viernes, 30 de abril de 2021

El sacerdote en la Misa (apostolicidad de la Iglesia)



La apostolicidad acaba concretándose en el sacerdote válidamente ordenado, que realiza lo que hace la Iglesia y con su mismo sentido, pero que –como recordábamos- no tiene potestad para añadir, cambiar o quitar nada a su antojo, pues el sacerdote ordenado es el último eslabón que une la asamblea con la apostolicidad de la Iglesia.



El sacerdote actúa “in persona Christi”. El Papa Juan Pablo II recuerda esta doctrina en Ecclesia de Eucharistia: el sacerdote no es uno más entre iguales, sino el mismo Cristo que está a la mesa sirviendo. Juan Pablo II recuerda lo específico sacerdotal en la Eucaristía para salvaguardar la apostolicidad y no convertir la asamblea en un grupo meramente humano, o una secta o iglesia independiente.

            In persona Christi quiere decir más que “en nombre“ o también “en vez” de Cristo. “In persona”: es decir, en la identificación específica, sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie. El ministerio de los sacerdotes, en virtud del Sacramento del Orden, en la economía de salvación querida por Cristo, manifiesta que la Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al Sacrificio de la Cruz y a la Última Cena (EE 29).

            En la misma celebración litúrgica se expresa de diversos modos que deben ser tenidos en cuenta:

*     Preside desde la sede como Cristo Cabeza y Maestro
*     Se reviste de ornamentos sagrados nobles, como pedagogía litúrgica, expresando que él es “Otro”, ipse Christus.
*     Realiza la mención explícita del nombre del Papa y del Obispo de la Iglesia local (no del Abad o Provincial, o Superior General), por la apostolicidad sacramental, no jurídica.
*     Al partir el Pan, se realiza la inmixtión, signo muy antiguo en el rito romano de comunión con el Papa [y por tanto, con el propio Obispo].




Es que el sacerdote no es uno más entre iguales, ni un signo, o un animador, es Cristo cuando ejerce su ministerio santificador: “en el sacrificio eucarístico [Cristo] está presente, sea en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz” (Eucharisticum Mysterium, 9). Hay una presencia real de Cristo en el sacerdote que celebra y ofrece. ¡Es la grandeza del ministerio sacerdotal que canta el prefacio de la Misa Crismal!:

Él no sólo confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo,
sino que también, con amor de hermano,
elige a hombres de este pueblo
para que por la imposición de las manos,
participen de su sagrada misión.
Ellos renuevan en nombre de Cristo
el sacrificio de la redención,
preparan a tus hijos el banquete pascual
donde el pueblo santo se reúne en tu amor,
se alimenta con tu palabra
y se fortalece con tus sacramentos.
Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida po rti
y por la salvación de los hermanos,
van configurándose a Cristo,
y han de darte así testimonio constante
de fidelidad y amor.

            Esta doctrina de la apostolicidad concretada en el sacerdote que preside conlleva consecuencias litúrgicas y pastorales demasiado olvidadas en nombre de un falso concepto de “asamblea”, “participación” y “sacerdocio común”. Participar y realizar los sacramentos según señalaba ya el mismo Vaticano II: “En las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y normas litúrgicas” (SC 28).

            Al sacerdote le corresponde, porque es el mismo Cristo, recitar él solo toda la plegaria eucarística –no leída o recitada por todos- porque es Cristo quien la realiza. ¿Aviso inútil? ¿Puede acaso cambiar la anáfora y que todo lo recite la asamblea excepto –¡o inclusive!- las palabras de la narratio institutionis? La Madre Iglesia, salvaguardando la apostolicidad tiene claro:

            La plegaria eucarística, que por su naturaleza es como “el culmen de toda la celebración”, es “una plegaria de acción de gracias y de consagración” y tiende a hacer ciertamente “que toda la congregación de los fieles se una con Cristo en el reconocimiento de la grandeza de Dios y en la ofrenda del sacrificio”. Dicha oración es recitada por el sacerdote ministerial, que interpreta la voluntad de Dios, que se dirige al pueblo, y la voz del pueblo, que eleva los ánimos a Dios. Solamente ella debe resonar, mientras que la asamblea, reunida para la celebración litúrgica, mantiene un silencio religioso (Carta Eucharistiae participationem, 8).


