La
apostolicidad acaba concretándose en el sacerdote válidamente ordenado, que
realiza lo que hace la Iglesia
y con su mismo sentido, pero que –como recordábamos- no tiene potestad para
añadir, cambiar o quitar nada a su antojo, pues el sacerdote ordenado es el
último eslabón que une la asamblea con
la apostolicidad de la
Iglesia.
El sacerdote actúa “in persona
Christi”. El Papa Juan Pablo II recuerda esta doctrina en Ecclesia de Eucharistia: el sacerdote no
es uno más entre iguales, sino el
mismo Cristo que está a la mesa sirviendo. Juan Pablo II recuerda lo
específico sacerdotal en la
Eucaristía para salvaguardar la apostolicidad y no convertir
la asamblea en un grupo meramente humano, o una secta o iglesia independiente.
In persona Christi quiere decir más que “en nombre“ o
también “en vez” de Cristo. “In persona”: es decir, en la identificación
específica, sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote, que es el autor y el
sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido
por nadie. El ministerio de los sacerdotes, en virtud del Sacramento del Orden, en la economía de salvación querida por
Cristo, manifiesta que la
Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente
la potestad de la asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir
válidamente la consagración eucarística al Sacrificio de la Cruz y a la Última Cena (EE
29).
En la misma celebración litúrgica se
expresa de diversos modos que deben ser tenidos en cuenta:
*
Preside desde la sede
como Cristo Cabeza y Maestro
*
Se reviste de
ornamentos sagrados nobles, como pedagogía litúrgica, expresando que él es
“Otro”, ipse Christus.
*
Realiza la mención
explícita del nombre del Papa y del Obispo de la Iglesia local (no del Abad
o Provincial, o Superior General), por la apostolicidad sacramental, no
jurídica.
*
Al partir el Pan, se
realiza la inmixtión, signo muy antiguo en el rito romano de comunión con el
Papa [y por tanto, con el propio Obispo].
Es que el sacerdote no es uno más entre iguales, ni un
signo, o un animador, es Cristo cuando ejerce su ministerio santificador: “en
el sacrificio eucarístico [Cristo] está presente, sea en la persona del
ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que
entonces se ofreció en la cruz” (Eucharisticum Mysterium, 9). Hay una presencia
real de Cristo en el sacerdote que celebra y ofrece. ¡Es la grandeza del
ministerio sacerdotal que canta el prefacio de la Misa Crismal!:
Él no sólo confiere el honor del
sacerdocio real a todo su pueblo santo,
sino que también, con amor de
hermano,
elige a hombres de este pueblo
para que por la imposición de las
manos,
participen de su sagrada misión.
Ellos renuevan en nombre de
Cristo
el sacrificio de la redención,
preparan a tus hijos el banquete
pascual
donde el pueblo santo se reúne en
tu amor,
se alimenta con tu palabra
y se fortalece con tus
sacramentos.
Tus sacerdotes, Señor, al
entregar su vida po rti
y por la salvación de los
hermanos,
van configurándose a Cristo,
y han de darte así testimonio
constante
de fidelidad y amor.
Esta doctrina de la apostolicidad
concretada en el sacerdote que preside conlleva consecuencias litúrgicas y
pastorales demasiado olvidadas en nombre de un falso concepto de “asamblea”,
“participación” y “sacerdocio común”. Participar y realizar los sacramentos
según señalaba ya el mismo Vaticano II: “En las celebraciones litúrgicas, cada
cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello
que le corresponde por la naturaleza de la acción y normas litúrgicas” (SC 28).
Al sacerdote le corresponde, porque
es el mismo Cristo, recitar él solo toda la plegaria eucarística –no leída o
recitada por todos- porque es Cristo quien la realiza. ¿Aviso inútil? ¿Puede
acaso cambiar la anáfora y que todo lo recite la asamblea excepto –¡o
inclusive!- las palabras de la narratio institutionis? La Madre Iglesia,
salvaguardando la apostolicidad tiene claro:
La
plegaria eucarística, que por su naturaleza es como “el culmen de toda la
celebración”, es “una plegaria de acción de gracias y de consagración” y tiende
a hacer ciertamente “que toda la congregación de los fieles se una con Cristo
en el reconocimiento de la grandeza de Dios y en la ofrenda del sacrificio”.
Dicha oración es recitada por el
sacerdote ministerial, que interpreta la voluntad de Dios, que se dirige al
pueblo, y la voz del pueblo, que eleva los ánimos a Dios. Solamente ella debe resonar, mientras que la asamblea, reunida para
la celebración litúrgica, mantiene un silencio
religioso (Carta Eucharistiae participationem, 8).
