"Completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo en favor de su Cuerpo que es la Iglesia" (Col 1,24).
Ese versículo paulino ofrece perspectivas nuevas, inmensas, para todo sufrimiento y para toda enfermedad. Estos quedan incluidos en la Pasión de Cristo pero miran a un fin: en favor de su Cuerpo que es la Iglesia.
Todo sufrimiento, cuando se une al sufrimiento del Redentor y se acepta con paz y con amor, se convierte en una fuente de vida, un canal de gracia, para la redención de los hombres, para edificar la Iglesia, para distribuir, invisiblemente, la gracia del Espíritu Santo.
Diariamente hemos de ofrecer todo. En las Laudes las preces son preces "de consagración y santificación de la jornada", no de intercesión, y el mismo sentido tiene, para quienes no rezan la Liturgia de las Horas, el sincero ofrecimiento de obras cada mañana. Todo cuanto se hace a lo largo de la jornada, se ofrece a Dios para su gloria y el bien de las almas.
"Otro principio fundamental de la fe cristiana es la fecundidad del sufrimiento y, por tanto, la invitación, hecha a todos los que sufren, a unirse en la ofrenda redentora de Cristo. El sufrimiento se convierte así en ofrenda, en oblación: como aconteció y acontece en tantas almas santas. Especialmente los que se hallan oprimidos por sufrimientos morales, que pudieran parecer absurdos, encuentran en los sufrimientos morales de Jesús el sentido de sus pruebas, y entran con Él en Getsemaní. En Él encuentran la fuerza para aceptar el dolor con santo abandono y confiada obediencia a la voluntad del Padre. Y sienten que brota en su corazón la oración de Getsemaní: "No sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc 14,36). Se identifican místicamente con el deseo de Jesús en el momento de su detención: "La copa que me ha dado el Padre, no la voy a beber?" (Jn 18,11). En Cristo encuentran también el valor para ofrecer sus dolores por la salvación de todos los hombres, pues ven en la ofrenda del Calvario la fecundidad misteriosa de todo sacrificio, según el principio enunciado por Jesús: "En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24)" (Juan Pablo II, Audiencia general, 27-abril-1994).
Quienes sufren y se ofrecen, quienes están enfermos y ofrecen sus dolores, ocupan un lugar especialísimo en la Iglesia, dentro de su Corazón, en su propio Misterio de la Comunión de los santos. Sólo hay que evangelizar este sufrimiento y acompañarlos para que, descubriendo su valor salvífico, lo ofrezcan cada día al Señor.
"En la perspectiva de la fe, la enfermedad asume una nobleza superior y manifiesta una eficacia particular como ayuda al ministerio apostólico. En este sentido, la Iglesia no duda en declarar que tiene necesidad de los enfermos y de su oblación al Señor para obtener gracias más abundantes para la humanidad entera. Si a la luz del Evangelio la enfermedad puede ser un tiempo de gracia, un tiempo en que el amor divino penetra más profundamente en los que sufren, no cabe duda de que, con su ofrenda, los enfermos se santifican y contribuyen a la santificación de los demás" (Juan Pablo II, Audiencia general, 15-junio-1994).
Se trata, así pues, de que toda Cruz es fecunda cuando es redimida y vivida con amor.
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