domingo, 1 de agosto de 2021

Eucaristía y sacramento de la Penitencia



Para participar dignamente de la Eucaristía “reconozcamos nuestros pecados” decimos multitud de veces al iniciar la Santa Misa. ¿Será verdad? Porque para acercarse a la Comunión hay que estar en Comunión, es decir, en estado de gracia y lejos de todo pecado mortal. Esa es la doctrina clara de la Iglesia, expresada –lo recordábamos más arriba- por San Pablo. 


La Eucaristía y la misma comunión sacramental se ha trivializado, olvidando el sentido profundo y místico de lo que hacemos, y convirtiéndose en un mero “signo” o banquete de “solidaridad”, habiendo anulado previamente la conciencia y el sentido del pecado, y, por ende, el recurso frecuente al Sacramento de la Penitencia. Éste nos lleva a la Eucaristía como colofón, a la integración plena en la comunión eclesial, rota por el pecado personal.

            El papa Juan Pablo II señala en la Encíclica sobre la Eucaristía la vinculación estrecha entre estos dos Sacramentos:

La Eucaristía y la Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2Co 5,20). Así pues, si el cristiano tiene conciencia de un pecado grave está obligado a seguir el itinerario penitencial, mediante el sacramento de la Reconciliación para acercarse a la plena participación en el Sacrificio eucarístico.

El juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al interesado, tratándose de una valoración de conciencia. No obstante, en los casos de un comportamiento ex- terno grave, abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística a los que «obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (nº 37).



            Han sido muchas las ocasiones en las que Juan Pablo II ha tratado esta relación. Vale la pena unir a esta síntesis el desarrollo que hace, más amplio, en la Reconciliatio et Paenitentia:

La definición que San Agustín da de la Eucaristía como sacramentum pietatis, signum unitatis, vinculum caritatis, ilumina claramente los efectos de santificación personal (pietas) y de reconciliación comunitaria (unitas y caritas), que derivan de la esencia misma del misterio eucarístico, como renovación incruenta del sacrificio de la Cruz, fuente de salvación y de reconciliación para todos los hombres. Es necesario sin embargo recordar que la Iglesia, guiada por la fe en este augusto Sacramento, enseña que ningún cristiano, consciente de pecado grave, puede recibir la Eucaristía antes de haber obtenido el perdón de Dios. Como se lee en la Instrucción Eucharisticum mysterium, la cual, debidamente aprobada por Pablo VI, confirma plenamente la enseñanza del Concilio Tridentino: «La Eucaristía sea propuesta a los fieles también "como antídoto, que nos libera de las culpas cotidianas y nos preserva de los pecados mortales", y les sea indicado el modo conveniente de servirse de las partes penitenciales de la liturgia de la Misa. "A quien desea comulgar debe recordársele... el precepto: Examínese, pues, el hombre a sí mismo (1Co 11,28). Y la costumbre de la Iglesia muestra que tal prueba es necesaria, para que nadie, consciente de estar en pecado mortal, aunque se considere arrepentido, se acerque a la santa Eucaristía sin hacer previamente la confesión sacramental". Que, si se encuentra en caso de necesidad y no tiene manera de confesarse, debe antes hacer un acto de contrición perfecta» (nº 27).


            Y en el mismo sentido, nuestra Conferencia Episcopal, años antes, en la Instrucción “Dejaos reconciliar con Dios”, señala las relaciones entre Penitencia y Eucaristía, con las implicaciones espirituales y pastorales que eso va a conllevar:


El sacramento de la Penitencia no es una acción aislada y aislable en el conjunto de la economía sacramental de la Iglesia. Guarda una íntima relación con el resto de los sacramentos, particularmente con la Eucaristía. La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida de la Iglesia, el eje en torno al cual se edifica la comunidad eclesial, el punto de referencia de todos los sacramentos, el corazón de su liturgia y, por tanto, de la obra reconciliadora de la Iglesia. En ella Cristo "perpetúa por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz" y ha confiado a su Iglesia "el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de gloria venidera".

Supuesto esto es necesario decir una palabra de clarificación sobre la relación entre Eucaristía y Penitencia. Hay un camino que va de la Eucaristía a la Penitencia y otro que va de la Penitencia a la Eucaristía; un camino permanente de conversión que lleva a la Eucaristía y un camino que parte de ella para una vida renovada de reconciliación fraterna.

