Pudiera sorprender que, en un año de la Fe, Pablo VI dedicara catequesis no hablar de la Fe considerada en sí misma, sino de la Iglesia, su servicio, su misión, su relación con el mundo al que ella va a servir.
¿No va por un lado la fe y por otro la Iglesia? ¿No hay una disyunción, una separación, una distancia entre la fe que es algo privado, y la Iglesia que es una institución pública? ¿La fe no es algo íntimo del sujeto mientras que la Iglesia es un organismo social y jerárquico? ¿Para tener fe hay que estar en la Iglesia? ¿O para entender la fe hay que entender la vida de la Iglesia? ¿La fe no es experiencia, vivencia?
Estos son los interrogantes que, sin duda, más de uno plantearía cuando se ha asumido acríticamente todos los postulados de la secularización y de los profetas del disenso. Éstos han orientado la subjetividad en todos los campos y la fe la han reducido a una vivencia, a una experiencia de trascendencia, a una sublimación del ideal ético ya sin referencia alguna a la Verdad ni a la Revelación. Satisfechos con esta reducción, la Iglesia pierde su sentido original y es mirada sin más como "institución" con una "jerarquía" que en absoluto es necesaria: para vivir esa fe vivencial, experiencial, llena de "valores solidarios" la Iglesia es absolutamente prescindible y hasta un estorbo.
Ahora bien, como la fe es el asentimiento racional a la Palabra, a la revelación, como un don de Dios, sobrenatural, el ámbito donde se vive, se comunica, se fortalece la fe, es la Iglesia, el pueblo de los bautizados, el pueblo de los fieles -los que tienen la fe de Cristo-. La fe se vive en la Iglesia, es sostenida por la Iglesia. Así, por tanto, hablar de fe y de Iglesia no es hablar de términos antagónicos, sino de términos que se relacionan uno con otro por necesidad metafísica, podríamos decir.
"Decíamos en la sencillas palabras de la audiencia del pasado miércoles que entre la Iglesia y el mundo -el gran tema en el que ha profundizado el Concilio y que desde ese momento debe interesar a todos- hay dificultades muy serias para entenderse y sería un presupuesto falso pensar resolverlas degradando a la Iglesia, desvirtuando sus exigencias doctrinales y morales, asimilando pensamiento y costumbres de la Iglesia a los del mundo con el propósito de suprimir esas dificultades, acortar y salvar las distancias y rejuvenecer a la Iglesia con el remedio de la mundanidad y la modalidad de un complaciente y efímero historicismo. Repetíamos que se perdería a sí misma y no salvaría al mundo.
Pero, reafirmada la necesidad de que la Iglesia, o mejor, los fieles de la Iglesia sigan en la conciencia, doctrina, disciplina, coherentes con el propio ser marcadamente cristiano, no debemos olvidar nuestro deber de acercarnos al mundo tal como es. La Iglesia es, por cierto, esencialmente una institución que subsiste por sí misma, que de sí misma extrae sus razones de vida, sus energías espirituales, sus normas de acción; evocamos a San Pablo: "¿Qué parte hay del creyente con el infiel?" (2Co 6,15); pero la Iglesia no es un "ghetto", no es una sociedad hermética, una entidad que cuide sólo de sí misma, que se aisle absolutamente del ambiente humano en que se halla; una entidad que no posea el sentido histórico del devenir y multiplicarse con las formas culturales; que se contente con contactos ocasionales e inevitables con el mundo.
Inmersa en el mundo
La Iglesia está en el mundo, no es del mundo, sino para el mundo.
La Iglesia no prescinde de este dato fundamental, de hecho; está inmersa en la sociedad humana, la cual, existencialmente hablando, la precede, la condiciona, la alimenta y esto constituye, si lo observamos bien, una relación muy digna y fecunda entre la Iglesia y el mundo. Con el hilo de esta relación la Iglesia tejerá su primera trama con el mundo; nunca será antisocial, anticultural y -añadamos también- antimoderna; la Iglesia nunca será extraña allí donde echa raíces porque la Iglesia nace de la humanidad; es la misma humanidad elevada a un grado superior de nueva vida. La Iglesia no es, por lo mismo, revolucionaria, pero sí reformadora, renovadora; pero en absoluto incapaz de odiar o matar. Es el caso de aplicar a esta relación natural las palabras del Apóstol: "Nadie aborrece jamás su propia carne" (Ef 5,29). Lo mismo la Iglesia respecto al mundo.
Es necesario conocer los textos del Concilio sobre el particular. He aquí uno de densidad bíblica y vigor clásico: "La Iglesia, que procede del amor eterno del Padre, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, tiene una finalidad salvífica y escatológica que no puede alcanzar plenamente si no es en el mundo futuro. Está también presente aquí, en la tierra y está compuesta de hombres, los cuales precisamente son los miembros de la ciudad terrena, llamados a formar ya en la historia de la humanidad la familia de los hijos de Dios que debe crecer constantemente hasta la venida del Señor" (GS 40).
La familia de Dios
Pero entonces -se preguntará-, ¿dónde está la novedad del Concilio? La novedad ya se dijo muchos veces, consiste en el despertar que pone en el corazón de la Iglesia el deseo de acercarse más a la sociedad, al mundo que, por algunas de sus enormes y formidables transformaciones se apartó de ella. Un deseo amoroso, un deseo misionero, un deseo apostólico. Este deseo, por un lado, debe afianzar en la Iglesia la conciencia de sí misma, su fidelidad interior; por otro, aguijonea a la Iglesia para que vaya tras el mundo, se acerque más a él, le comprenda, le sirva, lo regenere cristianamente.
Una nueva pedagogía pastoral guía las ansias y pasos de la Iglesia. "Hoy la Iglesia (esta es la gran novedad) -leemos en estos días- habla al mundo, habla a los pueblos de tradiciones muy diferentes, de formación mental muy diversa", distinta llamada occidental, latinogermánica, pero -continúa el autor- "hay en ella (la Iglesia) en todo momento de su historia infinitas energías preciosas para tal acción; un San Benito, un San Francisco de Asís son aspectos de los valores universales de la Iglesia. Somos muchos en pensar que nada se debe tocar de la fe en Dios... Téngase en cuenta que el mundo no pide una Iglesia acomodaticia; salir al encuentro de sus pasiones y los vicios del mundo le quitará prestigio" (Jemolo).
Todo cristiano, apóstol
Sabéis que este problema de las relaciones entre la Iglesia y el mundo viene a incidir en la conciencia de todo fiel de la Iglesia con la formulación de un principio que el Concilio igualmente ha puesto en evidencia: el principio del empeño que apremia a todo cristiano para que se interese en el apostolado, en cualquier forma de apostolado, de tal modo que ningún miembro de la Iglesia sea inactivo, ninguno ocioso, ninguno pasivo. Y aquí terminamos nuestro discurso con una afectuosa exhortación, que dirigimos paternalmente a cada uno de vosotros: debes ser consciente de este deber, de esta llamada, de este honor que te ofrece, no tanto la Iglesia como el mismo Señor. Recuerda sus palabras en la célebre parábola de los viñadores: "¿Cómo estáis aquí sin hacer labor todo el día?... Id también vosotros a mi viña" (Mt 20,6-7).
Sí hijos carísimos, ¡hay tanto que trabajar en la viña de la Iglesia! Nos lo podemos decir con conocimiento de causa. ¿Por qué no querríais echar una mano?"
(Pablo VI, Audiencia general, 20-julio-1967).
Es evidente que los Papas desde Pablo VI han tenido que explicar reiteradamente que “estar en el mundo” un católico no significa asimilar el pensamiento del “mundo” ni mimetizarse con él porque se ha generalizado desde hace mucho tiempo tal error como consecuencia de “la traducción” individual y grupal de los términos “mundo”, “acercarse”, “alejarse”.
ResponderEliminarNo es extraña tal generalización ya que por mundo puede entenderse, en sus diferentes acepciones, desde una referencia a nuestro planeta hasta una remisión al pensamiento pretendidamente común (y por ello bueno) de la sociedad, incluido el entramado de relaciones con el mal.
La confusión que produce la terminología se hace patente en la comprensión de la separación Iglesia-Estado que, por seguir el hilo de la entrada, muchos sean o no católicos entienden como separación entre Fe-Vida terrena, separación que conduce necesariamente al silencio de la Fe, al silencio de la Iglesia.
Otro tanto sucede cuando se identifica libertad religiosa con libertad de culto. Como "traducimos" las palabras dice mucho de lo que pensamos y creemos de Dios y del hombre.
El lunes, en la homilía, el sacerdote dijo una frase que me pareció muy sensata: “no nos extrañemos que no nos entiendan, el espíritu que les inspira es distinto al que nos inspira a nosotros”.
¡Qué el Niño Jesús les bendiga!
Lo cierto es que la Iglesia nos enseña hasta el lenguaje con que hablar con Dios. Es nuestra Madre en la fe, y, como memoria de la ley natural, nuestra voz de la conciencia.
ResponderEliminarParece que estas frases de Su Santidad Pablo VI, están claras, absolutamente claras hasta para mi. .... Tan claro como que desde algunos ámbitos "católicos" ocurre todo lo contrario. Teólogos, sacerdotes, religiosos y religiosas, acogen (al menos en sus declaraciones a los medios) al mundo con regocijo. Matrimonio homosexual, aborto, divorcio, ordenación de sacerdotas, ordenación de obispas, y un largo etcétera. Es posible que incluso sean muy pocos, pero el eco de los medios es sobresaliente. Al menos Don Demetrio, tiene las cosas mucho más claras. Alabado sea DIOS.
ResponderEliminarPadre, esta vez he comprendido muy bien este texto de Pablo VI, esta claro, que necesito que usted me lo explique tan bien como lo hace. Abrazos en CRISTO. DIOS le bendiga.