6. ¿En qué radica nuestra esperanza?
Nuestra esperanza está en su misericordia. Nuestra esperanza está en que Él es
Fiel, Él es bueno, guarda su alianza con nosotros por siempre. Somos criaturas,
pequeños, muy frágiles, pero es el Señor nuestra garantía: “él permanece fiel” (2Tm 2,13).
Lo más humano y razonable, en
toda situación, a cada paso del camino, es poner toda nuestra confianza en el
Señor.
Sí, lo más humano es fiarse plenamente de Dios y esperarlo todo de Él.
A
los demás que hay amarlos intensamente, es bueno la confianza entre las
personas, pero jamás hemos de sentirnos decepcionados cuando falle esa
confianza; ¡sólo Dios!
Solamente Dios es el único que no nos decepciona, que no
nos falla. Esperar y confiar, pues, sólo en Dios: “Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal 26); o con
palabras de otro salmo, el 61: “Sólo en
Dios descansa mi esperanza, porque él es mi salvación; sólo él es mi roca y
salvación, mi alcázar: no vacilaré... Pueblo suyo, confiad en él, desahogad ante
él vuestro corazón, que Dios es nuestro refugio” (Sal 61).
El hombre de hoy ya no está
acostumbrado a esperar; sólo aprecia y valora lo concreto, lo inmediato, lo que
está al alcance de la mano. Cada vez más las legítimas y honestas esperanzas
humanas son más pequeñas, más inconsistentes, no existen proyectos sociales,
comunes, creadores. En el fondo, hay una crisis de esperanza, falta de ilusión,
ausencia de motivos por los que entregarse. Nuestra cultura no espera nada, tan
sólo vive perdiendo o matando el tiempo.
Nosotros, la Iglesia, somos un pueblo
de esperanza que levantamos el corazón al Señor y vivimos esperando en Él. Al
mundo de hoy hemos de dar palabras de esperanza que eleven su mirada hacia el
horizonte, hacia lo infinito de Dios, dando un sentido a su vida.
¡Un pueblo de esperanza!, y, por lo
mismo, ¡un pueblo de oración! Porque esperamos, pedimos; porque confiamos en
las promesas del Señor, le suplicamos. La oración es expresión de la esperanza
cristiana, suplicando que, a su tiempo, si es su voluntad, si es para nuestro
bien, escuche nuestras peticiones. La Iglesia, pueblo orante, clama, suplica y espera: “venga a nosotros tu reino”, transforma
la realidad de nuestro tiempo, nuestra historia, nuestra cultura, en tu
reinado, “que es un reinado perpetuo”
(Sal 144). La Iglesia
clama a Cristo su Esposo; cuando le ve presente en el Pan y el Vino tras la
consagración, grita la Iglesia:
“Ven, Señor Jesús”. ¡Ven a nosotros! “Restáuranos
por tu misericordia” (Sal
79). ¡Ven, Señor! No nos dejes solos, apresúrate, ven en tu
gloria.
7. La esperanza, virtud teologal,
con suma facilidad es rota por nuestra desconfianza y nuestros miedos, y
pecamos muchas veces contra ella y no lo sabemos y ni siquiera confesamos en el
sacramento nuestros pecados contra la esperanza cuando perdemos el sentido de
las cosas, cuando nuestros agobios y afanes nos ciegan y ya no esperamos en el
Señor, cuando pensamos que ya nada tiene arreglo, cuando pensamos que tantas
cosas son imposibles, irrealizables en nuestra vida. La expresión máxima de
este pecado es el suicidio, pero hay otros muchos modos de quebrar esta
esperanza.
Y, ¿cómo sostenerla? ¿Cómo acrecentar esta pequeña esperanza?
En
primer lugar, señala san Juan de la
Cruz, purificando la memoria. Son los recuerdos y situaciones
pasadas, los pecados y errores de nuestra vida, y nuestro subconsciente, guiado
por el Maligno y sus tentaciones, nos los saca muchas veces para tentarnos y
tratar de convencernos de que todo es imposible, pero esto es una clarísima
tentación, muy fuerte, que debemos rechazar. La memoria se purifica con mucha
oración, con los Ejercicios Espirituales, mucho trato íntimo con el Señor y la
lectura de las Escrituras, porque el Señor en la oración va limpiando toda
nuestra historia, haciendo que la integremos y nos infunde la esperanza. La
purificación de la memoria es imprescindible para nuestra vida espiritual, y
esto sólo será posible mediante la oración que va ordenando nuestro interior, liberándolo.
En segundo lugar, la esperanza se
sostiene por la Eucaristía,
“que es prenda de vida eterna”: “yo le
resucitaré” (Jn
6,39). Este pan es el alimento de los peregrinos que cantan y
caminan hacia las moradas celestiales. Es la Eucaristía –y su prolongación
en la visita y adoración al Santísimo- el consuelo en toda aflicción, el
alimento de nuestra esperanza. Ahí, en el Sacramento eucarístico, el Señor recuerda
su alianza eternamente, renueva sus promesas para nosotros, nos fortalece
internamente con palabras que dan suavidad al alma, “que a vida eterna saben” (cf. S. Juan de la Cruz, Llama de amor viva).
Caminamos en esperanza, ¡somos un
pueblo de esperanza! El Señor pone en nuestra alma deseos santos, anhelos muy
profundos y Él no los va a dejar insatisfechos. El Señor nos ha prometido su
salvación y la recapitulación de todas las cosas del cielo y de la tierra en
Cristo, ¡y vendrá el Reino de Dios! El Señor nos ha prometido la resurrección y
la vida y nos nutre con el Pan eucarístico como prenda, pues poseemos las arras
del Bautismo.
¡Esperamos en el Señor! Él merece
toda nuestra confianza, Él, todos nuestros deseos. En él ponemos nuestra
existencia. “Espera en el Señor, sé
valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal 26).
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