para hacer el bien y obrar lo recto,
lo bello y verdadero, es necesario, pues, estas dos virtudes derivadas de la
fortaleza: la magnanimidad (grandeza de ánimo) y la magnificencia (hacer el
bien aunque sean grandes los gastos; huir y combatir la avaricia).
4. Para resistir las dificultades,
las adversidades que se van presentando, también hay virtudes que se derivan de
la fortaleza. En primer lugar, como virtud derivada, la paciencia. Es ésta la virtud que nos hace fuertes frente a las
dificultades que están causadas por las tristezas de los males presentes, un
problema, una enfermedad, un sufrimiento de tipo moral. Resistir y hacerse
fuertes contra las adversidades y tristezas de aquello que se va presentando.
Esta virtud de la paciencia ya lo consideraremos más detenidamente.
La virtud de la perseverancia y la de la constancia son igualmente auxiliares y
derivadas de la fortaleza, y ayudan a resistir y no abandonar los buenos y
santos deseos y acciones por muchas que vayan siendo las dificultades que lo
quieran impedir. La perseverancia o la constancia, siempre aparentemente
quebradizas, son dadas y sostenidas por Dios para proseguir, caminar firmes en
todo aquello que es bueno: la vocación (sacerdotal, religiosa o matrimonial),
el apostolado, las obras de caridad, vida de oración...
¡Es tan necesaria la
perseverancia! “Con vuestra perseverancia
salvaréis vuestras almas” (Lc 21,19). Y s.
Pablo aconsejará “sed constantes en la
tribulación; sed perseverantes en la oración” (Rm 12,12; Col 4,2) porque
“la constancia engendra virtud probada”
(Rm 5,3-4).
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