El amor a la Iglesia,
el sentir la Iglesia
y el sentir de la Iglesia
en nuestras almas ,corrige las miopías y torpes lecturas que muchas veces
hacemos de las cosas.
La eclesialidad modifica la percepción de nosotros mismos
como si fuéramos los únicos miembros útiles y valiosos de la Iglesia; la eclesialidad
corrige ese modo de actuar orgulloso que sólo valora el propio carisma, la
propia vocación, como lo mejor y más excelso, mirando con cierta altivez otras
vocaciones, otros carismas, otros espirituales, otras Órdenes, otros
movimientos o comunidades eclesiales u otros apostolados.
La eclesialidad
introduce nuevos elementos en nuestra vida: ya no nos preocupamos sólo de los
pequeños problemas personales, o de la búsqueda afanosa de la santidad
personal, sin importarnos otros asuntos; ya no vemos sólo las dificultades o
límites de la propia comunidad o ámbito cristiano, sino que nuestra solicitud
se extiende a toda la Iglesia
creando una nueva percepción, más ajustada y real, de lo propio y cotidiano. Se
sitúan en su justa medida, lo personal que antes parecía lo único y provocaba
angustia, relativizando su importancia (que antes se creía absoluta) y
haciéndonos partícipes de la vida de toda la Iglesia.
Situados, pues, en esta perspectiva eclesial, la reparación muestra su
rostro más pleno: no reparamos por los propios pecados, al menos únicamente, ni
deseamos solamente la propia santidad (querida por Dios), sino que ampliamos el
sentido del sacrificio de la cruz por bien de la Iglesia.
Nadie se
hace santo para sí mismo, buscando lo suyo, más bien uno se expropia de sí
mismos en favor de la Iglesia,
de la extensión del Reino.
Al desear la propia santidad, anhelamos la santidad de la Iglesia toda y de cada uno
de sus hijos, y nuestra reparación, nuestro amor entregado (“el amor no hace
más que regalar y no se reserva absolutamente nada para sí”[1]), nuestro sacrificio y nuestras
penitencias son por la
Iglesia.
Nuestra reparación se hace más plena y perfecta
cuanto más eclesial sea, cuanto más busque el bien de la Iglesia, la santidad de la Iglesia, el amor en
nuestra Santa Iglesia. Esta reparación es fecunda, una fecundidad
misteriosa pero plena; es más un don que un esfuerzo del hombre.
“Pensamos que podemos hacer hijos, pero los hijos son un regalo libre de Dios, un salario es el fruto del vientre, y lo mismo vale de la fecundidad espiritual del hombre (lo mejor en ella es inspiración), y tanto más de la espiritual cuando él, mediante el amor, la entrega, la penitencia y la representación vicaria, “colaborando” con la gracia de Dios, puede convertirse en “padre” y en “madre”. Él sabe que nada es más regalo que tal actividad”[2].
Varias de las oraciones de la Hora Intermedia
piden al Señor esta gracia de vivir por la Iglesia y para la Iglesia, en amorosa
reparación y trabajando y deseando la salvación y la santidad de todos:
Oh Dios, que
revelaste a Pedro tu plan de salvar a todas las naciones, danos tu gracia, para
que todas nuestras acciones sean agradables a tus ojos y útiles a tu designio
de amor y salvación universal[3].
Oh Dios, que
enviaste un ángel al centurión Cornelio, para que le revelara el camino de la
salvación, ayúdanos a trabajar cada día con mayor entrega en la salvación de
los hombres, para que, junto con todos nuestros hermanos, incorporados a tu
Iglesia, podamos llegar a ti[4].
Señor Jesucristo
que, por la salvación de los hombres, extendiste tus brazos en la cruz, haz que
todas nuestras acciones te sean agradables y sirvan para manifestar al mundo tu
redención[5].
