Hay
un rasgo que es muy común en los santos, que se suele repetir con variaciones
distintas: fueron caminantes. Lo cual significa que siguieron a Cristo y que
Cristo les iba marcando el camino por el que transitar. Ellos fueron dóciles,
obedientes, e iban caminando sin rechistar.
Tal
vez, en un momento dado, al principio, soñaron con un modo de vida, un
proyecto, una tarea, y dieron los primeros pasos. Pero Dios irrumpió de mil
formas distintas y hubieron de abandonar el proyecto inicial, el camino que
ellos habían decidido, por otro, tal vez muy distinto, pero que era el plan
concretísimo de Dios.
Santa
Ángela de la Cruz pensó que su vocación era ser carmelita descalza y vivió como
tal en su vida seglar, pero no fue admitida. Tampoco cuajó su experiencia de
postulantado en las Hijas de la Caridad. Dios quería otro camino para ella: el
servicio de la caridad de los pobres fundando la Compañía de la Cruz.
En
otros santos, Dios iba actuando providencialmente, mediante personas o circunstancias
que iban dando luz para mostrar su voluntad y que suponían una inflexión en sus
vidas, un cambio determinante.
Santo
Domingo de Guzmán, feliz como canónigo regular en Osma, verá cómo el viaje que
tuvo que realizar con su obispo Diego le cambiará la vida: verá la herejía
extendida en el sur de Francia y su camino será la predicación, a pie, dando
lugar a la Orden de Predicadores.
O
santa Teresa de Jesús: en el monasterio de la Encarnación de Ávila, con sus
enfermedades, con su mediocre entrega al Señor, con el inicio de una vida de
oración, y la compañía y el diálogo con otras almas, va viendo que el Señor le
pide fundar una realidad nueva, un convento que se ajuste más a la Regla
primitiva del Carmelo. Un cúmulo de circunstancias y personas fueron el
instrumento del Señor para señalarle su camino propio, dejando su querido
Monasterio de la Encarnación y su linda y espaciosa celda para lanzarse luego
por los caminos de Castilla fundando conventos.
Los
casos podrían multiplicarse y los hallamos a medida que conocemos más vidas de
santos. No se aferran a su plan original. No planean ni planifican. Se dejan
llevar por Dios, cambian de planes y de orientación según Dios los vaya
llevando. Al santo le toca caminar. Llegará adonde no soñó, ni imaginó y tal
vez voluntariamente nunca habría ido. Lo vivieron con docilidad. Querían los
planes de Dios, el mayor servicio a Dios, y se dejaron conducir, discerniendo y
consultando. Si no hubieran tenido docilidad, no habrían podido percibir los
signos de Dios, ni los hubieran discernido, ni hubieran creído a sus confesores
o directores espirituales por un orgullo intelectual (¡cuántos hay que rechazan
cualquier indicación, que piensa ser guías de sí mismos, siempre tozudos!).
Harían vana la gracia de Dios, la hubieran dejado caer en saco roto, la
hubieran frustrado por la prepotencia de creerse más inteligentes que los demás
y seguir su propio proyecto vital… que sería suyo, pero no era el que Dios
quería y les indicaba.
Tuvieron
los santos la humildad de cambiar su camino, de modificarlo, de ir por otros
vericuetos, aunque sintiesen la incomprensión de los suyos, el escándalo de los
conocidos, y la inquietud natural de asumir otra dirección en sus vidas. Pero
caminaron con docilidad por donde Dios los iba llevando.
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