lunes, 30 de agosto de 2021

Reforzar la comunión eclesial (Eucaristía)



Casi al final de la encíclica Ecclesia de Eucharistia, vuelve Juan Pablo II a insistir sobre la comunión eclesial, que queda reforzada por la comunión sacramental, y viceversa: la comunión sacramental es posible y verdadera, con plenitud de sentido, cuando se vive la comunión eclesial.




Es muy fácil: se trata de formar un solo Cuerpo, de querernos bien y de querernos en el Señor; todo lo demás es realmente secundario (planes, revisiones, programaciones, métodos, libros de catequesis, costumbres, etc...). 

Es la Caridad –Amor de los Amores- la clave auténtica de la Comunión, y eso es más sencillo que toda la estructura “empresarial” o de “marketing” que queremos poner en la Iglesia plagiando los sistemas de la sociedad económica. ¡Esto es otra cosa y la Iglesia es otro Misterio distinto!


La comunión eclesial, como antes he recordado, es también visible y se manifiesta en los lazos vinculantes enumerados por el Concilio mismo cuando enseña: «Están plenamente incorporados a la sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos, mediante los lazos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión».
La Eucaristía, siendo la suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia, exige que se celebre en un contexto de integridad de los vínculos, incluso externos, de comunión. De modo especial, por ser «como la consumación de la vida espiritual y la finalidad de todos los sacramentos», requiere que los lazos de la comunión en los sacramentos sean reales, particularmente en el Bautismo y en el Orden sacerdotal. No se puede dar la comunión a una persona no bautizada o que rechace la verdad íntegra de fe sobre el Misterio eucarístico. Cristo es la verdad y da testimonio de la verdad (cf. Jn 14,6; 18,37); el Sacramento de su cuerpo y su sangre no permite ficciones.

Además, por el carácter mismo de la comunión eclesial y de la relación que tiene con ella el sacramento de la Eucaristía, se debe recordar que «el Sacrificio eucarístico, aun celebrándose siempre en una comunidad particular, no es nunca celebración de esa sola comunidad: ésta, en efecto, recibiendo la presencia eucarística del Señor, recibe el don completo de la salvación, y se manifiesta así, a pesar de su permanente particularidad visible, como imagen y verdadera presencia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica». De esto se deriva que una comunidad realmente eucarística no puede encerrarse en sí misma, como si fuera autosuficiente, sino que ha de mantenerse en sintonía con todas las demás comunidades católicas.


La comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio Obispo y con el Romano Pontífice. En efecto, el Obispo es el principio visible y el fundamento de la unidad en su Iglesia particular. Sería, por tanto, una gran incongruencia que el Sacramento por excelencia de la unidad de la Iglesia fuera celebrado sin una verdadera comunión con el Obispo. San Ignacio de Antioquía escribía: «se considere segura la Eucaristía que se realiza bajo el Obispo o quien él haya encargado». Asimismo, puesto que «el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles », la comunión con él es una exigencia intrínseca de la celebración del Sacrificio eucarístico. De aquí la gran verdad expresada de varios modos en la Liturgia: «Toda celebración de la Eucaristía se realiza en unión no sólo con el propio obispo sino también con el Papa, con el orden episcopal, con todo el clero y con el pueblo entero. Toda válida celebración de la Eucaristía expresa esta comunión universal con Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama objetivamente, como en el caso de las Iglesias cristianas separadas de Roma».

La Eucaristía crea comunión y educa a la comunión. San Pablo escribía a los fieles de Corinto manifestando el gran contraste de sus divisiones en las asambleas eucarísticas con lo que estaban celebrando, la Cena del Señor. Consecuentemente, el Apóstol les invitaba a reflexionar sobre la verdadera realidad de la Eucaristía con el fin de hacerlos volver al espíritu de comunión fraterna (cf. 1Co 11,17-34). San Agustín se hizo eco de esta exigencia de manera elocuente cuando, al recordar las palabras del Apóstol: «vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1Co 12,27), observaba: «Si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros». Y, de esta constatación, concluía: «Cristo el Señor [...] consagró en su mesa el misterio de nuestra paz y unidad. El que recibe el misterio de la unidad y no posee el vínculo de la paz, no recibe un misterio para provecho propio, sino un testimonio contra sí».

Esta peculiar eficacia para promover la comunión, propia de la Eucaristía, es uno de los motivos de la importancia de la Misa dominical. Sobre ella y sobre las razones por las que es fundamental para la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles, me he ocupado en la Carta apostólica sobre la santificación del domingo Dies Domini, recordando, además, que participar en la Misa es una obligación para los fieles, a menos que tengan un impedimento grave, lo que impone a los Pastores el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir este precepto. Más recientemente, en la Carta apostólica Novo Millennio ineunte, al trazar el camino pastoral de la Iglesia a comienzos del tercer milenio, he querido dar un relieve particular a la Eucaristía dominical, subrayando su eficacia creadora de comunión: Ella –decía– «es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad».

La salvaguardia y promoción de la comunión eclesial es una tarea de todos los fieles, que encuentran en la Eucaristía, como sacramento de la unidad de la Iglesia, un campo de especial aplicación. Más en concreto, este cometido atañe con particular responsabilidad a los Pastores de la Iglesia, cada uno en el propio grado y según el propio oficio eclesiástico. Por tanto, la Iglesia ha dado normas que se orientan a favorecer la participación frecuente y fructuosa de los fieles en la Mesa eucarística y, al mismo tiempo, a determinar las condiciones objetivas en las que no debe administrar la comunión. El esmero en procurar una fiel observancia de dichas normas se convierte en expresión efectiva de amor hacia la Eucaristía y hacia la Iglesia (EE 38-42).


          
  Se trata, pues, de considerar a la Iglesia como Misterio, en palabras de De Lubac:

               No consiente [la Iglesia] que su expansión sea detenida en ninguna frontera, bien sea geográfica o social. Ni siquiera es parte a detenerla la misma frontera de nuestro mundo visible, ya que –siguiendo una terminología que desde hace mucho tiempo se ha hecho tradicional- se reparte en tres grupos que no cesan de comunicarse entre sí: la Iglesia es militante aquí abajo, expectante o paciente en el Purgatorio y triunfante en el cielo, con un triunfo todavía incompleto en espera del Día que llegará al fin de los días, en el que toda ella será triunfante, después del advenimiento glorioso de su Señor.

               Es de trascendental importancia que todos tengan conciencia de estas dimensiones de la Iglesia. Pues cuanto más vivo sea el sentimiento que de ellas se tenga, tanto más se sentirá cada uno dilatado en su propia existencia, y por eso mismo realizará plenamente en sí mismo, y por sí mismo, el título que también él ostenta de católico.

               El verdadero creyente nunca está solo en su fe. Si su dependencia respecto de otros hombres puede suponer para él una prueba, ¡cuánto más verdad es que esta solidaridad constituye para él una fuerza! Por el bautismo ha entrado en la gran familia católica. Comparte con todos sus miembros una misma y única esperanza... La Iglesia, que brotó del Costado herido de Cristo en el Calvario, y se templó en el Fuego de Pentecostés, avanza como un río y como una llama. Ella nos envuelve a su paso para hacer manar en nosotros nuevas fuentes de agua viva y para encender una nueva llama. La Iglesia es una institución que perdura en virtud de la fuera divina que ha recibido de su Fundador. Más que una institución, es una Vida que se comunica. Ella pone el sello de la Unidad sobre todos los hijos de Dios que reúne[1].



[1] Id, pp. 52-53.

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