A
Dios se le adora, únicamente a Él, con culto de latría (: adoración); a la Virgen María se le
rinde culto de hiperdulía, de máxima veneración; y a los santos se los venera.
Rendimos culto a los santos y los veneramos por la obra que Dios ha realizado
en ellos y porque Dios los ha situado
junto a sí, como amigos y poderosos intercesores que con su oración nos ayudan.
Los veneramos como iconos vivos de Cristo pintados por el Espíritu Santo en sus
almas. Reciben nuestro culto porque son modelos acabados y completos de vida
cristiana hasta sus últimas consecuencias. Merecen veneración ya que son
epifanías de Dios en nuestro mundo, transparentan a Cristo, han vivido la
plenitud del misterio pascual, han sido rayos de luz divina disipando las
tinieblas que nos envolvían.
A
ellos, pues, nos dirigimos y les rendimos culto de veneración, fijando
normalmente la fecha de su fallecimiento como día de culto, su “dies natalis”,
el día en que nacieron para el cielo.
No
los tratamos como seres endiosados, superhéroes, o a modo de talismán. En nada
entra la superstición en su culto, ni opacan la adoración de Dios,
deteniéndonos exclusivamente en ellos; porque al venerar a los santos,
glorificamos a Dios que los santificó.
El
culto a los santos refuerza nuestra relación personal con ellos. Al venerar y
recordar a los santos nuestra vida debe hacerse mejor de lo que es. Éste es el
culto a los santos: un impulso decidido a vivir, como ellos, entregados a Dios
y con amor absoluto e incondicional a Jesucristo. Verlos a ellos, nos mueven a
querer ser mejores, a responder mejor al Señor, a desear que la gracia actúe en
nosotros sin ponerle obstáculos ni impedimentos. “Si uno exaltase la virtud del
maestro con sólo su discurso y otro le imitase en su propia vida, será mucho
más válida la alabanza que se hace a través de la propia vida que la que se
hace a través del mero discurso”, escribía S. Gregorio de Nisa (Elogio de S.
Basilio, n. 62).
El
culto a los santos nos conduce a imitarlos. Verlos, conocerlos, supone entonces
aprender a vivir radicalmente en cristiano, y de los ejemplos de su vida hallar
luces para la nuestra, especialmente de aquellos santos que vivieron nuestra
misma vocación y estado cristiano de vida, con los que más fácilmente nos
podemos identificar.
No
podemos conformarnos con decir sólo que el santo se entregó a Dios, sino que
nosotros mismos nos tenemos que entregar a Dios como él. No digamos sólo que el
tesoro de los santos era vivir eternamente con Dios, pues también es y debe ser
nuestro tesoro. Si el santo cambió su modo de vivir terreno por otro celestial,
eso mismo podemos y debemos hacer nosotros. Presumimos de tenerlos como
protectores en el cielo, y eso no es bastante: hemos de mostrar con nuestra
vida que somos sus discípulos, convertidos en aquello mismo que los hizo
grandes.
Nuestra
relación con los santos debe ser una relación de amistad. El trato con ellos ha
de ser familiar y amistoso -¡son los mejores hijos de la Iglesia!, nuestros
hermanos- y podemos ir alcanzando intimidad con los santos. Algunos nos serán
especialmente cercanos o queridos, por su vida, por su espiritualidad, por sus
escritos, por su estilo cristiano, por su temperamento. Como en toda amistad,
también aquí ser amigos es cuestión de afinidad y sintonía. Con los más amigos
hablamos, les rezamos; nos nutrimos de sus enseñanzas, tratamos de asemejarnos
a ellos, participar de su espíritu. Los tomamos como punto de referencia, testigos
cualificados, especialmente aptos para llevarnos a nosotros por caminos
cristianos de entrega y santidad.
Así
son también nuestros intercesores. A los amigos se acude con confianza cuando
se necesita algo; a los santos, como amigos, podemos acudir y que ellos
intercedan ante Dios por nuestras necesidades, por nuestros problemas, por
nuestras intenciones. El amor que nos une, la comunión de los santos, permite
que su intercesión sea eficaz y nos alcance. Ellos se interesan por nosotros,
nos auxilian con su oración. Sí, siguen rogando por nosotros continuamente.
Podemos
vivir más cristianamente si nos relacionamos con los santos. Su culto nos ayuda
y beneficia; su imitación nos despierta del sueño y la apatía; su familiaridad
nos educa; su intercesión nos consuela y conforta.
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