Los
paños tienen también un uso ritual y litúrgico. Se les llama velos. Cubren
respetuosamente hasta que algo sea desvelado-mostrado, son signos del Espíritu
Santo descendiendo y haciendo sombra –como sobre la Virgen María en la
Encarnación-, son una muestra de respeto hacia algo.
El velo en
el sacramento del Matrimonio
La
costumbre romana presentaba al rito sagrado a la esposa ya velada con el flammeum, entre los cristianos era el
sacerdote quien lo imponía con una bendición (Righetti, II, p. 1008). Pero la
velación no entró nunca en los ritos orientales, quedó en el ámbito litúrgico
romano y en el hispano.
En
Occidente, en la Edad Media, el velo se imponía a la esposa, y más tarde, a
ambos. El velo solía ser blanco y se colocaba sobre la cabeza de los dos
esposos, o bien era suspendido sobre ellos, por sus cuatro esquinas, por cuatro
personas. Terminada la bendición sobre la esposa, se retiraba (Righetti, II,
1014).
En
el rito hispano se mantuvo. Según su tradición, el velo es rojo y blanco, rojo
de caridad (y Espíritu Santo), y blanco de pureza.
El
actual Ritual del Matrimonio ofrece la posibilidad de la velación en la fórmula
3ª, inspirada en el uso hispano-mozárabe: “En los formularios de este Ritual
inspirados en la antigua liturgia hispana se encuentra también el rito de la
velación nupcial… La velación, situada inmediatamente antes de la bendición
nupcial, recupera un signo tradicional y expresivo de la unión indisoluble que
el Sacramento ha realizado entre los esposos” (RM 38).
El
rito se realiza así según las rúbricas. “Después del “Padrenuestro”, omitido el
“Líbranos Señor”, se pone el velo de
color blanco y rojo sobre la cabeza de la esposa y los hombros del esposo,
simbolizando el vínculo que los une. A continuación el sacerdote pronuncia
sobre ellos la Bendición nupcial” (RM 177-178).
La
monición ilumina el sentido de esta Bendición; el tono es el propio de la
eucología hispana:
“Queridos hermanos:
Invoquemos a Dios que
se ha dignado conceder su bendición para multiplicar la descendencia del género
humano. Que él proteja a estos siervos suyos N. y N., que ha llamado a la unión
conyuga. Les otorgue sentimientos de paz, un mismo corazón y costumbres
selladas por el mutuo amor.
Tengan también, por
regalo de Dios, la familia deseada, a ella también alcance esta bendición.
Así N. y N. en humildad
de corazón, puedan servir a quien saben es su Creador.
R/ Amén… [y prosigue].
El velo
humeral
Tradicionalmente,
un signo de respeto, era no tocar directamente las cosas santas. Para trasladar
con solemnidad el Santísimo Sacramento y para impartir con él la bendición
eucarística, se emplea el velo o palo humeral (paño de hombros).
Así
hoy lo sigue estableciendo el Ritual:
“Para dar la bendición al final de la adoración, cuando se
haga con la custodia, el sacerdote y el diácono pónganse además la capa pluvial
y el paño de hombros de color blanco; pero si la bendición se da con el copón,
basta con el paño de hombros” (RCCE 92).
“Si el Sacramento no se conserva en el altar en que se va
a tener la exposición, el ministro, cubierto con el paño de hombros, lo
traslada desde el lugar de la reserva, acompañándole algún ayudante o algunos
fieles con cirios encendidos” (RCCE 93).
El
paño de hombros, siguiendo estas pautas, se emplea el Jueves Santo, en la Misa
en la Cena del Señor, para trasladar el Santísimo a la capilla de la reserva
(CE 306) y el Viernes Santo, “el diácono, tomado el velo humeral, por el camino
más coroto, lleva el Santísimo Sacramento del lugar de la reserva al altar” (CE
325).
También
hay otra procesión solemne con el Santísimo: el día de la dedicación de una
iglesia cuando se inaugura la capilla del Sagrario. En ese solemne rito, tras
la oración de postcomunión se procede en procesión:
“Dicha la oración después de la Comunión, el Obispo vuelve
al altar, echa incienso y lo bendice en el incensario y de rodillas inciensa el
Santísimo Sacramento. Después, recibido el velo humeral, toma el copón con las
manos cubiertas con el mismo velo.
Entonces se ordena la procesión por la iglesia, en la cual
el Santísimo Sacramento se lleva por la nave de la iglesia a la capilla de la
reserva” (CE 911).