            Todo esto aparece perfectamente en la misma plegaria eucarística, en la que se dirige a Dios no solamente una persona cualquiera privada o una comunidad local, sino “la única Iglesia Católica”, presente en toda Iglesia particular.
            Sin embargo, cuando se emplean plegarias eucarísticas si aprobación alguna de la autoridad eclesiástica competente [Santa Sede en lo que está en el Missale Romanum], no raras veces surgen contrastes y discrepancias entre sacerdotes y las mismas comunidades, mientras que por el contrario la Eucaristía debe ser “señal de unidad” y “vínculo de caridad”... En realidad, los que toman parte en la celebración tienen derecho a que la plegaria eucarística, que ellos, en cierto sentido, ratifican por medio del “Amén” final, no sea alterada o plenamente matizada por el gusto personal del que la ha compuesto o del que la recita
            De aquí la necesidad de utilizar solamente los textos de la plegaria eucarística aprobados por la legítima autoridad de la Iglesia, que manifiestan más clara y plenamente el sentido eclesial” (Íd, n. 11).


            Lo mismo que el hecho de repartir la comunión es un gesto sacerdotal (Yo estoy en medio de vosotros –a la mesa- como el que sirve), y no coger cada uno la comunión –autocomunión y no recibir el don de Cristo- o pasarse la patena y el cáliz entre todos...

            No se olvida Juan Pablo II –en multitud de alocuciones a sacerdotes y Cartas de Jueves Santo- de explicar la relación espiritual entre el sacerdote y la Eucaristía y los modos litúrgicos que han de ser cuidados. En Dominicae Cenae, expone bellamente:

            La celebración de la Eucaristía nos sitúa ante muchas otras exigencias, por lo que respecta el ministerio de la mesa eucarística, que se refieren, en parte, tanto a los solos sacerdotes y diáconos, como a todos los que participan en la liturgia eucarística. A los sacerdotes y a los diáconos es necesario recordar que el servicio de la mesa del pan del Señor les impone obligaciones especiales, que se refieren en primer lugar, al mismo Cristo presente en la Eucaristía y luego a todos los actuales y posibles participantes en la Eucaristía. Respecto al primero, no será quizás superfluo recordar las palabras del Pontifical que, en el día de la Ordenación, el Obispo dirige al nuevo sacerdote, mientras le entrega en la patena y en el cáliz el pan y el vino ofrecidos por los fieles y preparados por el diácono: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. Esta última amonestación hecha a él por el Obispo debe quedar como una de las normas más apreciadas en su ministerio apostólico.

            En ella debe inspirarse el sacerdote en el modo de tratar el pan y el vino, convertidos en Cuerpo y Sangre del Redentor. Conviene, pues, que todos nosotros, que somos ministros de la Eucaristía, examinemos nuestras acciones ante el altar, en especial el modo con que tratamos aquel alimento y bebida, que son el Cuerpo y la Sangre de nuestro Dios y Señor en nuestras manos; cómo distribuimos la Santa Comunión; cómo hacemos la purificación.

            Todas estas acciones tienen su significado. Conviene naturalmente evitar la escrupulosidad, pero Dios nos guarde de un comportamiento sin respeto, de una prisa inoportuna, de una impaciencia escandalosa. Nuestro honor más grande consiste –además del empeño en la misión evangelizadora-, en ejercer ese misterioso poder sobre el Cuerpo del Redentor, y en nosotros todo debe estar claramente ordenado a esto. Debemos, además, recordar siempre que hemos sido sacramentalmente consagrados para ese poder, que hemos sido escogidos entre los hombres y para representar a los hombres (Carta Dominicae Cenae,11).
           

Además el Papa en una catequesis (9-junio-1993) expresa bien el clima espiritual y los detalles de alma que se deben tener en el corazón sacerdotal:

            Con esta finalidad el presbítero puede y debe procurar un clima necesario para una provechosa celebración eucarística. Es el clima de la oración. Oración litúrgica, a la que debe ser invitado y educado el pueblo. Oración de contemplación personal. Oración de las sanas tradiciones populares cristianas, que puede preparar y seguir y, en cierto modo, acompañar también a la misa. Oración de los lugares sagrados, del arte sagrado, del canto sagrado, de las ejecuciones musicales (especialmente con el órgano), que se encuentra casi encarnada en las fórmulas y en los ritos, y anima y reanima todo continuamente, a fin de que pueda participar en la glorificación de Dios y en la elevación espiritual del pueblo cristiano reunido en la asamblea eucarística.

