La
vida cristiana en santidad se define no por grandes cosas, ni por grandes
acciones exteriores, no por un intenso y estéril activismo ni por la búsqueda
de populismo, no por llamativos fenómenos extraordinarios en la vida interior…
sino por algo más elemental y accesible.
El
santo, la santidad en sí, es la respuesta al amor primero, desbordante e
insondable, inimaginable e inmerecido, de Dios en su Hijo. “Él nos amó primero”
(1Jn 4,19). Quien así es amado, ve cómo su propio corazón comienza a amar de
otro modo más puro, oblativo, entregado, humilde. Se convierte en un testigo
del amor, de la caridad. A su lado se expande el amor, el santo irradia un amor
nuevo que Él recibe y comunica a los demás
“No
consiste la santidad sino en amor humilde de Dios y del prójimo”, escribía san
Juan de Ávila (Carta 158), lejos del ruido y del fárrago de mil cosas y
actividades. Es mucho más fácil la santidad de lo que algunos creen. El santo
simplemente ama. Sus gestos, su mirada, su tono humano, su comprensión y
acogida, su buen humor calmado, todo cuanto hace, traslucen un punto de unión
superior y excelente: el amor. El santo es un testigo creíble del amor. ¡Se le
nota en mil detalles!, transparenta un corazón puro, limpio, manso; denota en
sus actos, en su carácter y en su rostro, una fuente límpida y cristalina.
¡La
santidad bien sabe de amor!, de amor auténtico y no meramente sensible, anímico
o afectivo. Ama siempre, no por temporadas o por euforia, sino día a día, día
tras día: ¡siempre!, porque el amor es constante y perseverante: no ama una
sola vez, mucho, adquiriendo notoriedad y haciendo que se crean que es “buena
persona”, permaneciendo indiferente en el resto de las ocasiones. No es bondad
ocasional… sino amor diario, con el fundamento del amor de Jesucristo. Esta
perseverancia en el amor es señal de identidad del amor de verdadero. Pero hay
que sumarle otra: el amor sin acepción de personas, ya que quien ama con el
amor de Jesucristo no da a unos todo y a otros, la mayoría, nada. No ama sólo a
quienes le aman: ¿qué mérito tendrían? (cf. Lc 6,32). Ama a los suyos (a sí
mismo y a quienes le corresponden con afecto), ama sirviendo, con menor intensidad
afectiva pero igual entrega, a cualquiera que rodee al santo, conocido o
desconocido; la santidad, ¡qué bien sabe del amor!, llega a amar a los
enemigos, haciéndoles el bien, sin albergar ni un resquicio de odio,
resentimiento o rencor.
Por
esa experiencia del amor de Jesucristo, la santidad refleja ese amor, se
configura viviendo según la norma de ese amor. ¡Qué llamativo e interpelante y
hasta incómodo es un santo que ama!, porque pone en evidencia la falta de amor
y esperanza de los hombres, y las tinieblas que envuelven al mundo.
Los
santos son testigos creíbles del amor verdadero cuyo origen es Dios mismo. ¿Y
cómo es este amor verdadero? ¿Quién ama de veras? ¿Cómo reconocer ese amor?
¡Es fácil el
discernimiento! Quien ama, ¿podrá pegar voces a los demás? Quien ama, ¿tratará
brusca o groseramente al otro? Quien ama, ¿querrá acaparar a los demás para sí
mismo? Quien ama, ¿puede sentir celos o envidias? Quien ama, ¿se puede
entristecer del bien ajeno o alegrarse disimuladamente del mal del otro?
Quien ama,
¿puede estar siempre “tan ocupado” que nunca esté disponible para los demás?
