Casi al final de la encíclica Ecclesia de Eucharistia, vuelve Juan Pablo II a insistir sobre la comunión eclesial, que queda reforzada por la comunión sacramental, y viceversa: la comunión sacramental es posible y verdadera, con plenitud de sentido, cuando se vive la comunión eclesial.
Es muy fácil: se trata de formar un solo Cuerpo, de
querernos bien y de querernos en el Señor; todo lo demás es realmente secundario
(planes, revisiones, programaciones, métodos, libros de catequesis, costumbres,
etc...).
Es la Caridad
–Amor de los Amores- la clave auténtica de la Comunión, y eso es más
sencillo que toda la estructura “empresarial” o de “marketing” que queremos
poner en la Iglesia
plagiando los sistemas de la sociedad económica. ¡Esto es otra cosa y la Iglesia es otro Misterio
distinto!
La comunión eclesial, como antes he recordado, es también visible y se manifiesta en los lazos
vinculantes enumerados por el Concilio mismo cuando enseña: «Están plenamente
incorporados a la sociedad que es la
Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan
íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en
ella y están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por
medio del Sumo Pontífice y de los Obispos, mediante los lazos de la profesión
de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión».
La Eucaristía, siendo la suprema manifestación sacramental de la comunión
en la Iglesia,
exige que se celebre en un contexto de
integridad de los vínculos, incluso externos, de comunión. De modo
especial, por ser «como la consumación de la vida espiritual y la finalidad de
todos los sacramentos», requiere que los lazos de la comunión en los sacramentos
sean reales, particularmente en el Bautismo y en el Orden sacerdotal. No se
puede dar la comunión a una persona no bautizada o que rechace la verdad
íntegra de fe sobre el Misterio eucarístico. Cristo es la verdad y da
testimonio de la verdad (cf. Jn 14,6;
18,37); el Sacramento de su cuerpo y su sangre no permite ficciones.
Además, por el carácter mismo de
la comunión eclesial y de la relación que tiene con ella el sacramento de la Eucaristía, se debe recordar
que «el Sacrificio eucarístico, aun celebrándose siempre en una comunidad
particular, no es nunca celebración de esa sola comunidad: ésta, en efecto,
recibiendo la presencia eucarística del Señor, recibe el don completo de la
salvación, y se manifiesta así, a pesar de su permanente particularidad
visible, como imagen y verdadera presencia de la Iglesia una, santa,
católica y apostólica». De esto se deriva que una comunidad realmente
eucarística no puede encerrarse en sí misma, como si fuera autosuficiente, sino
que ha de mantenerse en sintonía con todas las demás comunidades católicas.
La comunión eclesial de la
asamblea eucarística es comunión con el propio Obispo y con el Romano
Pontífice. En efecto, el Obispo es el principio visible y el fundamento de
la unidad en su Iglesia particular. Sería, por tanto, una gran incongruencia
que el Sacramento por excelencia de la unidad de la Iglesia fuera celebrado
sin una verdadera comunión con el Obispo. San Ignacio de Antioquía escribía:
«se considere segura la
Eucaristía que se realiza bajo el Obispo o quien él haya encargado».
Asimismo, puesto que «el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el
principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los obispos
como de la muchedumbre de los fieles », la comunión con él es una exigencia
intrínseca de la celebración del Sacrificio eucarístico. De aquí la gran verdad
expresada de varios modos en la
Liturgia: «Toda celebración de la Eucaristía se realiza
en unión no sólo con el propio obispo sino también con el Papa, con el orden
episcopal, con todo el clero y con el pueblo entero. Toda válida celebración de
la Eucaristía
expresa esta comunión universal con Pedro y con la Iglesia entera, o la
reclama objetivamente, como en el caso de las Iglesias cristianas separadas de
Roma».
