Los ángeles en la noche de
Navidad, proclamaban la gloria de Dios y la llegada del Mesías, el verdadero
Príncipe de la paz (cf. Is 9) que establecerá la paz en todos los confines de
la tierra (Sal 71).
“Los
hombres de buena voluntad” son los que aguardaban al Mesías Salvador, los
sencillos de corazón, los pobres de espíritu, que acogieron y creyeron las
profecías y las esperanzas mesiánicas. Aguardaban al Salvador y Dios cumplió lo
que había anunciado.
La
traducción castellana ha reinterpretado estas palabras y las ha traducido de
otro modo: “paz a los hombres que ama el Señor”. Dios es quien ama a los
hombres (cf. Tit 2,11), y porque los ama, les envía a su Hijo. No es la paz,
desde luego, de “los que aman [ellos] al Señor”, como si fueran los hombres los
que amaran a Dios… Se trata de mirar la benevolencia divina, destacar la
iniciativa divina, su amor previo y gratuito.
Detengámonos,
con los Padres de la Iglesia,
en este primer verso del salmo, cantado por los ángeles en el cielo la noche de
la Navidad.
¿Por
qué cantan los ángeles aquella noche luminosa?
“Cuando se nos leyó el evangelio, escuchamos las palabras mediante las
cuales los ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento del Señor Jesucristo
de una virgen: Gloria a Dios en los
cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Palabras de
fiesta y de congratulación no sólo para la mujer cuyo seno había dado a luz al
niño, sino también para el género humano, en cuyo beneficio la virgen había
alumbrado al Salvador” (S. Agustín, Serm. 193,1).
Cantan
los ángeles y glorifican al Señor, como siempre hacen en el cielo, y en esta
ocasión, introducen también su canto en la tierra siguiendo a su Jefe, que ha
entrado en la tierra, naciendo:
“Está bien que sea mencionado el
ejército de los ángeles que seguían al jefe de su milicia. ¿A quién habían de
dirigir los ángeles sus alabanzas, sino a su Señor, según está escrito: “alabad
al Señor desde los cielos, alabadle en las alturas, alabadle, ángeles todos”?
Aquí, pues, se cumple la profecía. El Señor es alabado en lo alto de los cielos
y se muestra sobre la tierra” (S. Ambrosio, In Luc., II, 52).
Cantamos
la gloria a Dios, la paz en la tierra. Dirá san Jerónimo: “Gloria en el cielo
en donde no hay jamás disensión alguna, y paz en la tierra para que no haya a
diario guerras. “Y paz en la tierra”. Y esa paz, ¿en quiénes? En los hombres. Y
¿por qué entonces no tienen paz los gentiles ni los judíos? Por eso se
apostilla: “Paz a los hombres de buena voluntad”, es decir, a quienes reciben a
Cristo recién nacido” (Sobre la
Natividad del Señor, BAC, 593,959).
El
canto de paz de los ángeles resuena anunciando la salvación para que todos
lleguen a ser hombres de buena voluntad: “Una vez nacido de la virgen el Señor,
cuya natividad celebramos hoy, resonó el canto angélico: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena
voluntad. ¿A qué se debe que haya paz en la tierra sino a que la verdad ha brotado de la tierra, es
decir, a que Cristo ha nacido de la carne? Él
es también nuestra paz, que de dos pueblos hizo uno, para que
nos convirtamos en hombres de buena voluntad, dulcemente unidos en el vínculo
de la caridad” (S. Agustín, Serm. 185,3).
Esa
paz es la reconciliación entre el cielo y la tierra, es la paz entre los
hombres y los ángeles:
“Antes de que nuestro Redentor
naciera en la carne, estábamos en desacuerdo con los ángeles, de cuya claridad
y pureza distábamos mucho, por merecerlo así la primera culpa y nuestros
diarios delitos; pues, al pecar, nos habíamos extrañado de Dios, y los ángeles,
ciudadanos de Dios, nos consideraban también como extraños a su compañía; pero,
cuando ya reconocimos a nuestro Rey, los ángeles nos reconocieron como
ciudadanos suyos, porque, habiendo tomado el Rey del cielo la tierra de nuestra
carne, la grandeza angélica ya no desprecia nuestra pequeñez: los ángeles hacen
las paces con nosotros; dejan a un lado los motivos de la antigua discordia y
respetan ya como compañeros a los que antes, por enfermos y abyectos, habían
despreciado” (S. Gregorio Magno, Hom. sobre Ev., 1, 8, 2).
Ahora
es cuando surge un nuevo orden, ya perfecto; paz en la tierra y la gloria sólo
para Dios en el cielo:
“Cuando la paz comenzaba a reinar,
los ángeles decían: “Gloria en las alturas y paz en la tierra”. Pero cuando los
de aquí abajo recibieron la paz de los de arriba, proclamaron: “Gloria en la
tierra y paz en los cielos”. Cuando la divinidad descendió a la tierra y se
revistió de humanidad, los ángeles proclamaban: “paz en la tierra”. Y cuando
esa humanidad asciende y se sienta a la derecha, los niños clamaban ante ella:
“Paz en los cielos. ¡Hosanna en las alturas!” Es lo mismo que el Apóstol se
dispuso a decir: “Por medio de su sangre restableció la paz, tanto en las
criaturas de la tierra como en las celestiales”. Los ángeles decían: “Gloria en
las alturas y paz en la tierra”, y los niños: “Paz en los cielos y gloria en la
tierra”; así aparece con claridad que, igual que la gracia de la misericordia de
Cristo alegra a los pecadores en la tierra, así también su arrepentimiento
alcanza a los ángeles del cielo. El “gloria a Dios” fue espontáneo; paz y
reconciliación para aquellos contra los que estaba irritado; esperanza y
remisión para los culpables” (S. Efrén, Com. al Diatéssaron, 2,14-15).
Dios
hace de la tierra un cielo para su Hijo, y nos anuncia el cielo a nosotros,
donde gozaremos plenamente si tenemos una voluntad buena y apartada del pecado:
“Meditemos con fe, esperanza y caridad estas palabras divinas, este
cántico de alabanza a Dios, este gozo angélico, considerado con toda la
atención de que seamos capaces. Tal como creemos, esperamos y deseamos, también
nosotros seremos “gloria a Dios en las alturas” cuando, una vez resucitado el
cuerpo espiritual, seamos llevados al encuentro en las nubes con Cristo, a
condición de que ahora, mientras nos hallamos en la tierra, busquemos la paz
con buena voluntad. Vida en las alturas ciertamente, porque allí está la región
de los vivos; días buenos también allí donde el Señor es siempre el mismo y sus
años no pasan. Pero quien ame la vida y desee ver los días buenos, cohíba su
lengua del mal y no hablen mentira sus labios; apártese del mal y obre el bien,
y conviértase así en hombre de buena voluntad. Busque la paz y persígala, pues paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad” (Serm. 193,1).
“Por
tu inmensa gloria…” Cuando la
Iglesia canta himnos a Dios, se suceden las alabanzas, una
tras otra, para expresar el ánimo eclesial con que se dirige a Dios: “te
alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias”.
Aquí,
enteramente gustando y reconociendo la inmensa gloria de Dios, manifestada
plenamente en Cristo, sus maravillas incontables, la misericordia que derrama
sin medida, el pueblo cristiano adora a Dios, le alaba, le glorifica y le da
gracias sin cesar. La Iglesia
es un pueblo de alabanza, una nación santa, “para proclamar las maravillas” de
quien nos sacó de las tinieblas y nos trasladó a su luz admirable (cf. 1P 2,9).
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