Asimismo, la reflexión sobre el Espíritu Santo conduce a ver su acción
en las almas de los fieles, que lo han recibido en la Iglesia, y que lo poseen
en la medida en que aman a la
Iglesia y viven en Ella. Se comprende, entonces, la atrevida
expresión de san Agustín: “Poseemos el Espíritu Santo, si amamos a la Iglesia” (In Io., 32, 8).
“Él es el Santo y el santificador por excelencia; es el Paráclito, nuestro patrono y consolador; es el Vivificador; es el Liberador; es el Amor; Él es el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo, la gracia increada que habita en nosotros como manantial de la gracia creada y de la virtus de los sacramentos; es el Espíritu de la verdad, y la unidad, es decir, el principio de comunión y, por lo mismo, el fermento del ecumenismo, es el gozo de la posesión de Dios; es el dispensador de los siete dones y de los carismas, es el fecundador del apostolado, el sostén de los mártires, el inspirador interior de los maestros exteriores; es la voz primera del magisterio y la autoridad superior de la jerarquía; y es, finalmente, la fuente de nuestra espiritualidad: “fons vivus, ignis caritas et spiritualis unctio”” (PABLO VI, Audiencia general, 26-mayo-1971).
El Espíritu Santo nos
santifica, es decir, nos va haciendo santos participando de la santidad de Dios;
nos va cristificando, porque va configurándonos a Cristo para que tengamos “la
mente de Cristo” (1Co 2,16), los mismos “sentimientos de Cristo Jesús” (Flp
2,5). “El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia,
para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda
su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace
presente el Misterio de Cristo, sobre en la Eucaristía para
reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios” (CAT 737). Y porque el
Espíritu Santo es la Caridad
de Dios, nos hace entrar en relación íntima de vida y comunión con Jesucristo,
“es el principio de la vida nueva en Cristo” (CAT 735).
El Espíritu Santo nos
hace partícipes de la vida nueva de Cristo dando muerte en nosotros al hombre
viejo y resucitándonos para ser hombres nuevos. Él destruye en nosotros las
obras de la carne y nos hace dar los frutos del Espíritu. “Vivir en Cristo” y
“vivir según el Espíritu” se identifican.
“El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos “el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza” (Gal 5,22-23). El Espíritu es nuestra Vida: cuanto más renunciamos a nosotros mismos, más obramos también según el Espíritu” (CAT 736).
El Espíritu Santo, que
clama en nosotros “Abba, Padre” (Rm 8,4), que nos permite confesar “Jesús es el
Señor” (1Co 12,3), conduce siempre nuestra oración personal para que tengamos
luz, consuelo e intimidad con el Señor. Habremos de invocar al Espíritu Santo
siempre al inicio de nuestra oración sosegada, de nuestra adoración ante el
Santísimo o de la oración ante el Sagrario, para que el Espíritu Santo conduzca
nuestra oración. “El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el
Maestro de la oración” (CAT 741). Además, sólo en la medida en que dejemos
actuar al Espíritu Santo en la oración, ésta será cada vez más sincera y
auténtica, de unión con el Señor, haciendo progresos en la vida interior, más
contemplativa y recogida, y menos exterior. El Espíritu “será también quien la
instruya [a la Iglesia]
en la vida de oración” (CAT 2623), “en la Iglesia creyente y orante, enseña a orar a los
hijos de Dios” (CAT 2650), “nos enseña a celebrar la liturgia esperando el
retorno de Cristo, nos educa para orar en la esperanza” (CAT 2657).
“El Espíritu Santo es el “agua viva” que, en el corazón orante, “brota para vida eterna” (Jn 4,14). Él es quien nos enseña a recogerla en la misma Fuente: Cristo. Pues bien, en la vida cristiana hay manantiales donde Cristo nos espera para darnos a beber el Espíritu Santo” (CAT 2652).
“El Espíritu Santo, cuya unción impregna todo nuestro ser, es el Maestro interior de la oración cristiana. Es el artífice de la tradición viva de la oración. Ciertamente hay tantos caminos en la oración como orantes, pero es el mismo Espíritu el que actúa en todos y con todos” (CAT 2672).
El Espíritu Santo nos
llevará a la “Verdad completa”, nos irá “recordando” (Jn 14,23) cuanto Jesús
nos ha dicho: “cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os irá guiando a la
verdad plena” (Jn 16,12); el Espíritu Santo nos va dando la plena comprensión y
actualización de la Palabra
de Cristo, para entenderla, ir descubriendo y adorando su insondable riqueza y,
al actualizarla, convertirla en norma y canon de vida. Al leer la Sagrada Escritura,
al participar en una reunión, conferencia o catequesis, en un retiro o en una
plática espiritual, el Espíritu Santo es quien nos hará comprender para vivir,
aprender de Cristo para que la
Palabra se encarne en nosotros. Esa es la inteligencia
espiritual que el Espíritu nos otorga.
El Espíritu Santo
impulsa a dar testimonio de Jesús allí donde nos encontremos y se desarrolle
nuestra vida. “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis
fuerza para ser mis testigos” (Hch 1,8), y esto es así porque “Dios no nos ha
dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio” (2
Tm 1,7): dar testimonio de Cristo, de lo que hemos visto y oído, de lo que
nuestra vida ha experimentado, y este testimonio de Jesús ofrecido en la
familia, en los ámbitos profesionales, culturales, educativos, en la vida
política y social, desechando la cobardía que pide recluirnos, e incluso lo
justifica por el respeto y la tolerancia hacia los demás.
El Espíritu Santo nos
asiste para saber qué decir: “en su momento se os sugerirá lo que tenéis que
decir; no seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará
por vosotros” (Mt 10,22). Las palabras que dan testimonio, el consejo oportuno,
la corrección fraterna, el consuelo que podemos ofrecer, la clase o la
catequesis que hemos de impartir... todo debe ser realizado en presencia de
Dios, invocando el Espíritu Santo, para que ponga sus palabras en nuestra boca
y abre el corazón de quien nos tiene que oír. Así hemos de suplicar el Espíritu
Santo que toque el corazón del oyente y que ponga sus palabras en nuestros
labios, y después pedir que el Espíritu fecunde lo que hayamos sembrado con
buena fe, ya que el Espíritu es el alma del apostolado y de toda misión
eclesial.
Se impone como
necesidad para el alma el trato asiduo, familiar, constante con el Espíritu
Santo; orar al Espíritu Santo, invocarlo en la vida personal como la Iglesia lo invoca siempre
en todos los sacramentos y en sus oficios litúrgicos. Esta oración constante y
asidua al Espíritu, en forma de jaculatoria o de breve oración, permitirá al
alma tener una connaturalidad con el Espíritu, una sintonía para percibir su
acción y ser dóciles a Él.
¿Cómo no dirigirnos
también a él orando? Por eso la
Iglesia nos invita a implorar todos los días al Espíritu
Santo, especialmente al comenzar y al terminar cualquier acción
importante.
La forma tradicional para
pedir el Espíritu es invocar al Padre por medio de Cristo nuestro Señor para
que nos dé el Espíritu. Pero la oración más sencilla y la más directa es
también la más tradicional: “Ven, Espíritu Santo” (cf. CAT 2670-2671).
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