El primero nos muestra que el misterio celebrado en la Eucaristía es fuente también de aquella reconciliación que se anuncia y realiza en el sacramento de la Penitencia; y así se relaciona con la Eucaristía como con su fundamento.
El segundo nos indica que cuantos confiesan sus pecados delante de Dios y de la Iglesia se disponen a recibir cumplidamente este sacrificio de alabanza y de acción de gracias con la participación digna en el banquete eucarístico: son reintegrados por la Penitencia a la plena comunión eclesial, a la comunidad eucarística que comporta al mismo tiempo e inseparablemente la reconciliación con Dios.
A la luz de esto conviene hacerse eco aquí de algunas preguntas planteadas en el terreno pastoral: ¿No basta el sacramento de la Eucaristía para el perdón de todos los pecados? ¿Es necesaria la confesión anterior a la participación eucarística cuando se está en pecado mortal y hay confesor apropiado? ¿Hay que proponer a los fieles su previa conversión para participar con fruto en la Eucaristía o bastaría la participación sincera en ella para alcanzar la reconciliación?

La Eucaristía exige la conversión previa de aquellos que participan en ella; para acercarse al banquete eucarístico se requiere una conciencia libre de pecado moral. La Iglesia, en aplicación del precepto apostólico de la primera carta a los Corintios, separa de la plena participación eucarística a quienes han caído en pecado grave hasta que vuelvan a la comunión por la penitencia y la absolución sacramental. La Iglesia enseña al mismo tiempo, que la perfecta contricción justifica plenamente antes de recibir la absolución sacramental, aunque no sin relación con ésta. Por esto, cuando los cristianos en pecado grave tienen urgencia de comulgar y no tienen oportunidad de confesarse previamente, pueden acercarse a la comunión previo el acto de contrición perfecta y con la obligación de confesar los pecados graves en la próxima confesión. (No es suficiente el arrepentimiento de los pecados cuando se desprecia el sacramento de la penitencia).

La Eucaristía es "remedio que nos libera de las culpas cotidianas y nos preserva de los pecados mortales"; es "en verdad sacrificio propiciatorio, como recuerda el Concilio de Trento, y, en cuanto actualización y aplicación de los frutos del sacrificio de la cruz, como queda dicho, posee una eficacia infinita de purificación y de perdón". Si con corazón arrepentido y con una fe recta, con temor y reverencia nos acercamos a Dios contritos y arrepentidos, por su medio "podemos obtener misericordia y encontrar la gracia y ser ayudados en el momento oportuno". Pero entonces el pecado es perdonado por la perfecta contrición que incluye el propósito de la Penitencia sacramental y, por ello, la mediación de la Iglesia, necesaria, por voluntad de Cristo, para conseguir cualquier gracia. De ahí la obligación de confesar después los pecados mortales. 
Por esta interconexión entre Eucaristía y Penitencia, "en la Iglesia que, sobre todo en nuestro tiempo se reúne especialmente en torno a la Eucaristía y desea que la auténtica comunidad eucarística sea signo de la unidad de todos los cristianos, unidad que debe ir madurando gradualmente, debe estar viva la necesidad de la penitencia, tanto en su aspecto sacramental como en el que concierne a la penitencia como virtud" (nº 61).


            Es verdad que se ha perdido totalmente el sentido y la conciencia del pecado, pues parece que hoy nadie tiene pecado y se alargan las filas de comulgantes mientras que las filas de penitentes han desaparecido. Se ha sustituido el concepto de la Verdad por el de la opinión, y las certezas se convierten todas en dudas. Anulando la Verdad, no hay Bondad, Bien, es decir, camino moral, y cada cual puede decidir por sí mismo lo que es bueno o malo tan sólo como una opinión, al margen de la Verdad, y sin una conciencia rectamente formada en la libertad y en la Verdad. Hablar de “pecado” parece algo antiguo y desfasado, reliquias de tiempos pasados, pero hoy: ¿quién tiene pecado? ¿Quién reconoce que hay pecado en su vida? Los pecados se atribuyen a fallos de carácter, circunstancias, actitudes, todo vago y genérico donde no hay culpa personal libre, incluso entre quienes se confiesan muchas veces no ven ni sus pecados, ni reconocen nada... Si no hay pecado, ¿ha sido inútil la Sangre de Cristo?

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