Nunca
se aferraron ni se ataron a nada como algo propio. Su corazón estaba tan por
completo en Dios, que fueron total y absolutamente libres en su corazón. Por
eso los santos nada querían ni nada buscaban sino que su voluntad estaba
completamente identificada con la voluntad de Dios. Eso los hizo libres.
Incluso
sus propias obras apostólicas, o sus fundaciones, no retuvieron su corazón ni
les quitó libertad alguna. Porque vieron sus obras no como algo suyo propio que
tuvieran que defender a rajatabla, sino como obra de Dios, y eso era más
importante que considerarla un producto de ellos que custodiar y legar a la
posteridad. Dios se encargaría si le era grato, Dios la sacaría adelante si era
su voluntad.
San
Ignacio declaraba que si el Papa suprimiera la Compañía de Jesús, le bastaría
un cuarto de hora para recobrarse y vivir en paz. ¿Acaso no amaba la Compañía y
las excelentes obras y misiones que la Compañía llevaba adelante? No
ciertamente. Pero no puso su corazón ni su vida en su obra, la Compañía, sino
en Dios. La Compañía la amaba en cuanto que era de Dios, pero si Dios permitía
su supresión, su corazón era libre y no se derrumbaría. No estimaba la Compañía
como algo suyo, aferrándose a ella como fin propio de su vida. Era más libre,
era libre en Dios.
Cuando
todo se torció y la reforma carmelitana parecía hundirse, santa Teresa de
Jesús, encerrada a modo de cárcel en Toledo y luego en Ávila (1577 en
adelante), movió todos los recursos legítimos en defensa de una causa que creía
era de Dios. Pero no perdió la paz, ni se angustió aunque sufriera, ni se
rebeló con amargura contra la Iglesia y la Orden carmelitana. Era libre: lo que
Su Majestad quisiera, para ella estaría bien. Haría ella lo que estuviera al
alcance de su mano y fuera legítimo, pero su vida no era la reforma, su vida
era Dios. Por eso santa Teresa en todo momento fue muy libre.
La
libertad de los santos los situaba muy por encima de las críticas, de las
murmuraciones y de las persecuciones. Les dolían, les mortificaban en su
sensibilidad humana, pero no los detenían, no los arrinconaban acobardados, su
libertad los situaba por encima y no debilitaban su perseverancia en las buenas
obras emprendidas. Tan libres que no les preocupaba su prestigio personal, lo
que pudieran decir de ellos.
Una
libertad grande de alma les impedía atarse a nada ni a nadie. Amaban y mucho;
gozaban de la amistad, compartían su vida con discípulos y compañeros, tenían
sus predilecciones y personas más afines, pero nada de esto determinaba su
conducta, porque no se ataron ni se vincularon a nadie con vínculos afectivos
que les restasen capacidad de amor a Dios y libertad de espíritu.
Hay
algo, un fondo, siempre impenetrable en los santos: son libres, y eso se les
notaba. Hablan con libertad interior, sin medias verdades ni engaños ni
subterfugios. Actúan con libertad por encima de cualquier presión. Impresionan
por el señorío personal que demuestran. Tan libres, que ni siquiera se ataron a
su obra, a su fundación, ni veían lo suyo por encima de la Iglesia ni
despreciando el juicio y discernimiento de la Iglesia, antes bien, se sometían
libremente a lo que la Iglesia les iba marcando. No dudaron en hacerlo. No
pensaron que sólo ellos tenían razón y todos los demás, la Iglesia misma, se
equivocaban y los perseguía. No ignoraron las indicaciones que recibieron el
Papa, o de la Curia… sino que las acogieron dócilmente.
Es
la libertad máxima de los santos: hicieron lo que Dios les pedía, sabiendo que
su obra o su fundación no era suya propia, sino de Dios, y Dios se encargaría
de hacer con ella lo que fuera mejor, incluso suprimirla o transformarla por
completo. Ellos no se opusieron. Su libertad sólo buscaba sentir internamente y
en todo realizar la voluntad de Dios.
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