Todo
esto aparece perfectamente en la misma plegaria eucarística, en la que se
dirige a Dios no solamente una persona cualquiera privada o una comunidad
local, sino “la única Iglesia Católica”, presente en toda Iglesia particular.
Sin
embargo, cuando se emplean plegarias eucarísticas si aprobación alguna de la
autoridad eclesiástica competente [Santa Sede en lo que está en el Missale
Romanum], no raras veces surgen contrastes y discrepancias entre sacerdotes y
las mismas comunidades, mientras que por el contrario la Eucaristía debe ser
“señal de unidad” y “vínculo de caridad”... En realidad, los que toman parte en
la celebración tienen derecho a que
la plegaria eucarística, que ellos, en cierto sentido, ratifican por medio del
“Amén” final, no sea alterada o plenamente matizada por el gusto personal del
que la ha compuesto o del que la recita
De
aquí la necesidad de utilizar solamente
los textos de la plegaria eucarística aprobados por la legítima autoridad de la Iglesia, que manifiestan
más clara y plenamente el sentido eclesial” (Íd, n. 11).
Lo mismo que el hecho de repartir la
comunión es un gesto sacerdotal (Yo estoy
en medio de vosotros –a la mesa- como el que sirve), y no coger cada uno la
comunión –autocomunión y no recibir el don de Cristo- o pasarse la patena y el
cáliz entre todos...
No se olvida Juan Pablo II –en
multitud de alocuciones a sacerdotes y Cartas de Jueves Santo- de explicar la
relación espiritual entre el sacerdote y la Eucaristía y los modos
litúrgicos que han de ser cuidados. En Dominicae Cenae, expone bellamente:
La
celebración de la Eucaristía
nos sitúa ante muchas otras exigencias, por lo que respecta el ministerio de la
mesa eucarística, que se refieren, en parte, tanto a los solos sacerdotes y
diáconos, como a todos los que participan en la liturgia eucarística. A los
sacerdotes y a los diáconos es necesario recordar que el servicio de la mesa
del pan del Señor les impone obligaciones especiales, que se refieren en
primer lugar, al mismo Cristo presente en la Eucaristía y luego a
todos los actuales y posibles participantes en la Eucaristía. Respecto
al primero, no será quizás superfluo recordar las palabras del Pontifical que,
en el día de la Ordenación,
el Obispo dirige al nuevo sacerdote, mientras le entrega en la patena y en el
cáliz el pan y el vino ofrecidos por los fieles y preparados por el diácono:
“Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que
realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la
cruz del Señor”. Esta última amonestación hecha a él por el Obispo debe quedar como
una de las normas más apreciadas en su ministerio apostólico.
En
ella debe inspirarse el sacerdote en el
modo de tratar el pan y el vino, convertidos en Cuerpo y Sangre del
Redentor. Conviene, pues, que todos nosotros, que somos ministros de la Eucaristía, examinemos nuestras acciones ante el altar,
en especial el modo con que tratamos aquel alimento y bebida, que son el Cuerpo
y la Sangre de
nuestro Dios y Señor en nuestras manos; cómo distribuimos la Santa Comunión; cómo
hacemos la purificación.
Todas
estas acciones tienen su significado. Conviene naturalmente evitar la
escrupulosidad, pero Dios nos guarde de un comportamiento sin respeto, de
una prisa inoportuna, de una impaciencia escandalosa. Nuestro honor
más grande consiste –además del empeño en la misión evangelizadora-, en ejercer
ese misterioso poder sobre el Cuerpo del Redentor, y en nosotros todo debe estar claramente ordenado a esto.
Debemos, además, recordar siempre que hemos sido sacramentalmente consagrados
para ese poder, que hemos sido escogidos entre los hombres y para representar a
los hombres (Carta Dominicae Cenae,11).
Además el Papa en una catequesis (9-junio-1993) expresa bien
el clima espiritual y los detalles de alma que se deben tener en el corazón
sacerdotal:
Con
esta finalidad el presbítero puede y debe
procurar un clima necesario para una provechosa celebración eucarística. Es
el clima de la oración. Oración litúrgica, a la que debe ser
invitado y educado el pueblo. Oración de
contemplación personal. Oración de las sanas tradiciones populares cristianas,
que puede preparar y seguir y, en cierto modo, acompañar también a la misa.
Oración de los lugares sagrados, del arte sagrado, del canto sagrado, de las
ejecuciones musicales (especialmente con el órgano), que se encuentra casi
encarnada en las fórmulas y en los ritos,
y anima y reanima todo continuamente, a fin de que pueda participar en la
glorificación de Dios y en la elevación
espiritual del pueblo cristiano reunido en la asamblea eucarística.
