Parece
imposible, para quienes vivimos en la tierra y hemos asumido modelos mundanos,
y estamos rodeados de una secularización agresiva, que haya otro modo de vivir
y de situarse en el mundo, rompiendo esquemas, siendo elementos extraños y
puestos en sospecha por los demás. Pero el cristianismo, que conlleva un estilo
de vida, nos sitúa de un modo distinto ante el mundo, viviendo de otra forma,
sin compartir la mundanidad. No es fácil, pero es posible. Los santos son la
prueba de ello.
Cada
época histórica es distinta, con retos y problemas diferentes, pero en todas se
da el fenómeno de querer de algún modo acomodar el cristianismo a ese mundo,
diluirlo un poco para que no resulte amenazante ni ajeno, conformarlo con una
adaptación que lo vacía de vida y de verdad. Es como si lo mundano o la moda
del momento tuviese que marcar la pauta del cristianismo vivido, rebajando su
dogma, revolucionando su moral. En vez de sanar el mundo y redimirlo, se plagia
y se asimila.
Todos
estos procesos son una traición a Cristo y al cristianismo. Lo único que logran
es mundanizar la Iglesia. Pero esto es justo lo contrario de lo que vivieron y
obraron los santos. Ni se mundanizaron a sí mismos ni mundanizaron a la
Iglesia. La forma cristiana de su ser se mantuvo íntegra, yendo contracorriente
y siendo juzgados como sospechosos.
¿Mundanizarse?
¿Para agradar al mundo? Los santos sólo quisieron agradar a Dios, no al mundo.
La mundanidad nos desvirtúa, nos corrompe, nos aleja de la santidad; con el
beato Newman, veamos los efectos de la mundanización en las almas:
“Así
como estos bienes nos llevan a amar el mundo, así también nos llevan a confiar
en el mundo. No sólo nos mundanizamos, sino que perdemos la fe religiosa.
Nuestros deseos se corrompen, nuestro entendimiento se oscurece, y el sentir
desagrado por la verdad, poco a poco aprendemos a sostener y defender el error.
San Pablo habla de los que “por haber desechado la buena conciencia,
naufragaron en la fe” (1Tm 1,19). La familiaridad con este mundo vuelve a los
hombres disconformes con la doctrina del camino estrecho; caen en herejías, e intentan
obtener la salvación en mejores condiciones que las que Cristo nos ofrece. Este
amor del mundo opera de distintas formas. Sin darse cuenta, los hombres forjan
sus opiniones a partir de sus deseos. Por ejemplo, hablando a lo humano, si
vemos que nuestras expectativas en el mundo dependen de determinada persona, la
cortejaremos, la honraremos, adoptaremos sus puntos de vista y nos confiaremos
a un poder de la carne, y llegaremos a olvidar el poder de la Providencia
divina, que está por encima, y la necesidad de Su bendición para edificar la
casa y guardar la ciudad” (Newman, Serm. 5, Serm. Parroq. VII, 82).
Nunca
los santos eligieron el camino ancho de la perdición, sino el camino estrecho
que conduce a la vida. Ni presentaron o predicaron ese camino ancho de
perdición para ser actuales y modernos, sino lo contrario: el angosto sendero y
la puerta estrecha, sin disimular ni engañar.
¿Cómo
lograron recorrer ese camino estrecho? ¿Cómo se mantuvieron fieles sin
mundanizarse a pesar del influjo y seducción tan grande del mundo?
La
vida de gracia y la oración fueron sus pilares. Se mantuvieron así unidos a
Cristo y viviendo según el Evangelio a pesar de los ataques del mundo y de la
mentalidad general de los hombres. Sin la vida de gracia y sin oración,
fácilmente caeríamos en la secularización, en los vanos intentos de plasmar la
Iglesia según los criterios seculares del mundo, vaciar la doctrina de Cristo y
hacerla según los slogans del momento. ¡No! No fue éste el camino de los
santos, no puede ser éste nuestro camino.