            Muchos más puntos prácticos se podrían sacar del dinamismo de apostolicidad de la Eucaristía. Con esto se ofrece un panorama amplio, que se puede completar leyendo los Prenotandos y textos del Pontifical Romano de Ordenación, de la exhortación Pastores dabo vobis (nn. 23. 26. 46. 48) y del CAT 1536-1600.

            Aquí, en la apostolicidad de la Eucaristía, incluye el Papa la apostolicidad vivida espiritualmente por el sacerdote, o lo que es lo mismo, la íntima y estrecha vinculación entre la vida espiritual del ministerio y la Eucaristía, con la necesidad de una profunda vida eucarística en el sacerdote. Dice en Ecclesia de Eucharistia:

Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo nuestro Señor, reitero que la Eucaristía es la principal y central razón de ser de la vocación, el sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella.

Las actividades pastorales del presbítero son múltiples. Si se piensa además en las condiciones sociales y culturales del mundo actual, es fácil entender lo sometido que está al peligro de la dispersión por el gran número de tareas pendientes. El Concilio Vaticano II ha identificado en la caridad pastoral el vínculo que da unidad a su vida y a sus actividades. Ésta –añade el Concilio- “brota sobre todo, del sacrificio eucarístico que, por eso, es el centro y raíz de toda la vida del presbítero” (PO 14). Se entiende, pues, lo importante que es para la vida espiritual del sacerdote, como para el bien de la Iglesia y del mundo, que ponga en práctica la recomendación conciliar de celebrar cotidianamente la Eucaristía, “la cual, aunque no pueden estar presentes los fieles, es ciertamente una acción de Cristo y de la Iglesia” (PO 13; CIC, can. 904). De este modo, el sacerdote será capaz de sobreponerse cada día a toda tensión dispersiva, encontrando en el Sacrificio eucarístico, verdadero centro de su vida y ministerio, la energía espiritual necesaria para afrontar los diversos quehaceres pastorales. Cada jornada será así verdaderamente eucarística” (EE 31), lo mismo que puede ser un aliciente, estímulo y ejemplo para los jóvenes en el descubrimiento


Hay que comprender y captar la importancia que para un sacerdote tiene que celebrar cotidianamente la Eucaristía, aunque no haya fieles. ¡Cuántos sacerdotes y cuántos santos han dado ejemplo! Juan Pablo II lo dejó bien claro en sus catequesis so bre el ministerio sacerdotal:

            Apareció en aquellos años [del Concilio y aún perdura] la tendencia de celebrar la Eucaristía solamente cuando estaba presente la asamblea de los fieles. Según el Concilio, si es verdad que es necesario hacerlo posible a fin de reunir a los fieles para la celebración, es también cierto que, incluso cuando el sacerdote permanece solo, el ofrecimiento eucarístico por él realizado en nombre de Cristo tiene la eficacia que proviene de Cristo y proporcionan siempre nuevas gracias a la Iglesia (Catequesis, 9-junio-1993).

            Más aún, las razones son profundamente teológicas y pastorales, porque está en juego el ser y la identidad sacerdotal, además del crecimiento  mismo de la Iglesia.

            La celebración eucarística, si bien puede hacerse sin la participación de los fieles, sigue siendo, no obstante, el centro de la vida de toda la Iglesia y el corazón de la existencia sacerdotal. He aquí una expresión grandiosa: “Cero de la vida de toda la Iglesia”. Es la Eucaristía la que hace la Iglesia, como la Iglesia hace la Eucaristía. El presbítero, encargado de edificar la Iglesia, realiza este cometido esencialmente con la Eucaristía. Incluso cuando no existe la participación de los fieles, él coopera para reunir a los hombres en torno a Cristo en la Iglesia mediante el ofrecimiento eucarístico. El Sínodo habla, además, de la Eucaristía como el “corazón de la existencia sacerdotal”. Esto significa que el presbítero, deseoso de ser y de permanecer personalmente y profundamente unido a Cristo, encuentra en él, en primer lugar, en la Eucaristía el Sacramento que realiza esta íntima unión, abierta a un crecimiento que llega al nivel de una mística identificación (Catequesis 9-junio-1993).

1 comentario:

  1. Magnífica entrada, enhorabuena don Javier.

    Abrazos fraternos.

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