4. Aquí se realiza un culto nuevo
que es existencial y no externo a uno mismo: ofrecer ofreciéndonos, una
liturgia espiritual que engloba la vida cotidiana y la ofrece a Dios junto con Cristo:
“La Celebración
eucarística aparece aquí con toda su fuerza como fuente y culmen de la
existencia eclesial, ya que expresa, al mismo tiempo, tanto el inicio como el
cumplimiento del nuevo y definitivo culto, la logiké latría. A este respecto, las palabras de San Pablo a los
Romanos son la formulación más sintética de cómo la Eucaristía transforma
toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios… En esta exhortación
(cf. Rm 12,1) se ve la imagen del nuevo culto como ofrenda total de la propia
persona en comunión con toda la Iglesia. La
insistencia del Apóstol sobre la ofrenda de nuestros cuerpos subraya la
concreción humana de un culto que no es para nada desencarnado” (Benedicto XVI,
Sacramentum caritatis, 70).
Por
ello, cada fiel deposita espiritualmente en el altar su propia ofrenda
contenida en el pan y en el vino. Presenta su cuerpo, su ser entero, su vida
misma; presenta los sacrificios espirituales de sus trabajos, sus luchas, su
combate cristiano, su apostolado, sus actos de vida cristiana y sus obras de
misericordia, sus penitencias y mortificaciones… ¡todo, absolutamente todo!
Éstos son los verdaderos sacrificios espirituales que ofrecemos a Dios como
Cristo no ofreció cosas al Padre, sino a Sí mismo: “me has dado un cuerpo… Aquí
estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hb 10,5). Como Cristo, así los
cristianos se donan al Padre y entregan sus sacrificios espirituales: “todos
aquellos que participan en la
Eucaristía, sin sacrificar como él [el sacerdote], ofrecen
con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde
el momento de su preparación en el altar” (Juan Pablo II, Dominicae Cenae, 9).
Por
manos del sacerdote se ofrecen los fieles a Dios por Cristo, se unen a la
ofrenda eucarística, se incorporan a su sacrificio. Ya lo recordaba la
constitución Sacrosanctum Concilium: “aprendan a ofrecerse a sí mismos al
ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente
con él” (SC 48). Ésta es la participación activa de los fieles que, sin duda,
no hay que confundir con intervenciones directas, llevando cualquier cosa al
altar o leyendo una monición.
“Orad
hermanos… El Señor reciba de tus manos…” Este acto es espiritual, al ofrecernos
junto con Cristo, transformando la vida entera en un culto espiritual agradable
a Dios, en un sacrificio existencial y santo. A ello exhortaba Juan Pablo II:
“la conciencia del acto de presentar las ofrendas, debería ser mantenida
durante toda la Misa. Más
aún, debe ser llevada a plenitud en el momento de la consagración y de la
oblación anamnética, tal como lo exige el valor fundamental del momento del
sacrificio” (Dominicae Cenae, 9).
Todo
esto se contiene en ese diálogo sacerdotal con los fieles: “Orad, hermanos, para
que este sacrificio, mío y vuestro…” Como seguía explicando Juan Pablo II:
“Este valor sacrificial está ya
expresado en cada celebración por las palabras con que el sacerdote concluye la
presentación de los dones al pedir a los fieles que oren para que “este
sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso”. Tales
palabras tienen un valor de compromiso en cuanto expresan el carácter de toda
la liturgia eucarística y la plenitud de su contenido tanto divino como
eclesial” (Dominicae Cenae, 9).
5.
“Para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa
Iglesia”.
El
sacrificio de Jesucristo en la cruz, perpetuado y hecho presente en el
sacrificio eucarístico, se eleva a Dios para su gloria y su alabanza: es la gran
adoración, el verdadero culto de adoración a Dios, más perfecto, en espíritu y
verdad.
“Te
ofreceré un sacrificio de alabanza” (Sal 115) dice el salmo, anunciando
proféticamente la
Eucaristía: “alzaré la copa de la salvación” (Sal 115). Ésta
sí es la ofrenda pura para gloria de Dios, como profetizó Malaquías: “el Señor
recibirá ofrenda y oblación justas. Entonces agradará al Señor la ofrenda” (Mal
3,3-4) y así ofrecerán al Señor una ofrenda pura “desde donde sale el sol hasta
el ocaso” (Mal 1,11).
