1. La más desconocida, la más
pequeña y frágil de las tres virtudes teologales es la esperanza. Sin embargo,
qué imprescindible, qué necesaria, la esperanza. Ciertamente se llama y es
teologal porque tiene su origen en Dios, la reparte Dios, y el término y la
plenitud de la esperanza es poseer a Dios.
Resulta muy difícil vivir sin
esperanza, asumir la realidad sin ver ninguna puerta abierta, creer que todo
está perdido y que incluso Dios ya no puede hacer nada. Quien siente la
realidad así, está muerto, paralizado; sólo el que tiene esperanza está vivo,
actúa, goza, ama.
2. “La esperanza no defrauda” (Rm 5,5)
escribe San Pablo. ¿Por qué? Porque como señal, como prenda, nos ha dado el
Espíritu Santo. Es el Espíritu el que despierta y reaviva nuestra esperanza, precioso
don de Dios.
Es la esperanza siempre serena y gozosa, como el tono vital que
nos mantiene, que nos alienta, que nos impulsa. La ilusión es fugaz, rápida, cegadora:
fácilmente nos ilusionamos con algo, todo lo centramos en esa ilusión y pasa
muy pronto, muy rápido, y la persona se queda como vacía; incluso tiene que
volver a ilusionarse pronto, buscar nuevas metas, nuevas cosas que le satisfagan
para llenar ese vacío.
Sólo la esperanza auténtica permanece firme y no
defrauda, sólo la esperanza que viene de Dios, plenifica al hombre, responde a
los deseos más profundos y auténticos y bellos de su corazón. La esperanza,
viniendo de Dios, resulta ser plenamente humana y, por tanto, sobrenatural y
trascendente.
3. Tal vez la pregunta que haya que
formularse es: ¿qué esperamos? O también: ¿qué nos promete la esperanza? La
mirada entonces se torna casi infinita y realiza aquello que dice el salmo 118:
“dilataste mi corazón”. ¿Cómo se
dilata el corazón? ¿De qué modo se ensancha? Por el deseo. Deseando, el corazón
se agranda para recibir aquello que se desea, y el deseo más profundo del
hombre es poseer a Dios y ser llenado por Dios. Escribe San Ireneo: “La gloria
de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios” (Adv. Haer. IV,20,7).
Hemos sido creados de tal manera que nuestra
alma es capaz de recibir a Dios, y seguimos inquietos y buscando hasta
descansar en Dios. La gran promesa es tener a Dios, abrazar a Dios, ¡que Dios
lo sea todo!, o, en lenguaje de las Escrituras, “contemplar a Dios cara a cara y ser semejantes a Él” (cf. 1Jn 3,2).
Lo que el hombre espera, y lo que
busca en todo aquello que vive, que realiza, que desea, es ser feliz, su
plenitud, su plena realización como persona, pero todo esto sólo es verdad, se
hace posible, en Dios. Nuestra esperanza es Dios.
En esta vida, mientras somos
peregrinos aquí, ya el Señor se nos va dando en los sacramentos, en su
presencia eucarística, en la oración... para que cada día le deseemos más,
seamos capaces de recibirle y que Él haga morada en nosotros, y un día, en la
vida eterna, vivamos para siempre en comunión de amor con Él. Así pues, el
pleno desarrollo de lo humano, de aquello que somos se da sólo en Dios, y es
Dios quien ha prometido al hombre su realización. Esperamos en Dios.
Buenas noches. Fue un gusto leer este texto. Gentilmente me lo compartió una hermana de la Comunidad de las Hermanas Pobres Bonaerenses de San José.
ResponderEliminarLa Esperanza llena el alma, porque nos abre múltiples puertas para encontrar a Dios presente en todas partes, inclusive cuando pareciera que todo se derrumba y no hay solución. Dios está obrando, y nos colma de bendiciones.