Si la liturgia, en las santas
Iglesias orientales, es calificada de “mística”, el silencio es un elemento
integrante. Nos situamos así en la liturgia como una actuación divina, sobrenatural,
y no como un “hacer” exterior del hombre o del grupo. La liturgia es la santa
liturgia, la divina liturgia, la mística liturgia; en ella entramos en los
santos misterios.
Las
reflexiones y enseñanzas de los grandes doctores de la Iglesia sobre el silencio
contemplativo han de ser igualmente válidas para el silencio adorante que
envuelve la celebración de la liturgia.
San
Agustín habla del silencio en ocasiones, aunque es mucho más explícito al
hablar de la interioridad que, obviamente, requiere silencio.
Para
mirar el universo, la belleza de lo creado, es necesario un silencio
contemplativo: “Así el espíritu, replegado en sí mismo, comprende la hermosura
del universo, el cual tomó su nombre de la unidad. Por tanto no es dable ver
aquella hermosura a las almas desparramadas en lo externo, cuya avidez engendra
la indigencia, que sólo se logra evitar con el despego de la multitud. Y llamo
multitud, no de hombres, sino de todas las cosas que abarcan nuestros sentidos”
(De Ordine, I,2,3).
El
silencio es necesario para el espíritu a fin de contemplar y alcanzar la Verdad, la reflexión sobre
Dios, el mundo, el hombre, es decir, las grandes cuestiones que necesitan
reflexión: “Razón es el movimiento de la mente capaz de discernir y enlazar lo
que conoce; guiarse de su luz para conocer a Dios y el alma que está en
nosotros o en todas partes es privilegio concedido a poquísimos hombres; y la
causa es porque resulta difícil al que anda desparramado en las impresiones de
los sentidos entrar en sí mismo” (De ordine, II,11,30).
Para
la comunicación interhumana, en el plano relacional, el sonido se transmite a
través del silencio: se pronuncia y llega al corazón, la única manera de que el
sonido resuena comunicando. Es una imagen que san Agustín emplea muchas veces:
“He aquí que yo estoy emitiendo un sonido; una vez emitido ya no puedo
recogerlo. Y si quiero que me sigáis escuchando, tengo que emitir otro; y
cuando éste se haya apagado, vuelvo a proferir otro o sobreviene el silencio.
Pero la idea te la envío a ti y la retengo también en mí; te encuentras lo que
oíste y yo no me despojo de lo que me diga… La idea, pues, aun estando dentro
de mí, va hacia ti y no me abandona” (Serm. 28,5).
Entrando
en lo interior, el hombre se conoce a sí mismo: “La causa principal de este
error es que el hombre se desconoce a sí mismo. Para conocerse necesita estar
muy avezado a separarse de la vida de los sentidos y replegarse en sí y vivir
en contacto consigo mismo” (De Ordine I,1,3).
Con
el silencio, el hombre acalla las voces de las criaturas y de los sentidos y
pasiones, para escuchar a Dios, sólo a Dios:
“¿Qué me dice el oro? Ámame. Pero
¿qué me dice Dios? Usaré de ti, y usaré de tal modo que no me poseas ni me
separes de ti. ¿Qué otra cosa me dice? Ámame, es una criatura. Yo amo al
Creador. Bueno es lo que hizo, pero ¡cuánto mejor es quien lo hizo! Aún no veo
la hermosura del Creador, sino la ínfima hermosura de las criaturas. Pero creo
lo que no veo, y creyendo amo, y amando veo. Callen, pues, los halagos de las
cosas muertas, calle la voz del oro y de la plata, el brillo de las joyas y, en
fin, el atractivo de esta luz; calle todo. Tengo una voz más clara a la que he
de seguir, que me mueve más, que me excita más, que me quema más estrechamente.
No escucho el estrépito de las cosas terrenas. ¿Qué diré? Calle el oro, calle
la plata, calle todo lo demás de este mundo” (Serm. 65 A,4).
Refleja
este sermón su propio proceso personal de conversión, la voz de las criaturas,
atrayente, en vez de entrar en lo interior, acallando todo:
“Y he aquí que tú estabas dentro de
mí y yo fuera, y por fuera te buscaba, y deforme como era, me lanzaba sobre
estas cosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo.
Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían.
Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera…” (Conf. X,27,38).
