Nuestra
alma creada, nuestro ser personal, nace con muchas posibilidades y riquezas
interiores para desarrollar y vivir; nunca una persona está acabada o
plenamente desarrollada en todo su ser, sino que, como peregrinos, el hombre es
un caminante, un peregrino hacia la meta de su propia plenitud.
Quien cree que
ya lo sabe todo, que ya lo ha visto todo, que ya ha dado todo de su ser, está
paralizado, está muerto. Siempre en crecimiento, siempre avanzando, ¿hasta
dónde? “hasta la medida de Cristo en su
plenitud” (Ef 4,13), o, lo que es lo mismo, hasta plasmar en nosotros “la imagen del Hijo” (Rm 8,29).
Todo
lo humano, todas las posibilidades del alma se desarrollan para ser
cristificados, para tomar la forma plena de Cristo en las almas porque es
Cristo la verdadera medida de lo humano. Quedarse estancado es frenar el
proyecto de Dios en nosotros; detenerse no es tan sólo pararse, quien se
detiene en verdad está retrocediendo.
En este proceso de cristificación
–crecimiento de lo humano- una serie de virtudes orientan y ayudan al propio
progreso del alma. Todo vivido con la sencillez de quien quiere alcanzar la
plenitud en Cristo ya que el mismo Cristo es quien llama a esa plenitud de lo
humano, transformándonos con su Gracia. Cristo con su Gracia suscita el deseo
de plenitud y nos hace ponernos en camino, y su Gracia –que se realiza en
nuestra naturaleza y no la suple- auxilia nuestro trabajo interior (ascesis) y
corona el trabajo espiritual dando toda plenitud.
Pero siempre, y ante todo, el deseo
de crecer, madurar, progresar, pues en esto no hay excusas para no traicionar
lo que Dios quiere de nosotros, peregrinos. La edad no es excusa, siempre se
puede avanzar y crecer con la
Gracia de Cristo; el mucho saber (“yo ya lo sé todo”) tampoco
es excusa, pues puede haber mucho de soberbia. Todo hombre, por el hecho de ser
persona, está en camino, nadie está completo. Nos anima Sta. Teresa: “Aunque no
somos santos, es gran bien pensar, si nos esforzamos, lo podríamos ser” (C 16,12).
1. La primera virtud para crecer es la humildad, profunda y sincera, de mirar la propia vida y el interior
y sin quedarse ciego por la soberbia, reconocer y aceptar las carencias de la
propia vida, lo que no ha crecido, las virtudes que nos faltan, lo que hay
torcido, lo que hemos perdido con el paso del tiempo que antes a lo mejor sí
teníamos y vivíamos. Junto al descubrimiento de las propias carencias y
limitaciones, la humildad permitirá reconocer todo lo bueno que hay en el
propio interior, virtudes ya consolidadas, vicios ya extirpados, las cualidades
que se poseen, los deseos buenos, las aptitudes e inclinaciones sanas, los
talentos y carismas.
Se reconocen las posibilidades y riquezas del propio ser
–todo regalo del Señor- para afianzarlas más, que se hagan más consolidadas y
fuertes y se desarrollen aún más. Son muchos los bienes que están encerrados en
la humildad porque la humildad verdadera siempre acaba en propio conocimiento y
“el conocimiento propio da humildad y hay que pedirla a Dios” (S. Juan de Ávila, Audi Filia, c. 64).
La soberbia impide todo crecimiento
porque hace creer que uno es perfecto, que ya lo ha alcanzado todo, que ya
tiene toda la experiencia necesaria, que con la edad que uno tiene no necesita
más, que eso de crecer es para otros. Esa soberbia engrandece lo bueno que uno
tiene, haciendo creer que uno lo ha alcanzado ya todo, que tiene todo lo bueno
y que los demás no valen tanto como uno; la soberbia no deja ver los defectos y
limitaciones o les quita importancia. Por eso el soberbio siempre queda
paralizado en su ser, el verdadero humilde es el que avanza.
2. La virtud de la oración es imprescindible en el desarrollo de lo personal, en el
crecimiento interior, para ser imagen del Hijo, pues en la oración el Verbo da
sus mociones, su luz, señalando lo que hemos de hacer; Dios se comunica al alma
guiando y orientando, enseñándonos el camino de la vida, corrigiendo lo
torcido, afianzando nuestros pies y en la oración el Señor nos entrega la Verdad que ilumina y hace
libres, mostrando lo que somos en verdad y lo que el Señor quiere de nosotros y
así, “si en la oración persevera tengo por cierto la saca el Señor a puerto de
salvación” (Sta. Teresa,
V 8,5), porque “sabe el demonio, que alma que tenga con
perseverancia oración, la tiene perdida” (Sta. Teresa, V 19,4).
Los ratos de Sagrario y custodia, de
lectio divina y oración con la
Palabra, son momentos de gracia ya que el Señor va poniendo
las metas de nuestro crecimiento, iluminando y sanando; por eso, ponerse a la
escucha del Señor en oración será siempre camino seguro e indispensable para
desarrollar nuestro ser personal y avanzar en lo interior, configurándonos con
Cristo al tratar con Él. Además la oración sabe mucho de nuestros fracasos, de
los intentos fallidos y de nuestras derrotas, pero, como a Elías, el Señor en
la oración nos alimenta porque el camino es largo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario