1. En el siglo V se comienza a
emplear en la Iglesia
un himno festivo de acción de gracias, el Te Deum. Se emplea en solemnes
ocasiones de acción de gracias a Dios convocando al pueblo cristiano al canto
del Te Deum.
En
la actual Liturgia de las Horas, el Te Deum se canta o se recita al final del
Oficio de lecturas, antes de la oración conclusiva, en los domingos, fiestas y
solemnidades (exceptuando los domingos de Cuaresma). Así dicen las rúbricas de la IGLH:
“En
los domingos, excepto los de Cuaresma, en los días de la Octava de Pascua y de
Navidad, en las solemnidades y fiestas, después de la segunda lectura, seguida
de su responsorio, se recita el Te Deum, el cual se omite en las memorias y en
las ferias. La última parte de este himno, desde el versículo “Salva a tu
pueblo, Señor” (Salvum fac populum tuum) hasta el fin, puede omitirse
libremente” (IGLH 68).
Es
costumbre además en Monasterios, comunidades cristianas, Asociaciones,
Adoración Nocturna, etc., terminar el año civil recitando el Te Deum como
acción de gracias por el año transcurrido. Esta piadosa costumbre está
enriquecida con indulgencia plenaria: “Al fiel cristiano que rece en acción de
gracias “A ti, oh Dios, te alabamos” se le concede indulgencia parcial. La
indulgencia será plenaria el día uno de enero y en la solemnidad de
Pentecostés, si este himno se reza públicamente” (Enchiridion, 2).
En
el rito de ordenación episcopal, terminado la comunión y la oración de
postcomunión, se entona el Te Deum, mientras el nuevo obispo con mitra y báculo,
acompañado de otros obispos, va por la nave del templo bendiciendo a los fieles
presentes antes de dirigir una alocución final (PR 61-62).
2.
El contenido del Te Deum es una proclamación de fe en Dios, dirigiéndose a Él.
Podría considerarse una glosa y desarrollo del Credo, pero mientras que éste se
recita de manera impersonal, siendo una declaración, “Creo en Dios”, el Te Deum
adopta la forma de plegaria al Tú divino: “A ti, oh Dios, te alabamos”.
El
arranque del himno es jubiloso y da la nota de gozo que debe predominar al
cantarlo:
A ti, oh Dios,
te alabamos,
a ti, Señor,
te reconocemos,
a ti, eterno
Padre, te venera toda la creación.
El
himno solemne quiere ser alabanza y confesión en Dios que es bueno y generoso
con los que lo invocan. Muchas son las maravillas que hace el Señor, muchas son
sus misericordias y por ello es justo y necesario, es bueno dar gracias al
Señor y tocar para su nombre un himno de alabanza.
Al
dirigirse a Dios Padre se recuerda sobre todo su cualidad de Creador, fuente y
origen de todo por pura bondad y amor. La creación misma, existiendo, eleva su
alabanza al Señor:
A ti, eterno
Padre, te venera toda la creación.
Los ángeles
todos, los cielos y todas las potestades te honran.
Los querubines
y serafines te cantan sin cesar:
Santo, Santo,
Santo es el Señor, Dios del universo.
Los cielos y
la tierra están llenos de la majestad de tu gloria.
La
creación, visible e invisible, alaba a su Señor y Creador, proclama su santidad
y reconoce cómo su gloria lo llena todo. Es la santidad de Dios revelándose y
dándose y manteniendo todo cuanto existe con su providencia amorosa. Los
ángeles, servidores de Dios y poderosos ejecutores de sus órdenes, le alaban en
el cielo sin cesar. La Iglesia,
siempre, se une a este canto angélico de alabanza.
Además
de la creación y de los ángeles y arcángeles, toda la Iglesia, tanto la Iglesia celestial y
triunfante como la Iglesia
terrena y peregrina, continuamente bendice al Señor y entona su himno jubiloso:
A ti te
ensalza el glorioso coro de los apóstoles,
la multitud
admirable de los profetas,
el blanco
ejército de los mártires.
Asimismo,
a continuación, la Iglesia
militante, peregrina, se une a esta gran alabanza:
A ti la Iglesia santa,
extendida por
toda la tierra, te proclama:
La
acción de gracias se hace confesión de fe en la santa Trinidad:
Padre de
inmensa majestad,
Hijo único y
verdadero, digno de adoración,
Espíritu
Santo, Defensor.
Hecha
la recta confesión de fe trinitaria, el himno se dirige desde entonces a la Persona adorable de
nuestro Salvador, Jesucristo, recorriendo sus misterios. En primer lugar, su
divinidad, su preexistencia, su naturaleza divina:
Tú eres el Rey
de la gloria, Cristo.
Tú eres el
Hijo único del Padre.
Después
de esta confesión en la divinidad de Jesucristo, la Iglesia confiesa todos los
misterios de nuestro Señor, obrados por nosotros y por nuestra salvación, desde
su Encarnación virginal hasta su glorificación junto al Padre:
Tú, para
liberar al hombre,
aceptaste la
condición humana sin desdeñar el seno de la Virgen.
Tú, rotas las
cadenas de la muerte,
abriste a los
creyentes el reino del cielo.
Tú te sientas
a la derecha de Dios en la gloria del Padre.
Creemos que un
día has de venir como juez.
Una
breve súplica, una petición, se dirige a Cristo como final del Te Deum,
confiando en su poder salvador:
Te rogamos,
pues, que vengas en ayuda de tus siervos,
a quienes
redimiste con tu preciosa sangre.
Haz que en la
gloria eterna nos asociemos a tus santos.
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