Ante
el Misterio de Dios, y para tratar de Dios con palabras humanas, el silencio hace
surgir las palabras y, al mismo tiempo, les pone un límite:
“Dejemos algo para quienes gustan de
discurrir, dejemos también algo para el silencio. Retorna a tu interior y
apártate de todo estrépito. Vuelve la vista a tu interior si tienes allí algún
retiro apacible para tu conciencia, donde no haya barullos ni querellas, donde
no busques ni planees discusiones plenas de obstinación. Escucha la palabra,
con mansedumbre para que la entiendas” (Serm. 52,22).
“Tal
vez el silencio fuera el único homenaje digno del entendimiento a lo Inefable,
pues, si algo puede expresarse con palabras, ya no es inefable. Y Dios es
inefable” (Serm. 117,7), pero se ha de hablar también para exponer la buena
doctrina y rebatir a los herejes arrianos.
“Hablamos de Dios así porque no
encontramos nada mejor que decir. Digo que Dios es justo porque no encuentro
palabra humana mejor… Quien trascienda todo esto y comience a pensar de manera
digna de Dios en cuanto le está concedido al hombre, hallará un silencio digno
de ser alabado con la voz inefable del corazón” (Serm. 341,9).
Habla
de Dios, pero sabe que es insuficiente; en el silencio se contempla la
abundancia del Misterio infinito. Por eso ora así concluyendo sus quince libros
sobre la Trinidad:
“Señor y Dios mío, mi única
esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte: ansíe
siempre tu rostro con ardor. Dame fuerzas para la búsqueda, tú que hiciste que
te encontrara y me has dado esperanzas de un conocimiento más perfecto. Ante ti
está mi firmeza y mi debilidad; sana ésta, conserva aquélla. Ante ti está mi
ciencia y mi ignorancia; si me abres, recibe al que entra; si me cierras, abre
al que llama. Haz que me acuerde de ti, te comprenda y te ame. Acrecienta en mí
estos dones hasta mi reforma completa.
Sé que está escrito: En las muchas palabras no estás exento de pecado.
¡Ojalá sólo abriera mis labios para predicar tu palabra y cantar tus alabanzas!
Evitaría así el pecado y adquiriría abundancia de méritos aun en la muchedumbre
de mis palabras. Aquel varón amado de ti no habrá, ciertamente, aconsejado el
pecado a su verdadero hijo en la fe, cuando le escribe: Predica la palabra, insiste a tiempo y a deshora. ¿Acaso se podrá
decir que no habló mucho el que oportuna e importunamente anunció, Señor, tu
palabra? No, no era mucho, pues todo era necesario. Líbrame, Dios mío, de la
muchedumbre de palabras que padezco en mi interior, en mi alma, mísera en tu
presencia y acogida a tu misericordia.
Cuando callan mis labios, no guardan
mis pensamientos silencio. Y si sólo pensara en las cosas que son de tu agrado,
no te rogaría me librases de la abundancia de mis palabras. Pero muchos son mis
pensamientos; tú los conoces, son pensamientos humanos, pues vanos son.
Otórgame no consentir en ellos, sino haz que pueda rechazarlos cuando siento su
caricia; nunca permitas me detenga adormecido en sus halagos. Jamás ejerzan
sobre mí su poderío ni pesen en mis acciones. Con tu ayuda protectora sea mi
juicio seguro y mi conciencia esté al abrigo de su influjo.
Hablando el sabio de ti en su libro,
hoy conocido con el nombre de Eclesiástico, dice: Muchas cosas diríamos sin acabar nunca; sea la conclusión de nuestro
discurso: ¡él lo es todo!
Cuando arribemos a tu presencia,
cesarán estas muchas palabras que
ahora hablamos sin entenderlas, y tú permanecerás todo en todos, y entonces
modularemos un cántico eterno, loándote a un tiempo unidos todos en ti.
Señor, Dios mío y Dios Trinidad,
cuanto con tu auxilio queda dicho en estos mis libros conózcanlo los tuyos; si
algo hay en ellos de mi cosecha, perdóname tú, Señor, y perdónenme los tuyos.
Así sea” (De Trin., XV,28,51).
Pero
más que sobre el silencio en sí, san Agustín trata de la interioridad, de la
cual es un maestro. El hombre no puede vivir fuera de sí, disperso, atento sólo
a lo exterior, a los sentidos, voces y ruidos de fuera, sino que únicamente
entrando en su interior se encontrará a sí mismo y encontrará a Dios, a quien
podrá escuchar. Cuanto más crezca su interioridad, más crece el hombre y
responde a su ser creado.
El
hombre debe medirse a sí mismo, juzgarse y conocerse entrando en su
interioridad: “Ante todo, por tu bien, sé juez para ti mismo. Ante todo júzgate
a ti mismo, para que al proceder contra otro no te arguya el santuario de tu
conciencia. Penetra en tu interior, examínate, escúchate. Deseo que te pruebes
como juez íntegro allí donde no tienes testigo” (Serm. 137,7). La invitación es
constante: “Entra en el interior de tu corazón” (Serm. 15,7); “entra en tu
interior mientras aún es tiempo” (Serm. 47,17); “reflexionad sobre vosotros
mismos, mirad a vuestra conciencia, interrogad a vuestra fe, preguntad a
vuestra caridad, despertad vuestra conciencia” (Serm. 73 A,2); “que cada uno de vosotros, hermanos míos,
mire a su interior, se juzgue y examine sus obras, sus buenas obras; vea las
que hace por amor, no esperando retribución alguna temporal, sino la promesa y
el rostro de Dios” (Serm. 158,7); “examinaos, sondead vuestro interior” (Serm.
159,6).
La
conciencia moral del hombre debe ser atendida y descubrir si se obra bien o no:
“Entra en seguida en el centro de tu conciencia, contémplate a ti mismo, sé tu
propio juez, sé examinador de ti mismo… No te juzgues como santo por el hecho
de que nadie te tiente” (Serm. 16 A,7). Debe interrogarse, cuestionarse a sí
mismo: “Interrogaos a vosotros mismos, examinad vuestro interior. Ved y mirad
cuánta caridad tenéis; aumentad la que poseáis” (Serm. 34,7).
En
lo interior, hay que examinarse y juzgarse mirándose en la Escritura como en un
espejo y, por tanto, corrigiendo y purificando aquello que sea menester:
“Júzgate a ti mismo, no te perdones. Castiga, corrige, enmienda lo que en ti
con razón te desagrada. Sea para ti la Sagrada Escritura
como un espejo… Vuelve a tu interior; el espejo no te engaña; no te engañes a
ti mismo. Júzgate, entristécete de tu fealdad, para que al marchar y alejarte
triste, corregida la fealdad, puedas retornar hermoso” (Serm. 49,5); “que cada
uno centre la atención en sí mismo, pues el apóstol Pablo puso en su carta un
espejo en el que todo hombre pueda verse” (Serm. 154 A,2).
Hay
que ser muy claro y juzgarse en lo interior, hallando la verdad de uno mismo:
“Examine su
intención, interrogue su corazón; sea para sí mismo un juez severísimo para
experimentar la misericordia del Padre; no se halague, no tenga consideración
con su propia persona, siéntese en el tribunal de su mente, muestre a su
conciencia los temores como verdugos, confiese ante Dios qué cosa es” (Serm. 63
A,1).
Así, en lo
interior, el hombre se descubre y realiza un discernimiento sobre sí mismo:
“En este punto
nada hay en que el hombre deba pensar a no ser en sí mismo: vuelva los ojos a
sí mismo, aprenda en sí mismo, discútase a sí mismo, inspecciónese,
escudríñese, búsquese y encuéntrese; arranque lo desagradable, adapte y plante
lo agradable” (Serm. 72,5).
“Tú que
quieres no temer ya, examina tu conciencia. No te quedes en la superficie;
desciende a ti mismo, penetra en el interior de tu corazón. Escudriña con
esmero y mira si no hay ninguna vena envenenada que aspire y absorba el amor
ponzoñoso del mundo, si no te sientes movido y apresado por ningún deleite o
placer carnal, si no te hinchas y ensoberbeces con vana jactancia, si ningún
cuidado vanidoso te tiene en llamas” (Serm. 348,2).
El
hombre tiene su Maestro interior, Cristo, que habla en lo interior y a quien
hay que escuchar haciendo silencio y entrando en lo íntimo del corazón:
“Vuelve, pues, conmigo a la faz del corazón. Esta has de preparar. Es al hombre
interior a quien habla Dios. Los oídos, los ojos, los restantes miembros
visibles son la morada o el instrumento de alguien que mora en el interior. Es
el hombre interior en el que habita Cristo de forma provisional por la fe”
(Serm. 53,15).
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