La Eucaristía crea comunión y educa
a la comunión. San Pablo escribía a los fieles de Corinto manifestando el
gran contraste de sus divisiones en las asambleas eucarísticas con lo que
estaban celebrando, la Cena
del Señor. Consecuentemente, el Apóstol les invitaba a reflexionar sobre la
verdadera realidad de la
Eucaristía con el fin de hacerlos volver al espíritu de comunión
fraterna (cf. 1Co 11,17-34). San Agustín se hizo eco de esta exigencia de
manera elocuente cuando, al recordar las palabras del Apóstol: «vosotros sois
el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1Co 12,27), observaba: «Si vosotros sois el
cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que
sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros». Y, de esta
constatación, concluía: «Cristo el Señor [...] consagró en su mesa el misterio
de nuestra paz y unidad. El que recibe el misterio de la unidad y no posee el
vínculo de la paz, no recibe un misterio para provecho propio, sino un
testimonio contra sí».
Esta peculiar eficacia para
promover la comunión, propia de la Eucaristía, es uno de los motivos de la
importancia de la Misa
dominical. Sobre ella y sobre las razones por las que es fundamental para la
vida de la Iglesia
y de cada uno de los fieles, me he ocupado en la Carta apostólica sobre la
santificación del domingo Dies Domini, recordando,
además, que participar en la Misa
es una obligación para los fieles, a menos que tengan un impedimento grave, lo
que impone a los Pastores el correspondiente deber de ofrecer a todos la
posibilidad efectiva de cumplir este precepto. Más recientemente, en la Carta apostólica Novo
Millennio ineunte, al trazar el camino pastoral de la Iglesia a comienzos del
tercer milenio, he querido dar un relieve particular a la Eucaristía dominical,
subrayando su eficacia creadora de comunión: Ella –decía– «es el lugar
privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente.
Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia,
que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad».
La salvaguardia y promoción de la comunión eclesial
es una tarea de todos los fieles, que encuentran en la Eucaristía, como sacramento
de la unidad de la Iglesia,
un campo de especial aplicación. Más en concreto, este cometido atañe con
particular responsabilidad a los Pastores de la Iglesia, cada uno en el
propio grado y según el propio oficio eclesiástico. Por tanto, la Iglesia ha dado normas que
se orientan a favorecer la participación frecuente y fructuosa de los fieles en
la Mesa
eucarística y, al mismo tiempo, a determinar las condiciones objetivas en las
que no debe administrar la comunión. El esmero en procurar una fiel observancia
de dichas normas se convierte en expresión efectiva de amor hacia la Eucaristía y hacia la Iglesia (EE 38-42).
Se trata, pues, de considerar a la Iglesia como Misterio, en
palabras de De Lubac:
No consiente [la Iglesia] que su expansión
sea detenida en ninguna frontera, bien sea geográfica o social. Ni siquiera es
parte a detenerla la misma frontera de nuestro mundo visible, ya que –siguiendo
una terminología que desde hace mucho tiempo se ha hecho tradicional- se
reparte en tres grupos que no cesan de comunicarse entre sí: la Iglesia es militante aquí abajo, expectante o paciente en el Purgatorio y
triunfante en el cielo, con un triunfo todavía incompleto en espera del Día
que llegará al fin de los días, en el que toda ella será triunfante, después
del advenimiento glorioso de su Señor.
Es de trascendental importancia
que todos tengan conciencia de estas dimensiones de la Iglesia. Pues cuanto
más vivo sea el sentimiento que de ellas se tenga, tanto más se sentirá cada
uno dilatado en su propia existencia, y por eso mismo realizará plenamente en
sí mismo, y por sí mismo, el título que también él ostenta de católico.
El verdadero creyente nunca está
solo en su fe. Si su dependencia respecto de otros hombres puede suponer para
él una prueba, ¡cuánto más verdad es que esta solidaridad constituye para él
una fuerza! Por el bautismo ha entrado en la gran familia católica. Comparte
con todos sus miembros una misma y única esperanza... La Iglesia, que brotó del
Costado herido de Cristo en el Calvario, y se templó en el Fuego de Pentecostés,
avanza como un río y como una llama. Ella nos envuelve a su paso para hacer manar
en nosotros nuevas fuentes de agua viva y para encender una nueva llama. La Iglesia es una institución
que perdura en virtud de la fuera divina que ha recibido de su Fundador. Más
que una institución, es una Vida que se comunica. Ella pone el sello de la Unidad sobre todos los
hijos de Dios que reúne[1].
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