Hubo
un tiempo –y quede como mero dato histórico- en que aparecen signos parecidos
de reverencia al Evangeliario. En el Ordo romanus I, n. 11, tras la lectura del
evangelio, el subdiácono da a besar el Evangeliario pero con las manos
envueltas en la planeta (casulla, que también llevaban los subdiáconos). Y en
la liturgia copta, una vez que el sacerdote ha besado el libro abierto, los
fieles pasan a besarlo, pero envuelto en un velo de seda (Jungmann, p. 571).
El velo de
la Cruz
Costumbre
era tapar todas las imágenes y la cruz con un velo en la V semana de Cuaresma
hasta la Vigilia pascual, y aún hoy se puede hacer (es facultativo).
“Es
evidentemente, un signo de tristeza muy en consonancia con el espíritu de este
ciclo” (Righetti, I, p. 771).
En
el bajo Medievo muchas iglesias acostumbraban a cubrir desde el principio de la
Cuaresma las imágenes y la cruz procesional… La regla de limitarlo al tiempo de
Pasión es reciente; aparece por primera vez en el siglo XVII con el Ceremonial
de obispos.
Así
quedaba la Cruz velada hasta su manifestación en la liturgia solemne del
Viernes Santo.
La
adoración de la Cruz fue muy pronto dramatizada con el descubrimiento y
ostensión de la cruz, con la triple postración y oraciones, como se ve en el
Pontifical romano del siglo XII.
Se
trae –con el Misal de S. Pío V- al presbiterio y allí se va desvelando en tres
ocasiones. El velo es (de seda) de color morado.
En
las rúbricas actuales, si se lleva la Cruz a la entrada del presbiterio, allí
se desvela por tres veces (CE 321 a) pero no si se trae en procesión desde el
fondo de la iglesia, que viene entonces descubierta (CE 321 b), imitando la
procesión del cirio pascual.
Es
un rito impactante, muy visual, que marca la grandeza el misterio del Redentor,
que se va desvelando, mostrando, con toda solemnidad, para adorar la Cruz
salvadora.
El velo de
la virgen consagrada
Es
un signo de consagración a Cristo, a quien pertenece, y que va a ser su Cabeza.
Además, el velo es un signo pneumatológico: el Espíritu cubriendo con su
sombra.
Con
estos valores espirituales, en la Iglesia fue fundamental la velación para la
consagración de vírgenes. Las vírgenes consagradas formaban un ordo dentro de
la Iglesia, y gozaban de una gran estima eclesial. Muchos Padres dedicaron
tratados a la santa virginidad (S. Ambrosio, S. Agustín, S. Juan Crisóstomo, S.
Gregorio de Nisa…)
A
mitad del siglo IV era un rito reservado al obispo y en fechas concretas:
Pascua, Navidad y Epifanía y posteriormente también las fiestas de los
apóstoles (ya en el siglo V). Por ejemplo, dirá san Ambrosio: “Llega el día de
la Pascua, en el mundo entero se celebran los sacramentos del bautismo, las
vírgenes consagradas toman el velo. Así pues, la Iglesia en un solo día, sin
ningún dolor, suele dar a luz muchos hijos e hijas” (Exh. a la virg., 7, 42).
La
velatio de las vírgenes formaba parte del ritual de consagración de las
vírgenes en esta época de los Padres (s. III en adelante). Se bendecía primero
el velo y se colocaba sobre el altar. Era un lienzo amplio de color blanco y
tenía una orla con franjas y flecos de púrpura. El pontífice lo colocaba sobre
la cabeza de la virgen recitando una breve oración.
La
“velación” era el sinónimo de “consagración”: “Muchos dicen también que las
vírgenes deben recibir el velo a una edad más madura…” (S. Ambrosio, La virg.,
7,39); “al menos vienen vírgenes de Placencia, de Bolonia, de Mauritania para
recibir aquí el velo” (S. Ambrosio, De virg., I,57).
Sobre
el altar y el velo, y cómo el velo era santificado en contacto con el altar,
refiere san Ambrosio cómo una joven fue a buscar refugio en el altar ante la
negativa de sus padres a la virginidad consagrada, ya que querían que
contrajese matrimonio:
“Era una joven de noble linaje, que es ahora más noble
ante Dios. Sus padres y parientes la obligaban a contraer matrimonio. Huyendo
de ellos se refugió junto al altar; nada más propio para la joven que ofrece en
sacrificio su virginidad. Junto al altar de Dios aquella ofrenda pura, víctima
por su castidad, suplicaba al sacerdote que le impusiera sus manos sobre la
cabeza. Impaciente se inclinaba hasta hallarse cobijada bajo la mesa del altar,
mientras decía: “No hay velo como el altar que santifica todos los velos”.
