jueves, 12 de agosto de 2021

Relaciones necesarias entre Eucaristía y Penitencia

Pastoralmente es indudable que el sacramento de la Penitencia debe ofrecerse con fidelidad (estando el sacerdote amplio tiempo en el confesionario) y que este sacramento de la Penitencia nos conduce a una mejor y más amplia participación en la Eucaristía, viviendo en gracia.

La Eucaristía misma, Santísimo Sacramento, pide y exige de los fieles la santidad de vida, el vivir en gracia, y no acercarse a la comunión si existe conciencia de pecado mortal.


Pero, entre otros muchos problemas, de esos cuyo análisis y solución no es simple sino complejo, está la pérdida del sentido del pecado, de modo que muchos, sin conciencia subjetiva de pecado -pero objetivamente con situaciones de pecado- se acercan indiscriminadamente a comulgar, sin discernimiento previo.



Con esta conciencia tan mal formada, ¿se puede acercar uno a comulgar tranquilamente? Ahora bien, hemos de tener claros los conceptos. Esto es una crisis moral en la Iglesia, contagiada por la crisis de la cultura actual y fruto de un posmodernismo caduco y decadente, junto a teologías no católicas que se han infiltrado en el ámbito católico. Ya nuestros obispos señalaban las raíces de esta crisis del Sacramento de la Penitencia:


Quizá la raíz más profunda de la crisis actual hay que buscarla en los fuertes fermentos de ateísmo e indiferencia religiosa de nuestro mundo, conformado por unas poderosas tendencias secularizadoras. El hombre moderno vive dentro de un cerco cultural secularista que reduce sus horizontes a las posibilidades y promesas de este mundo. Y seducido por este mundo, entregado a él, se concentra en su hacer y producir, en el consumir y disfrutar. Deja de lado a Dios soberano y, como si no existiera, trata de realizarse a sí mismo y al mundo al margen de Él. Encerrado en una cultura inmanentista de tipo reivindicativo e individualista, este hombre no se reconoce deudor de Dios; por una excesiva admiración hacia sí, siente la tentación de creerse capaz de vencer él sólo las fuerzas del mal, de superar técnicamente los conflictos y de bastarse a sí mismo. El recurso de Dios y la esperanza de otra vida dada por Él aparecen como una debilidad injustificada o una traición a los bienes de la tierra y a las capacidades humanas. 



En esta coyuntura, paralelamente, se va originando una secularización interna, una versión secular, del cristianismo donde cuestiones como la trascendencia de Dios o su juicio, la gracia, la conversión personal, la salvación eterna..., van perdiendo relieve y significación.  

Cuando esto sucede ¿cómo va a someterse el hombre a la palabra y al juicio de Dios, o a confrontarse con su bondad y santidad? ¿Qué lugar puede quedar ahí para el sacramento de la reconciliación, es decir, para un Dios personal -perdón, misericordia y juez de nuestras vidas-, para el anuncio del don y de la gracia de la reconciliación, para la proclamación de la necesaria conversión, para la actitud penitente como parte integrante de la vida cristiana, o para una verdadera y eficaz liberación de nuestros pecados por obra de la gracia de Dios que actúa en el sacramento? (Dejaos Reconciliar con Dios, 10).

 
            E, incluso habrá que dejar claro el concepto mismo de pecado, y su clasificación en pecado mortal y venial, en un mundo moral tan confuso aún en la misma Iglesia y sus propios confesores. Nos remitimos al testimonio magisterial del Catecismo:

            El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna (CAT 1849 y leer siguientes).

            Y el mismo Catecismo enseñará la diversidad de pecados, importante para hacer un discernimiento sobre la propia conciencia:

           Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto humano, o según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o según los mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que se refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados espirituales y carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión. La raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor... En el corazón reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a la que hiere el pecado (CAT 1853).

           Conviene valorar los pecados según su gravedad. La distinción entre pecado mortal y venial, perceptible ya en la Escritura (cf. 1Jn 5,16-17) se ha impuesto en la tradición de la Iglesia. La experiencia de los hombres la corroboran (CAT 1854).

        El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior (CAT 1855)

            El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere (CAT 1856 y siguientes).

            El camino ordinario para la reconciliación es el Sacramento de la Penitencia que borra el pecado y cierra las heridas mediante la satisfacción impuesta y el Don del Espíritu.

            Sólo limpiamente, en plena comunión con la Iglesia, se puede uno acercar al Sacramento de la Comunión eclesial. El pecado rompe o debilita (según sea mortal o venial) nuestra Comunión; se restablece sólo mediante el Sacramento de la Reconciliación que, por ello, nos acerca a la Comunión (eclesial y sacramental).



           La misma Eucaristía tiene momentos penitenciales que no son sacramentales, pero sí pueden ayudarnos a tomar conciencia del propio pecado, del pecado en sí mismo considerado, e incluso renovar la gracia del Sacramento de la Reconciliación para prepararnos dignamente a la Comunión:

a)      Preside siempre un Crucifijo, de Quien con su sangre reconcilió cielo y tierra.

b)      Se comienza en la Misa diaria con el acto penitencial –que no es sacramental- y los domingos, especialmente pascuales, con la aspersión del agua bendecida, signo de renovación bautismal en la Gracia.

c)      La Palabra de Dios proclamada siempre es llamada a la conversión, al amor y al seguimiento.

d)     En el Credo dominical y solemnidades confesamos que “creo en el perdón de los pecados”.

e)      El lavatorio de manos del sacerdote recuerda a los fieles la purificación espiritual necesaria para ofrecer el sacrificio (lavabo que nunca ha sido suprimido).

f)       La fórmula consecratoria del cáliz recuerda lo que estamos realizando, el mismo memorial de Cristo en su Sacrificio pascual: “Sangre de la alianza, nueva y eterna, derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”.

g)      El Padrenuestro como rito preparatorio de la comunión incluye la petición del perdón de las ofensas.

h)      El mismo rito de la paz siempre ha tenido resonancias no sólo de fraternidad (nunca de gesto de saludo), sino también de reconciliación para presentar la ofrenda ante el altar o para recibir lo ya consagrado.

i)        La fórmula inmediata antes de la comunión con palabras del centurión del evangelio ante el Cordero que quita el pecado del mundo (como se cantaba durante la abundante fracción del pan): “Señor, no soy digno de que entres en mi casa...”

j)        La oración sobre el pueblo antes de la bendición en Cuaresma (obligatoria todos los días de Cuaresma) y normalmente algunas alusiones en las bendiciones solemnes.

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