Como la estética no es un mero añadido, sino la cualidad de la misma belleza, y ésta es propia de la liturgia, habremos de ver una "Teología estética" que sea auténtica.
La liturgia, por su naturaleza, por su objeto, por su fin incluso, es bella en sí misma, posee belleza.
2. Teología estética
La
belleza es algo constitutivo de Dios. Dios es la belleza perfecta, hermosura
increada, que es reflejada en sus obras, en la creación, en la persona humana,
en la Redención,
en Jesucristo (eres el más bello de los hombres),
en la Iglesia
(sin mancha ni arruga).
Dios
derrama su belleza en sus criaturas. Dios mismo, como Belleza y Hermosura, nos
introduce en su estética divina, el amor, el orden, la unidad, la gracia; es
definido como Belleza en uno de los textos más bellos de la literatura
cristiana:
“¡Tarde
te amé, Belleza siempre antigua y siempre nueva! Tarde te amé. Tú estabas
dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera te andaba
buscando. Me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas
conmigo, pero yo no estaba contigo… Pero Tú me llamaste, y más tarde me
gritaste, hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste
en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por
ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me
tocaste, y con tu tacto, me encendiste en tu paz” (S. Agustín, Confes., lib.
X).
Belleza
que se traduce por unidad; la dispersión es la antiestética, porque introduce
la asimetría, el desorden. Ciertamente, el orden interior es preferible a
cualquier belleza externa. Esta belleza está en el orden del universo, en la
proporción y armonía, y es buscada ansiosamente por el alma. Toda persona
humana busca la belleza, como algo sustancial a su ser más profundo. El alma se
encuentra a sí misma en la belleza, y descubre ahí a su Señor.
Sánchez Martínez, Javier, “Lo
bello y lo “inútil” de la liturgia”: Pastoral
litúrgica 236 (1997), 51-57.
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