Quien ama, ¿puede permanecer insensible o indiferente a los problemas de su
prójimo? Quien ama, ¿acaso será duro como una piedra y le faltará capacidad de
acogida y comprensión? Quien ama, ¿siempre tendrá gesto hosco y desabrido hacia
los demás? Quien ama, ¿podría, tal vez, combinar ese amor con el rencor y el
lamento constante de lo sufrido, incubando odio hacia quien tal vez pudo
dañarle, y desacreditándolo constantemente delante de otros? Quien ama, ¿acaso
puede humillar a alguien, despreciarlo o menospreciarlo ante los demás? Quien
ama, ¿puede ser injusto? Quien ama, ¿puede ser perezoso, desatendiendo sus
obligaciones para que otros sean los que las realicen en su lugar, cargándolos
de más y más trabajo? Quien ama, ¿sería incapaz de sacrificarse por el otro?
Quien ama, ¿pronuncia discursos y lanza proclamas de corte panfletario,
viviendo con una máscara? Quien ama de veras, ¿no tendrá nunca detalles de
afecto, cordialidad y cercanía? Quien ama, ¿puede ser selectivo en su amor,
parcial con algunos e implacable con los demás?
La forma de
amar de los santos, valiente y decidida, entregada y sin restricciones,
cuestiona y denuncia al mundo y refleja a las claras el origen sobrenatural de
ese amor. Por ellos son testigos creíbles del amor, vivido con todos y al
servicio de todos, día tras día, de modo fiel y constante.
Pero el amor
de los santos no se sostuvo únicamente en la línea horizontal del amor al
prójimo, sino también en la vertical: amor a Dios. Sin éste, nunca hubiesen
amado de verdad, con amor de donación, al prójimo. La fuente de su amor era
Dios y así cultivaron tierna y filialmente el amor a Dios.
La
relación con Cristo se tornó personalísima, íntima. Todo lo trataban los santos
con Cristo en la oración y nada decidían ni resolvían ni emprendían sin
consultarlo con el Señor sosegadamente. Muchas veces, durante el trabajo, o
caminando, o en mil actividades cotidianas, su pensamiento volaba hacia el
Señor con una breve jaculatoria, con una frase, una plegaria escondida. Los
santos, amando a Cristo, sentían una fuerza poderosa, como un imán, que los
arrastraba hacia el Sagrario y hacia la adoración eucarística para estar allí
con Jesucristo amándole, escuchándole, mirándole. ¡Y qué gran fuente para este
amor era la celebración eucarística! Ni ceremonia extraña, ni rito aburrido, ni
costumbre, ni fiesta, ni happening: la Santa
Misa para los santos era vivida con amor, recogimiento,
silencio interior, ofreciéndose y ofreciendo (sin prisas, ni distracciones, ni
frialdad). La Eucaristía
incidía y marcaba sus vidas a fuego.
La
santidad, al vivir el amor así, construye el reino de Dios. ¡Es mucho más fácil
la construcción del Reino! No necesitan programaciones, ni lanzar proclamas; no
se convierten en activistas ni ideólogos: el amor que reciben de Dios y que
ellos distribuyen a todos en su entorno, permite un nuevo florecimiento del
Reino de Dios en nuestro mundo.
“Y
yo quisiera también, en esta ocasión, hacer que se reflexionara sobre el hecho
de que cuanto la Iglesia,
durante dos mil años, ha canonizado, ha elevado a canon, norma y regla como
santidad conforme al evangelio, corresponde inequívocamente al criterio
propuesto…: todos los santos han procurado configurar su existencia como
respuesta de amor al amor crucificado de Dios y, partiendo de ahí, se han
puesto a disposición de la obra de Jesús de instaurar entre los hombres el
reino de amor de Dios. La tentativa de reducir la religión a ética, el amor de
Dios y el amor personal de Cristo a amor al prójimo, contradice hasta tal punto
a toda la norma o canon de santidad de la Iglesia, que se la debiera deslindar claramente
de la tradición y denominarla, por ejemplo, como ‘neocatolicismo’” (BALTHASAR,
H.U., Seriedad con las cosas. Córdula o
el caso auténtico, Madrid 1968, 139).
Es mucho más
fácil… Sólo amar es el ejercicio de los santos.
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