De
nuevo con Newman, con un largo texto de un sermón, consideremos aquello que
permitió la fidelidad e integridad de los santos:
“No
hay que suponer nunca, como perezosamente tendemos a suponer, que el don de la
gracia que recibimos en el bautismo es un mero privilegio exterior, un nuevo
perdón externo, en el que no interviene el corazón; o que se trate de una mera
marca que se nos pone en el alma y la distingue de las almas no regeneradas,
como un color o un sello desconectado por completo de los pensamientos, la
mente y el corazón del cristiano. Esto sería una visión grosera y falsa de la
naturaleza del don que Dios nos ha hecho en Cristo. Porque el nuevo nacimiento
del Espíritu Santo pone el alma en movimiento en dirección al cielo; nos da buenos
pensamientos y deseos, nos ilumina y purifica, y nos mueve a buscar a Dios. En
una palabra, como ya he dicho, da una vida espiritual, nos abre los ojos de la
mente de manera que empezamos a ver a Dios en todas las cosas por la fe y a
mantener una relación continua con Él mediante la oración; y si cuidamos con
amor esos influjos misericordiosos nos haremos más santos, más sabios, más
sobrenaturales, año tras año, con el corazón siempre en proceso de cambio desde
la oscuridad a la luz, desde los caminos y las obras de Satanás a la perfección
de la obediencia a Dios.
Que
estas consideraciones nos sirvan para grabarnos en la mente el significado de
lo que se nos manda en el texto, y otros semejantes que se encuentran en las
epístolas de san Pablo… Así pues, el cristiano penetra el velo de este mundo y
ve el mundo venidero. Mantiene relación con él, se dirige a Dios como un niño
se dirige a su padre, con una visión tan clara de Él y una confianza tan plena,
y también con reverencia tan profunda, con temblor y asombro divinos, pero
siempre con certeza y seguridad –pues dice san Pablo: “sé en quién he creído”
(2Tm 2,12)-; con la vista puesta en el juicio que ha de venir para valorar
sabiamente las cosas de este mundo, y con la seguridad de la gracia presente
para no perder en ningún momento la alegría.
Si
lo que he dicho es cierto, vale la pena reflexionar sobre ello. Mucha gente, me
temo, ni reza a horas fijas ni cultiva el hábito de la comunión con el
Todopoderoso. Es bastante evidente cómo reza la mayoría. Rezan de vez en
cuando, cuando sienten necesidad de que Dios les ayude, cuando tienen algún
problema o se sienten en algún peligro, o cuando tienen los nervios
especialmente excitados. No saben lo que es ser religioso de forma habitual, o
dedicar una cierta cantidad de tiempo, a horas fijas, a pensar en Dios. Hasta
las personas más cristianas, ¡qué de fallos lamentables tienen en el espíritu
de oración! Comparad el número de veces que habéis rezado cuando teníais
problemas con las pocas veces que habéis dado gracias una vez que vuestra
oración fue escuchada; o el fervor con que rezáis para evitar algún dolor
inminente, con la languidez y despreocupación con que dais gracias luego, y
enseguida veréis cuánto os falta de verdadero hábito de oración, y en qué gran
medida vuestra religión depende de estímulos exteriores, los cuales en absoluto
son prueba de que uno tenga un corazón religioso. O suponed que tenéis que
repetir la misma oración durante uno o dos meses porque sigue dándose el motivo
para rezar; comparad el fervor con que la decíais al principio y os esforzabais
para empaparos de ella, con la frialdad del final. ¿Por qué pasa esto sino
porque vuestra percepción del mundo invisible no es la verdadera visión que da
la fe (si no duraría tanto como dura ese mundo), sino un mero sueño que dura
una noche y al que sigue una alegría puramente mundana por la mañana? ¿Está
Dios, e manera habitual, en nuestros pensamientos? ¿Pensamos en Él, en su Hijo,
Salvador nuestro, a lo largo del día? ¿Cuándo comemos o bebemos le damos
gracias, no de forma puramente formal, sino de corazón? Cuando hacemos cosas en
sí mismas buenas, ¿elevamos el alma a Dios y deseamos aumentar su gloria?
Cuando nos encontramos metidos en el trabajo, ¿seguimos pensando en Él, obrando
siempre escrupulosamente, deseando conocer su voluntad más exactamente y
queriendo cumplirla completamente y en todo? ¿Estamos pendiente de su gracia
para que nos ilumine, nos renueve, nos fortalezca?
…No
obstante, siempre estamos en compañía de nosotros mismos y de nuestro Dios, y
esa silenciosa confesión interior, ante Su presencia, puede ser constante y
continua y terminará dando frutos duraderos” (Newman, Serm. 15, Serm. Parroq.
VII, 185-187).
Santos,
viviendo así, no podían mundanizarse nunca. La inspiración constante de la
gracia los elevaba, vivían de otro modo, con mirada sobrenatural. Su oración no
era formal y esporádica, sino constante, confiada y amorosa: las corrientes del
mundo no pueden arrastrar santos así. Pero si quitamos todo esto, el mundo nos
tragará en sus remolinos y ni siquiera nos daremos cuenta.
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