4. La esperanza que el Señor nos ha
prometido es esperanza de vida eterna. ¿Por qué tenemos esa esperanza?
Dice un
prefacio: “porque tenemos las primicias del Espíritu por el que resucitaste a
Jesús de entre los muertos” (P
Dominical VI), y así “el
mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos vivificará también
nuestros cuerpos mortales” (Rm 8,11).
Es el Espíritu el que
transformó el cadáver de Jesús en su mismo Cuerpo pero glorificado, espiritual.
¡Cristo ha resucitado!, y por su mismo Espíritu –que tenemos por el Bautismo y la Confirmación y se nos
da en la Eucaristía-
nosotros creemos, gustamos y esperamos la vida eterna y la resurrección de
nuestro cuerpo, de nuestra carne.
La muerte ha sido vencida, “absorbida en la victoria” (1Co 15,54). Si Cristo ha resucitado y vive eternamente, nosotros sus miembros,
sus hermanos, resucitaremos con Él.
¡Qué triste y absurda la vida para
quienes son “hombres sin esperanza” (1Ts 4,13)!
Piensan que todo acaba con la muerte, nada tiene sentido, todo es absurdo y
tienen que llenar el vacío que una vida que se les escapa de las manos. Viven
de lo inmediato, de pequeñas ilusiones, de deseos fugaces, pero ellos saben, si
se paran a pensar, que es una vida vacía y rota. Nosotros, en Cristo, tenemos
la respuesta: la esperanza en la vida eterna, la resurrección de la carne. Esta
esperanza transforma e ilumina la vida, le da un sentido hondo y bello, y es
que la esperanza es generadora de sentido para vivir; quien carece de ella verá
como la vida como un absurdo cruel.
5. Hay, además, una pequeña
esperanza, un anhelo, igualmente puesto por Dios en el corazón del creyente: el
anhelo de santidad. Deseamos y esperamos esta santidad, que Dios nos revista de
su santidad, que nos vaya transformando en imagen y rostro de Cristo, a pesar
de nuestros pecados e infidelidades.
Esta esperanza nos sostiene en el
camino, en nuestras luchas contra las tendencias del corazón, en nuestra vida
espiritual. La santidad es posible porque “la
voluntad de Dios es vuestra santificación” (1Ts 4,3). Es la
meta hacia la que corremos teniendo “los
ojos fijos en Jesucristo” (Hb 12,2) y esperamos que el Señor
corone su obra en nosotros.
No es algo inalcanzable, ¡es Dios quien nos promete
y ofrece la santidad! Para ello no hay que esperar ser de otro modo o con otro
carácter, ni que cambien las circunstancias que nos rodean, o para cuando no
tengamos ni un defecto ni un pecado. Sólo hace falta la confianza amorosa en el
Señor, ¡entregarse!, y vivir de su Gracia, y será el Señor “el que realizará en nosotros lo que es de su agrado” (Hb 13,21).
Por
tanto, el corazón sólo en Dios y abiertos a su obra, recibiendo y viviendo de
su Gracia. No desconfiemos del Señor en su promesa de nuestra santidad, sino
repitamos infinitas veces lo que canta el salmo 137: “Señor, tu misericordia es eterna; no abandones la obra de tus manos”;
o la frase del Pontifical Romano de Ordenación: “Dios, que comenzó en ti esta
obra buena, Él mismo la lleve a término”. Esta esperanza es la que nos sostiene,
nos impulsa a entregarnos, a levantarnos de las caídas.
El Señor nos da un aviso en el
Evangelio: todo pecado se perdonará, menos “la
blasfemia contra el Espíritu Santo” (Mt 12,32). ¿Cuál
es esta blasfemia tan tremenda? ¿En qué consiste? En pensar que ya no hay
solución ni perdón para uno; en creer que uno está acabado, que no tiene
salida, que son tantos sus pecados, o tan grave su pasado, que Dios ya no puede
hacer nada. Esto induce a la desesperación.
En la vida espiritual suele ser una
tentación frecuente. El Maligno nos quiere hacer creer que nunca avanzamos, que
estamos estancados, que Dios se está apartando de nosotros, que nunca llegaremos
a la meta. Si nos creemos esa tentación, desesperamos de todo y casi lo
abandonamos todo: la vigilancia, la lucha, el fervor y la oración, ya que
pensamos que todo es inútil. El demonio nos quiere arrebatar la esperanza. Esto
se convierte en blasfemia porque olvidamos que Dios es Misericordia, que su
Espíritu lo puede vencer todo en nosotros, y llegamos a pensar que estamos
perdidos y que tanto esfuerzo es inútil. Resistamos firmes a esa tentación. “No abandones la obra de tus manos” (Sal 137).
Digamos: “Espero en ti, Señor”. Miremos a Cristo: “Señor, Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo” (Jn 21).
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