El mismo tono espiritual mantienen algunas oraciones sobre las
ofrendas de la Eucaristía,
siempre ofrecida por el bien de todos –y a la cual nos asociamos y nos
ofrecemos nosotros mismos-:
Recibe y santifica
las ofrendas de tus fieles, como bendijiste la de Abel, para que la oblación
que ofrece cada uno de nosotros en honor de tu nombre sirva para la salvación
de todos[6].
Te rogamos nos
ayudes a celebrar estos santos misterios con fe verdadera y a saber
ofrecértelos por la salvación del mundo[7].
Derrama, Señor, la
bendición de tu Espíritu sobre estos dones que te presentamos, para que, al
participar en ellos, tu Iglesia quede inundada de tu amor y sea ante todo el
mundo, signo visible de la salvación[8].
La reparación cobra un rostro nuevo, más hermoso: ofrecemos lo que
somos y nuestras oraciones, actos de piedad y penitencia por la Iglesia. ¡Todo por la Iglesia! Con nuestra
santidad de vida (“mientras fueren mejores... más aprovechará su oración a los
prójimos”[9]) y nuestra reparación
aumentará la santidad de la Iglesia[10]; con nuestro amor
reparador robusteceremos el amor en la Iglesia, debilitado por el pecado de los hijos de
la Iglesia ya
que “todos los cristianos son pecadores, y si bien la Iglesia no peca en cuanto
tal Iglesia, sí peca en todos sus miembros, debiendo confesar su culpa por boca
de todos ellos”[11];
con nuestra reparación y sacrificio seremos gracia de Dios para quienes duden
en la fe, o sean tentados; con el sacrificio reparador y el amor hecho oración,
¡cuántos bienes les serán dados a la
Iglesia!, porque estaremos colaborando con Cristo en la
redención del mundo, y con la
Iglesia, que es sacramento universal de salvación para el
género humano[12],
y estaremos colaborando en lo invisible del Misterio, en lo que nadie ve, que
no es cuantificable ni medible, pero es cierto y real:
“¿Quién cuenta y sopesa los actos ocultos de dominio de sí mismo, que evitan el mal? ¿Quién los actos de penitencia y de caridad desprendida y quién el alcance de las ardientes oraciones ocultas? ¿Quién conoce, fuera de Dios, las experiencias de los santos, que, llevados a través del cielo y del infierno, sacan de sus quicios, desde los lugares más escondidos, regiones enteras de la historia, trasladan montañas enteras de culpa y abren un camino a través de lo intransitable? Digamos esto aquí sólo de paso y sotto voce [en voz baja], para recordar que no es posible el debe de la Iglesia sin tener en cuenta este haber”[13].
[1] VON BALTHASAR, Estados de
vida del cristiano, pág. 85.
[2] VON BALTHASAR, Tú tienes palabras de vida
eterna, pág. 32.
[3] Oración de Sexta, Martes I
del Salterio.
[4] Oración de Nona, Martes I
del Salterio.
[5] Oración de Nona, Miércoles
I del Salterio.
[6] Oración sobre las
ofrendas, Domingo XVI Tiempo Ordinario.
[7] Oración sobre las
ofrendas, Domingo IV de Cuaresma.
[8] Oración sobre las
ofrendas, Misa vespertina de la vigilia de Pentecostés.
[9] Sta. TERESA DE JESÚS, VII
Moradas, 4,15.
[10] Recordemos el texto ya citado del cardenal De
Lubac: “Si la Iglesia fuera en cada uno
de nosotros más fiel a su misión, ella sería sin duda ninguna, lo mismo que su
mismo Señor, mucho más amada y mucho más escuchada: pero también, sin duda
alguna, sería, como Él, más despreciada y más perseguida”.
[11] VON BALTHASAR, Casta
Meretrix, en Sponsa Verbi, Madrid, 1964, pág. 300s.
[12] Cf. LG 9; CAT 774-776.
[13] VON BALTHASAR, ¿Quién es
un cristiano?, Madrid 1967, págs. 23-24.
! Que importante, ! que oportuno ! . Cuantas veces lo olvidamos .Gracias
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