La
piedad cristiana goza cuando contempla a la Virgen María. Y
siempre ha invocado a la Señora
con confianza y filial devoción. Tanto y tan grande es el amor por la Madre, que los fieles
cristianos la han llamado de diferentes maneras, con distintas advocaciones,
algunas más ligadas a la zona geográfica donde se vive (Valle, Araceli,
Fuensanta), otras advocaciones vinculadas a las necesidades del pueblo
cristiano que la invoca (Socorro, Auxilio, Piedad) y otras advocaciones relacionadas
con el horizonte de la revelación y de la salvación (Esperanza, Gracia,
Inmaculada, Asunción).
Cuando
llamamos a la Virgen
“Aurora”, la estamos contemplando e invocando con un título que se refiere a la
salvación y a la misma persona de Cristo. A Jesucristo se le llama “Sol que
nace de lo alto” en el cántico del Benedictus que proclama Zacarías, padre de
Juan Bautista, y que la liturgia entona cada mañana en Laudes. ¡Cristo es el
Sol de justicia! ¿Por qué? Porque la noche expresa, con gran simbolismo, la
situación del hombre y del pecado: es oscuridad, tiniebla, muerte. No se ve, no
se sabe por dónde caminar. Se vive paralizado, aterrorizado.
Pero Cristo es el
Sol verdadero, “resplandor de la luz eterna, sol de justicia”: disipa las
tinieblas, avanza y crece iluminando todo y llenándolo todo de alegría y de
vida. El Sol de la mañana ahuyenta el terror de la noche, la angustia del
enfermo que se acrecienta durante la noche.
Todo es nuevo con el sol, todo es
nuevo con Cristo, el verdadero Sol. La misma Escritura Santa, para anunciar la
salvación que trae Cristo, pronuncia un precioso oráculo: “sobre ti, Jerusalén,
amanecerá el Señor”.
Pero
en relación al Sol que nace de lo alto, Cristo, está su Madre bendita. Ella es la Aurora que precede al Sol,
el alba matinal que ve iluminarse tenuamente el cielo y que poco a poco señala
cómo en breve el Sol va a nacer. María es la Aurora que precede al Sol, María es la Madre que va por delante del
Salvador.
La Virgen María va, en
cierto sentido, delante del Señor y por eso se la llama “Aurora”. Ella, por
delante de Cristo, en previsión de los méritos redentores de Cristo, es
Inmaculada y llena de gracia, señalando así cómo su Hijo es “todosanto”,
santísimo y fuente de santidad, y va a santificar así a los hombres, creando un
pueblo nuevo, de hombres redimidos, agraciados, perdonados.
La Virgen María va, en
cierto sentido, delante de su Hijo Cristo, siendo la primera en pronunciar el
Fiat: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, anunciando,
adelantando, las terribles y sublimes palabras de Cristo: “Padre, si es
posible, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.
La Virgen María es la
primera redimida como signo claro de la redención que para toda la humanidad va
a lograr su Hijo en la Cruz
y la Resurrección.
Ella es la primera en escuchar las palabras del Señor y
obedecerlas, indicando así que el camino para todos será escuchar las palabras
de Cristo y ponerlas por obra.
Quien
mira a la Virgen María,
y la invoca como “Aurora”, no puede por menos que mirar lo que Ella anuncia: al
Sol verdadero, Jesucristo. Quedarse sólo en la aurora sin esperar el amanecer,
es detenerse y no avanzar. La aurora necesita el amanecer en una sucesión
natural. La Virgen
conduce a su Hijo, lleva a Él. La
Madre, bendita Aurora, dirige nuestros pasos para que seamos
envueltos por los rayos del Sol de la
Gracia, por la luz que viene con Cristo, “la Luz del mundo”.
Hermoso
nombre de la Virgen,
“Aurora”, y bello contenido. Considerémoslo.
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