Muchos más puntos prácticos se
podrían sacar del dinamismo de apostolicidad de la Eucaristía. Con
esto se ofrece un panorama amplio, que se puede completar leyendo los
Prenotandos y textos del Pontifical Romano de Ordenación, de la exhortación
Pastores dabo vobis (nn. 23. 26. 46. 48) y del CAT 1536-1600.
Aquí, en la apostolicidad de la Eucaristía, incluye el
Papa la apostolicidad vivida espiritualmente por el sacerdote, o lo que es lo
mismo, la íntima y estrecha vinculación entre la vida espiritual del ministerio
y la Eucaristía,
con la necesidad de una profunda vida eucarística en el sacerdote. Dice en
Ecclesia de Eucharistia:
Si la Eucaristía es centro y
cumbre de la vida de la
Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso,
con ánimo agradecido a Jesucristo nuestro Señor, reitero que la Eucaristía es la
principal y central razón de ser de la vocación, el sacramento del sacerdocio,
nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez
que ella.
Las
actividades pastorales del presbítero son múltiples. Si se piensa además en las
condiciones sociales y culturales del mundo actual, es fácil entender lo sometido que está al peligro de la
dispersión por el gran número de tareas pendientes. El Concilio Vaticano II
ha identificado en la caridad pastoral el vínculo que da unidad a su vida y a
sus actividades. Ésta –añade el Concilio- “brota sobre todo, del sacrificio
eucarístico que, por eso, es el centro y
raíz de toda la vida del presbítero” (PO 14). Se entiende, pues, lo importante que es para la vida
espiritual del sacerdote, como para el bien de la Iglesia y del mundo, que
ponga en práctica la recomendación
conciliar de celebrar cotidianamente la Eucaristía, “la cual,
aunque no pueden estar presentes los fieles, es ciertamente una acción de Cristo
y de la Iglesia”
(PO 13; CIC, can. 904). De este modo, el sacerdote será capaz de sobreponerse
cada día a toda tensión dispersiva, encontrando en el Sacrificio eucarístico,
verdadero centro de su vida y ministerio, la energía espiritual necesaria para
afrontar los diversos quehaceres pastorales. Cada jornada será así
verdaderamente eucarística” (EE 31), lo
mismo que puede ser un aliciente, estímulo y ejemplo para los jóvenes en el
descubrimiento
Hay que comprender y captar la
importancia que para un sacerdote tiene que celebrar cotidianamente la Eucaristía, aunque no
haya fieles. ¡Cuántos sacerdotes y cuántos santos han dado ejemplo! Juan Pablo
II lo dejó bien claro en sus catequesis so bre el ministerio sacerdotal:
Apareció
en aquellos años [del Concilio y aún perdura] la tendencia de celebrar la Eucaristía solamente
cuando estaba presente la asamblea de los fieles. Según el Concilio, si es
verdad que es necesario hacerlo posible a fin de reunir a los fieles para la
celebración, es también cierto que, incluso cuando el sacerdote permanece solo, el ofrecimiento eucarístico por
él realizado en nombre de Cristo tiene la eficacia que proviene de Cristo y
proporcionan siempre nuevas gracias a la Iglesia (Catequesis, 9-junio-1993).
Más aún, las razones son
profundamente teológicas y pastorales, porque está en juego el ser y la
identidad sacerdotal, además del crecimiento
mismo de la Iglesia.
La
celebración eucarística, si bien puede hacerse sin la participación de los
fieles, sigue siendo, no obstante, el centro de la vida de toda la Iglesia y el corazón
de la existencia sacerdotal. He aquí una expresión grandiosa: “Cero de
la vida de toda la Iglesia”.
Es la Eucaristía
la que hace la Iglesia,
como la Iglesia
hace la Eucaristía. El
presbítero, encargado de edificar la Iglesia, realiza este
cometido esencialmente con la Eucaristía. Incluso cuando no existe la participación de los fieles, él
coopera para reunir a los hombres en torno a Cristo en la Iglesia mediante el
ofrecimiento eucarístico. El Sínodo habla, además, de la Eucaristía como el “corazón
de la existencia sacerdotal”. Esto significa que el presbítero, deseoso de
ser y de permanecer personalmente y profundamente unido a Cristo, encuentra en él, en primer lugar, en la Eucaristía el
Sacramento que realiza esta íntima unión, abierta a un crecimiento que
llega al nivel de una mística
identificación (Catequesis 9-junio-1993).
Magnífica entrada, enhorabuena don Javier.
ResponderEliminarAbrazos fraternos.