jueves, 30 de noviembre de 2023

Soberana libertad (Palabras sobre la santidad - CXV)



            Nunca se aferraron ni se ataron a nada como algo propio. Su corazón estaba tan por completo en Dios, que fueron total y absolutamente libres en su corazón. Por eso los santos nada querían ni nada buscaban sino que su voluntad estaba completamente identificada con la voluntad de Dios. Eso los hizo libres.



            Incluso sus propias obras apostólicas, o sus fundaciones, no retuvieron su corazón ni les quitó libertad alguna. Porque vieron sus obras no como algo suyo propio que tuvieran que defender a rajatabla, sino como obra de Dios, y eso era más importante que considerarla un producto de ellos que custodiar y legar a la posteridad. Dios se encargaría si le era grato, Dios la sacaría adelante si era su voluntad.

            San Ignacio declaraba que si el Papa suprimiera la Compañía de Jesús, le bastaría un cuarto de hora para recobrarse y vivir en paz. ¿Acaso no amaba la Compañía y las excelentes obras y misiones que la Compañía llevaba adelante? No ciertamente. Pero no puso su corazón ni su vida en su obra, la Compañía, sino en Dios. La Compañía la amaba en cuanto que era de Dios, pero si Dios permitía su supresión, su corazón era libre y no se derrumbaría. No estimaba la Compañía como algo suyo, aferrándose a ella como fin propio de su vida. Era más libre, era libre en Dios.


            Cuando todo se torció y la reforma carmelitana parecía hundirse, santa Teresa de Jesús, encerrada a modo de cárcel en Toledo y luego en Ávila (1577 en adelante), movió todos los recursos legítimos en defensa de una causa que creía era de Dios. Pero no perdió la paz, ni se angustió aunque sufriera, ni se rebeló con amargura contra la Iglesia y la Orden carmelitana. Era libre: lo que Su Majestad quisiera, para ella estaría bien. Haría ella lo que estuviera al alcance de su mano y fuera legítimo, pero su vida no era la reforma, su vida era Dios. Por eso santa Teresa en todo momento fue muy libre.

            La libertad de los santos los situaba muy por encima de las críticas, de las murmuraciones y de las persecuciones. Les dolían, les mortificaban en su sensibilidad humana, pero no los detenían, no los arrinconaban acobardados, su libertad los situaba por encima y no debilitaban su perseverancia en las buenas obras emprendidas. Tan libres que no les preocupaba su prestigio personal, lo que pudieran decir de ellos.
            Una libertad grande de alma les impedía atarse a nada ni a nadie. Amaban y mucho; gozaban de la amistad, compartían su vida con discípulos y compañeros, tenían sus predilecciones y personas más afines, pero nada de esto determinaba su conducta, porque no se ataron ni se vincularon a nadie con vínculos afectivos que les restasen capacidad de amor a Dios y libertad de espíritu.

            Hay algo, un fondo, siempre impenetrable en los santos: son libres, y eso se les notaba. Hablan con libertad interior, sin medias verdades ni engaños ni subterfugios. Actúan con libertad por encima de cualquier presión. Impresionan por el señorío personal que demuestran. Tan libres, que ni siquiera se ataron a su obra, a su fundación, ni veían lo suyo por encima de la Iglesia ni despreciando el juicio y discernimiento de la Iglesia, antes bien, se sometían libremente a lo que la Iglesia les iba marcando. No dudaron en hacerlo. No pensaron que sólo ellos tenían razón y todos los demás, la Iglesia misma, se equivocaban y los perseguía. No ignoraron las indicaciones que recibieron el Papa, o de la Curia… sino que las acogieron dócilmente.

            Es la libertad máxima de los santos: hicieron lo que Dios les pedía, sabiendo que su obra o su fundación no era suya propia, sino de Dios, y Dios se encargaría de hacer con ella lo que fuera mejor, incluso suprimirla o transformarla por completo. Ellos no se opusieron. Su libertad sólo buscaba sentir internamente y en todo realizar la voluntad de Dios.
           

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