La Iglesia ofrece el
sacrificio del altar para alabanza y gloria de Dios ya que es la ofrenda
verdadera, pura y perfecta. Las oraciones sobre las ofrendas del Misal romano
se hacen eco de este aspecto: “para que nuestra celebración sea para tu gloria
y tu alabanza”[1], “Señor, que esta
oblación, en la que alcanza su cumbre el culto que el hombre te tributa,
restablezca nuestra amistad contigo”[2].
“Para
nuestro bien y el de toda su santa Iglesia”. Todo el bien de la Iglesia se contiene en la Eucaristía (cf. PO 5);
al celebrarla y ofrecerla pedimos por el propio bien de los oferentes, para que
sirva eficazmente a quienes toman parte de él. Este deseo se expresa tanto en
la oración sobre las ofrendas como también en la oración de postcomunión:
“dígnate, Señor, aceptar la ofrenda de tu pueblo: que ella nos santifique y nos
alcance lo que ahora imploramos de tu misericordia”[3];
“Señor, que esta oblación nos purifique y nos renueve, y sea causa de eterna
recompensa, para los que cumplen tu santa voluntad”[4];
“esta Eucaristía, celebrada como memorial de tu Hijo, nos haga progresar en el
amor”[5].
“Y
el de toda su santa Iglesia”. En virtud de la comunión de los santos, ni la
liturgia ni la celebración eucarística son un asunto privado, grupal,
circunscrito sólo a los fieles concretos que celebran en ese momento, sino que
es eclesial, incluye a toda la
Iglesia y se celebra en comunión con la Iglesia del cielo y de la
tierra.
Se
ofrece el sacrificio, pero no sólo por el bien de los oferentes sino también
“de todo tu pueblo santo” (PE IV), ofrenda que es “de tus siervos y de toda tu
familia santa” (Canon romano). Se ofrece por el bien de toda la Iglesia ya que es el
sacrificio de toda la Iglesia:
“Oh Dios, que has llevado a la perfección del sacrificio único los diferentes
sacrificios de la Antigua Alianza;
recibe y santifica las ofrendas de tus fieles, como bendijiste la de Abel, para
que la oblación que ofrece cada uno de nosotros en honor de tu nombre sirva
para la salvación de todos”[6]; “por
el único sacrificio de Cristo, tu Unigénito, te has adquirido, Señor, un pueblo
de hijos; concédenos propicio los dones de la unidad y de la paz en tu Iglesia”[7].
Con
esa conciencia clara, lúcida, respondemos al sacerdote (“Orad, hermanos…”) y
nos disponemos a entrar en la gran plegaria eucarística.
6.
Por último algún dato de la historia de la liturgia sobre este diálogo del
sacerdote y los fieles.
Esta
monición sacerdotal, “Orate fratres”, que aparece en todos los libros
litúrgicos medievales, desde el siglo VIII, tenía la forma de una humilde
petición: el sacerdote rogaba a los demás sacerdotes presentes que pidiesen por
él para llevar adelante, santamente, la gran plegaria de consagración. No se
respondía nada. Recuerda también otro momento en que los sacerdotes pedían por
sí mismos: en el Canon romano suplicaban unos por otros: “y a nosotros,
pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia…”
Ya
en el siglo X, según explica Amalario, el sacerdote se dirigía ya a los fieles
para “que fuese digno de ofrecer al Señor la oblación de todo el pueblo”. Las
fórmulas varían: “Orad por mí”, “por mí pecador”, “por mí, misérrimo pecador”…
Avanzando el tiempo, señal de que pedía la oración a todos, está la expresión
“orate, fratres et sopores”, “orad, hermanos y hermanas”.
Y
la respuesta, con distintas versiones, mencionaba siempre cómo los fieles le
deseaban que el Señor recibiera de sus manos el sacrificio para bien de toda la
santa Iglesia.
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