Precioso velo donde todos los días se realiza la consagración, que es Cristo,
cabeza de todos. ¿Qué hacéis vosotros, familia? ¿por qué todavía me buscáis
matrimonio…?” (S. Ambrosio, De virg., I,65).
El
velo, signo de consagración, pide santidad de vida y de costumbres, como
corresponde a quien se ha desposado con el mismo Cristo:
“Concede a esta tu sierva impulsada con tales ejemplos
hacia la gracia de tal virtud, que asista ante tu altar, no luciendo unos
cabellos dorados resplandecientes y destinados al velo nupcial, sino ofreciendo
para ser consagrados por el santo velo unos cabellos semejantes a aquellos con
que María, la piadosa mujer del Evangelio, enjugó solícita los pies de Cristo,
después de haber perfumado toda la casa con la fragancia del ungüento
derramado…
Los cabellos de la virginidad consagrada sean adornados de
modestia, sobriedad y continencia, de modo que rodeada por la corte de las
virtudes y cubierta con el velo purpúreo de la sangre del Señor, lleve en su
carne la muerte del Señor Jesús. Los mejores velos son los vestidos de las
virtudes, con los cuales se cubre el pecado, y se manifiesta la inocencia...”
(S. Ambrosio, La educ. de la virg., 17,108-109).
Después
de la gran oración de consagración se les entregaba el velo y el anillo.
Sustancialmente, es el mismo rito hoy, donde el obispo les entrega el velo y el
anillo, diciendo:
Recibid, hijas amadas,
el velo y el anillo,
signos de vuestra consagración;
guardad siempre
fidelidad plena a vuestro esposo,
y no olvidéis nunca que
habéis sido consagradas a Cristo
y dedicadas al servicio
de su Cuerpo,
que es la Iglesia (RCV
25).
Es
el velo que cubre la cabeza de tantas religiosas y consagradas; pero que antes
era el signo de las vírgenes consagradas laicas que vivían en sus casas y con
su familia, pero al servicio de la Iglesia. Hoy a las vírgenes laicas se les
entrega simbólicamente pero no se usa en la vida cotidiana.
“Es
bella la virginidad, porque evita toda ocasión de preocupaciones vanas y dedica
todo su tiempo a las obras de Dios” (S. Juan Crisóstomo, La virg., 77).
El velo
sobre la oblata
Siempre
hubo costumbres respetuosas para tratar la patena y el cáliz, que quedaron al
final en el velo que cubría el cáliz desde el principio de la Misa hasta el
ofertorio.
Al
trasladar la patena y el cáliz al altar, hacia el siglo VIII, el clérigo
encargado lo hacía llevando un velo humeral con el que cogía los vasos sagrados
(Jungmann, p. 697). Independientemente de esto se cubrían el cáliz y la patena
con un paño (el velo del cáliz, vigente en el Misal de S. Pío V).
En
muchos sitios fue costumbre que cuando el diácono entregaba el cáliz y la
patena al sacerdote lo hiciese con el manípulo, con un paño. En los Ordines
Romani (I, n. 15ss; II, n. 9s), el diácono usaba un paño especial, llamado offertorium cuando colocaba el cáliz ya
preparado en su sitio y cuando lo elevaba al final del canon, en la doxología.
Según
el rito cisterciense de la baja Edad Media, el diácono quitaba el offertorium del cáliz para cubrir con él
sus manos y llevar así la patena con la forma y el cáliz con el vino.
El
velo con que se cubre el cáliz en las misas privadas [Misal de S. Pío V] es
probablemente la transformación del pannusoffertorius
que según el Ordo Romanos I (n. 84) envolvía por reverencia las asas del cáliz
mientras estaba sobre el altar. La primera mención del mismo la hallamos en el
Ordo Romano XV, pero su difusión fue muy lenta (Righetti, I, 509).
