jueves, 16 de enero de 2020

Es mucho más fácil (Palabras sobre la santidad - LXXXI)


La vida cristiana en santidad se define no por grandes cosas, ni por grandes acciones exteriores, no por un intenso y estéril activismo ni por la búsqueda de populismo, no por llamativos fenómenos extraordinarios en la vida interior… sino por algo más elemental y accesible.

 
El santo, la santidad en sí, es la respuesta al amor primero, desbordante e insondable, inimaginable e inmerecido, de Dios en su Hijo. “Él nos amó primero” (1Jn 4,19). Quien así es amado, ve cómo su propio corazón comienza a amar de otro modo más puro, oblativo, entregado, humilde. Se convierte en un testigo del amor, de la caridad. A su lado se expande el amor, el santo irradia un amor nuevo que Él recibe y comunica a los demás


 “No consiste la santidad sino en amor humilde de Dios y del prójimo”, escribía san Juan de Ávila (Carta 158), lejos del ruido y del fárrago de mil cosas y actividades. Es mucho más fácil la santidad de lo que algunos creen. El santo simplemente ama. Sus gestos, su mirada, su tono humano, su comprensión y acogida, su buen humor calmado, todo cuanto hace, traslucen un punto de unión superior y excelente: el amor. El santo es un testigo creíble del amor. ¡Se le nota en mil detalles!, transparenta un corazón puro, limpio, manso; denota en sus actos, en su carácter y en su rostro, una fuente límpida y cristalina.

¡La santidad bien sabe de amor!, de amor auténtico y no meramente sensible, anímico o afectivo. Ama siempre, no por temporadas o por euforia, sino día a día, día tras día: ¡siempre!, porque el amor es constante y perseverante: no ama una sola vez, mucho, adquiriendo notoriedad y haciendo que se crean que es “buena persona”, permaneciendo indiferente en el resto de las ocasiones. No es bondad ocasional… sino amor diario, con el fundamento del amor de Jesucristo. Esta perseverancia en el amor es señal de identidad del amor de verdadero. Pero hay que sumarle otra: el amor sin acepción de personas, ya que quien ama con el amor de Jesucristo no da a unos todo y a otros, la mayoría, nada. No ama sólo a quienes le aman: ¿qué mérito tendrían? (cf. Lc 6,32). Ama a los suyos (a sí mismo y a quienes le corresponden con afecto), ama sirviendo, con menor intensidad afectiva pero igual entrega, a cualquiera que rodee al santo, conocido o desconocido; la santidad, ¡qué bien sabe del amor!, llega a amar a los enemigos, haciéndoles el bien, sin albergar ni un resquicio de odio, resentimiento o rencor.


 Por esa experiencia del amor de Jesucristo, la santidad refleja ese amor, se configura viviendo según la norma de ese amor. ¡Qué llamativo e interpelante y hasta incómodo es un santo que ama!, porque pone en evidencia la falta de amor y esperanza de los hombres, y las tinieblas que envuelven al mundo.

Los santos son testigos creíbles del amor verdadero cuyo origen es Dios mismo. ¿Y cómo es este amor verdadero? ¿Quién ama de veras? ¿Cómo reconocer ese amor?

¡Es fácil el discernimiento! Quien ama, ¿podrá pegar voces a los demás? Quien ama, ¿tratará brusca o groseramente al otro? Quien ama, ¿querrá acaparar a los demás para sí mismo? Quien ama, ¿puede sentir celos o envidias? Quien ama, ¿se puede entristecer del bien ajeno o alegrarse disimuladamente del mal del otro?

Quien ama, ¿puede estar siempre “tan ocupado” que nunca esté disponible para los demás? Quien ama, ¿puede permanecer insensible o indiferente a los problemas de su prójimo? Quien ama, ¿acaso será duro como una piedra y le faltará capacidad de acogida y comprensión? Quien ama, ¿siempre tendrá gesto hosco y desabrido hacia los demás? Quien ama, ¿podría, tal vez, combinar ese amor con el rencor y el lamento constante de lo sufrido, incubando odio hacia quien tal vez pudo dañarle, y desacreditándolo constantemente delante de otros? Quien ama, ¿acaso puede humillar a alguien, despreciarlo o menospreciarlo ante los demás? Quien ama, ¿puede ser injusto? Quien ama, ¿puede ser perezoso, desatendiendo sus obligaciones para que otros sean los que las realicen en su lugar, cargándolos de más y más trabajo? Quien ama, ¿sería incapaz de sacrificarse por el otro? Quien ama, ¿pronuncia discursos y lanza proclamas de corte panfletario, viviendo con una máscara? Quien ama de veras, ¿no tendrá nunca detalles de afecto, cordialidad y cercanía? Quien ama, ¿puede ser selectivo en su amor, parcial con algunos e implacable con los demás?

La forma de amar de los santos, valiente y decidida, entregada y sin restricciones, cuestiona y denuncia al mundo y refleja a las claras el origen sobrenatural de ese amor. Por ellos son testigos creíbles del amor, vivido con todos y al servicio de todos, día tras día, de modo fiel y constante.

Pero el amor de los santos no se sostuvo únicamente en la línea horizontal del amor al prójimo, sino también en la vertical: amor a Dios. Sin éste, nunca hubiesen amado de verdad, con amor de donación, al prójimo. La fuente de su amor era Dios y así cultivaron tierna y filialmente el amor a Dios.

            La relación con Cristo se tornó personalísima, íntima. Todo lo trataban los santos con Cristo en la oración y nada decidían ni resolvían ni emprendían sin consultarlo con el Señor sosegadamente. Muchas veces, durante el trabajo, o caminando, o en mil actividades cotidianas, su pensamiento volaba hacia el Señor con una breve jaculatoria, con una frase, una plegaria escondida. Los santos, amando a Cristo, sentían una fuerza poderosa, como un imán, que los arrastraba hacia el Sagrario y hacia la adoración eucarística para estar allí con Jesucristo amándole, escuchándole, mirándole. ¡Y qué gran fuente para este amor era la celebración eucarística! Ni ceremonia extraña, ni rito aburrido, ni costumbre, ni fiesta, ni happening: la Santa Misa para los santos era vivida con amor, recogimiento, silencio interior, ofreciéndose y ofreciendo (sin prisas, ni distracciones, ni frialdad). La Eucaristía incidía y marcaba sus vidas a fuego.

            La santidad, al vivir el amor así, construye el reino de Dios. ¡Es mucho más fácil la construcción del Reino! No necesitan programaciones, ni lanzar proclamas; no se convierten en activistas ni ideólogos: el amor que reciben de Dios y que ellos distribuyen a todos en su entorno, permite un nuevo florecimiento del Reino de Dios en nuestro mundo.

            “Y yo quisiera también, en esta ocasión, hacer que se reflexionara sobre el hecho de que cuanto la Iglesia, durante dos mil años, ha canonizado, ha elevado a canon, norma y regla como santidad conforme al evangelio, corresponde inequívocamente al criterio propuesto…: todos los santos han procurado configurar su existencia como respuesta de amor al amor crucificado de Dios y, partiendo de ahí, se han puesto a disposición de la obra de Jesús de instaurar entre los hombres el reino de amor de Dios. La tentativa de reducir la religión a ética, el amor de Dios y el amor personal de Cristo a amor al prójimo, contradice hasta tal punto a toda la norma o canon de santidad de la Iglesia, que se la debiera deslindar claramente de la tradición y denominarla, por ejemplo, como ‘neocatolicismo’” (BALTHASAR, H.U., Seriedad con las cosas. Córdula o el caso auténtico, Madrid 1968, 139).

Es mucho más fácil… Sólo amar es el ejercicio de los santos.


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