En
las Misas rezadas, según el Misal de S. Pío V, en la sacristía el mismo
celebrante prepara el cáliz, poniendo encima de la copa y pendiente de ella por
igual a ambos lados el purificador limpio y plegado, sobre éste la cinta de la
cucharita y la patena con la hostia… Cubre la hostia con la palia y todo el
cáliz (o por lo menos la parte anterior) con el velo, sobre el cual pone la
bolsa, con los corporales plegados dentro y la abertura hacia el celebrante, y
así sale hacia el altar para celebrar la Misa, con el cáliz en sus manos
(Mtnez. de Antoñana, I, p. 519). En las Misas solemnes y episcopales, estará el
cáliz en la credencia, igualmente cubierto con el velo.
Hoy
no es obligatorio en el actual Misal, pero dice la IGMR: “Es loable [en la
credencia] que se cubra el cáliz con un velo, que puede ser del color del día o
de color blanco” (IGMR 118).
En
la Misa hispano-mozárabe también se da el uso del velo, en este caso más grande
que el actual velo del cáliz: con este velo, una vez preparada la oblata en el
altar, se cubre toda entera con el velo (cáliz y patenas). Tras la incensación,
la Misa prosigue con los dípticos (la gran oración de intercesión u oración de
los fieles), y en el momento de la oración por los difuntos, los diáconos
retiran el velo que cubre la oblación.
El velo en
las ánforas de los óleos
Fue
un uso muy simbólico cubrir en la Misa crismal las ánforas, especialmente la
del crisma, con un velo muy amplio que la envolvía por completo y caía por la
espalda del diácono que la portaba al altar.
El OR XXIV señala la procesión de las ánforas al
altar una vez que el pontífice ha comulgado. Consta de dos acólitos que traen
las dos ampollas (la del crisma y la del óleo de catecúmenos) con un detalle
ritual que indica reverencia: las traen cubiertas con un velo blanco de seda
que entrecubre la ampolla pero viéndose a la mitad, y que cae el lienzo por el
hombro derecho del acólito, cayendo por la espalda (n. 15). El lienzo de seda
blanco, grande como para envolver la ampolla y caer por la espalda del acólito,
es una característica que se va a mantener hasta el OBO de 1970. Llegadas las
ampollas al altar, las recibe el subdiácono que se las entrega al archidiácono
y éste al pontífice delante del altar (n. 17). La misma descripción ritual se
señala en otros Ordines.
El
Pontifical de la Curia del siglo XII añade algún matiz más: van las ánforas, como ya es tradición, envueltas
en lienzo (n. 2), blanco el de la vasija crismal, y se pide que “sea sin
embargo este paño fino [subtilis] para que se puedan ver las ampollas”. El
Pontifical de 1595-1596 determina cómo dos diáconos llevan en la procesión las
ampollas del óleo crismal y del óleo de catecúmenos, envueltas en lienzos de
seda, como es costumbre, y cayendo –como un paño humeral- por el hombro y la
espalda del diácono.
Tras
la consagración del crisma y bendición del óleo de los catecúmenos, el obispo
veneraba el crisma e inmediatamente después, antes de que la venerasen los
sacerdotes, se volvía a cubrir con el velo en reverencia al santo crisma (y por
imitación, también se hacía con el óleo de los catecúmenos). Desde el punto de vista de la ritualidad, el
saludo al crisma se fue enriqueciendo y ampliando. En el ya citado OR XXIV, 20,
se señala la reverencia al crisma cubriendo la ampolla “para que nadie la vea
descubierta” y entonces, “teniéndola el acólito, todos la saludan por orden”. Por
tanto, el primer signo de reverencia es cubrirla con el velo con el que vino en
procesión; el segundo signo de reverencia es el saludo por orden de todos.
El OR XXVIII, 23, al hablar del
saludo al crisma, indica que el obispo y los diáconos “la saludaron [la
ampolla] descubierta”, luego se recubre “para que nadie la vea descubierta,
pero, teniéndola el acólito, todos la saludan por orden”. Un paso más en la secuencia
ritual: obispo y diáconos saludan la vasija crismal descubierta, luego se cubre
con el velo y todos la saludan por orden. Y el Pontifical de 1595-1596 verá
cómo el obispo y los doce presbíteros asistentes veneran el crisma desnudo, y
luego tras la veneración, inmediatamente se vuelve a cubrir por reverencia al
santo crisma.
En
el actual rito, se han suprimido estos velos, tan significativos. Sin embargo
sí es frecuente ver que las ánforas tienen un pequeño velo, un paño, que las
recubre, tal vez como recuerdo de lo que fue aquel velo, sutil, grande, que
envolvía el ánfora y caía por la espalda del diácono que la llevaba.
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